La nave A-122. Julio Carreras
una persona menos borde de lo que aparentaba.
Hasta ese momento, la nave A-122 había sido un hervidero de desinformación. Las preguntas eran muchas, las respuestas pocas y, como suele suceder, nadie sabía a ciencia cierta que había sucedido pero todo el mundo opinaba. La noticia del desconcertante robo se extendió como reguero de pólvora en la cadena de mando de Seat, adornada por fantasiosas elucubraciones y teorías, hasta que alguien con suficiente poder y criterio dio la orden de mantener el asunto en secreto. El motivo era sencillo: tras el magnífico crecimiento en los últimos años, la empresa estaba inmersa en una campaña para afianzar el consumo de los utilitarios españoles apelando a valores como la tradición de la marca. Para ello se había realizado una vasta campaña publicitaria, incluso habían contratado a Julio Iglesias, cuya imagen, junto al eslogan «Tu tenías un Seat y lo sabes», inundaba las principales ciudades españolas. El broche de oro sería la apertura del museo, una iniciativa auspiciada junto al Ayuntamiento de Barcelona, que albergaría la colección de coches de la nave A-122 y que, si no sucedía ningún imprevisto, abriría sus puertas en pocos meses. Así que lo último que necesitaban era que el nombre de la compañía saliera a la palestra relacionado con un suceso que pudiera ridiculizarla o suponer una publicidad negativa.
Por suerte, las medidas tomadas por la directiva habían sido efectivas y las posibles filtraciones se habían logrado atajar de raíz, al menos por el momento. Aquello era un alivio; sin embargo, eran conscientes de que era solo cuestión de tiempo que los primeros periodistas asomaran sus narices para fisgonear por allí. Quizá por ese motivo, o tal vez fuera por facilitar al máximo el trabajo de la policía, alguien de arriba había decretado que se confinara en la nave A-122 a los principales testigos y los trabajadores, restringiendo el acceso a la zona al resto de personal.
Así pues, en el alargado recinto, los vigilantes de seguridad que habían acudido ante la llamada de Xavier Cardenal, este mismo, Marina, Gerard y los siete trabajadores de aquella sección aguardaban al responsable de la investigación encerrados como cobayas en un laboratorio. A ellos, además, se habían sumado los dos directivos nombrados por el presidente de la empresa para lidiar con el conflicto. Dos hombres espigados, con pelo engominado y vestidos de manera similar y que además, para más inri y confusión, se llamaban Santacreu y Santamaría. Los «Santas», como solían referirse a ellos los empleados, eran tan parecidos que nadie sabía a ciencia cierta quién era quién.
La espera fue desesperante. A lo largo de toda la mañana, diferentes agentes circularon por el lugar de los hechos en un goteo continuo. Primero, tras la llamada de los vigilantes del Consorci, apareció una patrulla de policía para certificar que efectivamente se había producido un robo, como si la desaparición de casi setenta coches de un plumazo pudiera haberse debido simplemente a un despiste contable. Tras completar las oportunas diligencias tres interminables horas más tarde, un par de tipos oscuros, con gafas oscuras, parcos en palabras y más aún en explicaciones acudieron para recoger pruebas. Dijeron ser de la Policía Forense y tras una retahíla de preguntas a los presentes, escudriñaron las cerraduras, tomaron algunas muestras y se largaron por donde habían venido.
La siguiente visita fue mejor recibida, un joven imberbe en una destartalada vespino apareció cargado con diez pizzas de Casa Sento; una pizzería cercana que, si bien podría considerarse a primera vista como un cuchitril insalubre, vendía las mejores pizzas de toda la ciudad. El responsable de la nave las había encargado a escondidas para sorpresa de todos, sobre todo para Santacreu, a cuyo nombre estaba el pedido y que tuvo que pagarlas a regañadientes de su bolsillo.
Por fin, poco después de comer, los primeros agentes del grupo de Fonseca hicieron acto de presencia. Para entonces, tras ocho horas de «arresto laboral», los ánimos estaban caldeados.
Mientras los agentes tomaban sus primeras declaraciones a los testigos, constatando que todos ellos se habían visto igual de sorprendidos por el suceso, en el exterior de la nave un joven guardia de seguridad con orejas grandes y más pelo que Chewbacca velaba religiosamente las órdenes de no dejar acceder a nadie sin previa autorización.
Cuando vio acercarse con paso decidido a aquel hombre calvo, con vaqueros, botas camperas y chaqueta de cuero, se puso tenso. Llegaba el primer curioso.
—Está prohibido el paso. Esta es un área restringida —le espetó de malos modos.
—Soy de la judicial.
—Su identificación —respondió el vigilante con aires de superioridad.
—Mira, chaval, me están esperando y estoy de mal humor, así que…
—Su identificación.
Matías, de malas pulgas, rebuscó en su chaqueta, sacó su placa y se la puso a un palmo de la cara.
—Le tenías que haber dicho a papá que te comprara una como estas… Ahora apártate y deja trabajar a los polis de verdad.
El guardia, con cara de pocos amigos, se hizo a un lado dejándole vía libre.
Nada más entrar, Matías se dio cuenta de que aquel era un lugar especial. Un buen roquero sabía apreciar el erotismo de las máquinas. De inmediato, una agente de la judicial se le acercó entregándole un pequeño dossier.
—Buenas, Moyá. ¿Qué tenemos?
—Un robo.
—Me imagino, si hubiera sido un guateque no iría disfrazada de policía.
—Sesenta y nueve coches clásicos, ninguna pista de momento.
—Ya veo.
—Quiere que le cuente lo que…
—Paciencia, Moyá. Todo a su debido tiempo.
Matías saludó sin demasiada efusividad al resto de sus hombres y se apartó de ellos hacia el centro del hangar para poder tener una visión de conjunto. Le gustaba hacerse una idea preliminar de qué es lo que podía haber sucedido antes de contar con datos objetivos. Imaginarse cómo podían haber ocurrido los hechos con total ausencia de prejuicios. Era una práctica poco habitual pero sus hombres, que llevaban años soportándole, conocían perfectamente sus pequeñas manías, así que permanecieron alejados sin molestarle.
Los dos directivos, ajenos a la costumbre del inspector, se acercaron hasta donde él estaba.
—Permítame que me presente, soy el señor Santacreu y este, mi compañero Santamaría, las personas designadas por la empresa para llevar este asunto —dijo un hombre repeinado mientras le tendía la mano—. Si nos permite, le explicaremos la importancia de…
—Encantado. Si necesito algo les avisaré —respondió Matías sin dejarle terminar la frase.
—Disculpe, pero…
—Insisto. Si necesito algo les avisaré. Ahora, por favor, déjenme hacer mi trabajo.
Los espigados directivos se miraron contrariados y se retiraron hacia la pequeña garita de oficinas situada al lado opuesto de la nave. Aquello no era aceptable, era la gota que colmaba el vaso. Aquel tipo, además de haber tardado un precioso tiempo en acudir a su llamada, era un maleducado. ¡Qué se había creído! Matías no era consciente de ello pero su brusca interrupción, sin saberlo, le iba a crear más problemas de los que podía llegar a imaginarse.
El inspector Fonseca se frotó la calva con contundencia, como cada vez que algo le irritaba. Le fastidiaba que trataran de ponerle condiciones nada más aterrizar, pero más aún que le interrumpieran. No tenía tiempo que perder si quería tener el control de la situación desde el principio. Nunca se había enfrentado a un robo como aquel y desde el momento en el que le había llamado su jefe, estaba deseoso de tener ese momento de análisis en solitario. «Método: la clave del éxito», se repetía una y otra vez a sí mismo y a todo el que le quería escuchar. Tras unos minutos observando a su alrededor, el inspector Fonseca llegó a una conclusión: el que había perpetrado aquel robo estaba loco. Robar sesenta y nuevo coches suponía dejar, por lo menos, sesenta y nueve pistas. Ahora le faltaba averiguar si era un inconsciente o era un genio. En el primer caso, sería cuestión de horas cerrar el asunto y superar por