La nave A-122. Julio Carreras
si se tratara de cualquier otro robo de menor envergadura. Abandonó su momento de reflexión, se friccionó la calva de nuevo y volvió a la parte de la nave donde Santacreu y Santamaría discutían algo en voz baja, lanzándole de vez en cuando miradas furtivas.
—¿Me pueden indicar quién es el responsable de todo esto? —preguntó haciendo un gesto que abarcaba toda la nave.
— Nosotros —respondieron a una.
—¿Mecánicos que trabajan con corbatas? No me refiero a ustedes, me refiero en el día a día. ¿Quién me puede dar detalles?
Los Santas, visiblemente molestos, le señalaron a un hombre que estaba revisando concienzudamente el motor de uno de los coches que no había sido robado. Parecía ser el único con interés por volver al trabajo. Se llamaba León Gabriel y era el encargado de aquella sección.
Se acercó hasta él.
—Buenas tardes, ¿León?
—Sí, soy yo. Usted debe ser el inspector Fonseca, ¿no? —respondió mientras se limpiaba las manos con un trapo rojo que llevaba atado al cinturón.
—¿Es usted adivino?
—Más bien observador. Sus hombres dijeron que no le interrumpiéramos, que nada más llegar querría estar solo. No ha sido complicado deducirlo.
León tenía el pelo desordenado, nariz prominente y una sonrisa agradable. Rondaría los sesenta años y a pesar de su edad, aún se conservaba razonablemente en forma. No sabría decir por qué, pero desde el primer instante aquel hombre le cayó bien y eso, en Matías, era algo que no sucedía a menudo.
Según le explicó el mecánico jefe habían desaparecido sesenta y nueve coches de los pocos más de ciento veinte que solían ocupar la nave, en su mayoría coches clásicos. Sin embargo, había algo que le había llamado poderosamente la atención. En un robo semejante lo lógico habría sido que los ladrones se llevaran los vehículos más valiosos, las joyas de la corona; sin embargo, algunos de los coches que en teoría podrían tener un mayor valor, como era el caso del papamóvil o el último prototipo de competición de la marca, seguían en su sitio. No parecía que la elección de los coches que habían robado hubiera sido hecha al azar, pero desde su punto de vista era totalmente ilógica.
Al inspector Fonseca aquello le pareció un dato interesante. Se llevó la mano a la chaqueta y del bolsillo interior sacó una pequeña libreta con tapas grises, su eterno cuaderno de bitácora. Tomó unas notas sobre los aspectos de la investigación a los que tendría que volver más tarde. Todo apuntaba a que podría tratarse de un robo por encargo, seguramente por algún coleccionista.
—¿Recuerda si alguien se ha interesado con anterioridad por los coches robados?
— No sé, no le podría decir. Alguna vez hemos recibido preguntas por algún modelo en particular… pero son muchos los que han desaparecido.
—Entiendo… Necesitaremos que nos proporcione una lista de todos ellos. ¡Ah!, y por favor, incluya cualquier detalle que piense que pueda aportarnos alguna pista adicional.
—Sí, esta misma tarde la tendrá. Ya me la ha pedido el agente Coll.
Matías dirigió una mirada de aprobación hacia Miquel Coll, un tipo alto de piel pálida y mejillas enrojecidas. El más joven y al mismo tiempo, el más trabajador de sus hombres. Quizá pecara de ser demasiado formal y riguroso, pero en cuanto superara su miedo a cometer errores, sin duda sería uno de los mejores.
—Necesitamos establecer un patrón entre los coches robados. Nosotros nos estrujaremos el seso, pero hágame un favor, León, dele una vuelta usted también. Es quien mejor los conoce.
—Puede ser cualquier cosa… el mismo tipo de motor, años de fabricación… —añadió el joven agente tratando de facilitar la tarea.
—Pero sea también imaginativo en esto —le interrumpió Matías—. No sé… su valor, si son únicos, incluso que todos ellos hayan sido coches del año, hayan pertenecido a famosos o hayan salido en películas. En estos casos, el robo puede ser por encargo de un coleccionista y puede responder a caprichos de lo más extravagantes.
Pese a su primera intuición, no se podrían centrar tan solo en el móvil del coleccionista. Tendrían que empezar a buscar los coches y al mismo tiempo contemplar diferentes posibilidades. Las ideas se le agolpaban en la cabeza e iban pasando a través de sus notas desordenadas, con letra de doctor, a la pequeña libreta gris. Por la noche, con tranquilidad, ya tendría tiempo de ordenarlas para repartir luego instrucciones a sus hombres.
Hacer desaparecer tal cantidad de coches de un recinto cerrado y sin que nadie se diera cuenta parecía más un truco de magia que un robo, así que su siguiente paso fue centrarse en el modo en el que habían sacado los vehículos de la nave.
—Capdevila, ¿qué tenemos de la alarma?
—Inhibida —respondió sin dar más explicación un fornido agente con pelo canoso y ojos grandes, al que todos llamaban Wiggum por su parecido con el popular jefe de policía de Los Simpson.
El equipo que dirigía el inspector Matías Fonseca estaba compuesto por cinco agentes aparte de él mismo. A Miquel Coll, normalmente le acompañaba Maikel Antunes, un hondureño bajito y robusto, moreno de piel y con una densa mata de pelo rizado. A la pareja la llamaban los «Jacksons», en honor al rey del pop y haciendo referencia a sus nombres y al llamativo contraste de sus tonos de piel. En casos de robos de coches solían encargarse de identificar posibles compradores y vías de salida de los vehículos robados.
Pere Capdevila, conocido como Wiggum, y Sonia Moyá, una atractiva mujer rubia de pelo corto y cara redondeada, se encargaban normalmente de los asuntos relacionados con la seguridad. A más de uno le hubiera gustado echarle los tejos a la agente, pero todos apreciaban mucho a su marido y más aún a sus hijos, dos mellizos rubios de cuatro años que causaban sensación cada vez que se dejaban caer por la comisaría. Aun así, su belleza le había supuesto algún apuro en el trabajo; como la vez en la que un compañero (del que nunca pudo averiguar su identidad) estuvo varios meses enviándole flores y bombones al trabajo, o incluso la vez en la que un detenido le echó los trastos mientras ella le esposaba.
Por último estaba Felipe Rodríguez, el mejor amigo de Matías, su mano derecha y en esos momentos una de sus principales preocupaciones. Hacía pocas semanas que le habían detectado un tumor maligno y para la consternación de todo su equipo, sus amigos en el cuerpo, se encontraba de baja luchando por resolver el caso más importante de su vida. Matías se había negado a reemplazarlo, ni siquiera quería oír hablar de aquella posibilidad. Así que ellos cinco serían los encargados de resolver el caso de robo de coches más extraordinario de todos los tiempos, el robo en la nave A-122.
—Inhibida… —repitió Matías.
Dado lo parco en palabras que había sido su compañero, la agente Moyá, bastante más locuaz, algunas veces demasiado para su gusto, comenzó a explicar la situación que se habían encontrado al llegar allí.
La nave contaba con dos puertas: una metálica abatible, amplia y robusta, que daba a la calle principal por la que se accedía al recinto, y una más pequeña, la de servicio, que daba a un pequeño callejón lateral. Esta última era por la que había entrado Marina cuando descubrió el robo. Ninguna de las dos parecía haber sido forzada. La puerta grande, la única por la cual los ladrones podrían haber sacado los vehículos, contaba con un sistema de apertura que cumplía sobradamente con los parámetros de seguridad recomendados; por lo tanto, todo indicaba que habían utilizado una copia de la llave para salir. Solo había cinco copias registradas, todas controladas por gente de confianza. El problema radicaba en que una de ellas se guardaba habitualmente en un armario metálico dentro de la propia nave… y aquello era como escribir el pin del teléfono móvil en su parte trasera: cualquiera que conociera la existencia de esa llave podría haber realizado una copia fácilmente. La puerta pequeña era harina de otro costal… Una puerta compacta, sí, pero con una seguridad fácil de burlar.
—Es decir. Si alguien hubiera hecho