La nave A-122. Julio Carreras
casillero metálico. En ese caso…
—Pufff... ¡Cállese, Moyá!, que se enreda más que dos pulpos haciendo judo. Que los Jacksons se encarguen de eso... Hagan una lista de las personas que tienen acceso a las llaves. Las tendremos que interrogar. Averigüen si la llave de la puerta principal se puede copiar fácilmente, cuánto tiempo llevaría, dónde se puede hacer un duplicado y si alguien sospecha que alguna de ellas pueda haberse despistado por un tiempo.
—¿Y la alarma?
La joven agente no se tomó a mal el despecho de su jefe. Ella también acostumbraba a lanzarle «joyitas» cuando tenía la menor ocasión. Era su niña mimada, la única que se podía conceder la licencia de soltarle alguna que otra barbaridad y ya le había demostrado en más de una ocasión que, aunque las palabras le perdían y se distraía fácilmente, era testaruda y tenía una sagacidad envidiable. Además, él la necesitaba para controlar a Wiggum. Matías no se fiaba del todo de este último; era un genio en lo suyo, un maestro de la informática y la seguridad, pero solo se aplicaba en las tareas que le gustaban y era un completo desastre en lo demás. Sonia Moyá y Pere Capdevila se complementaban a la perfección. El uno sin el otro serían una pesadilla para cualquier inspector, pero los dos juntos, con sus defectos y sus virtudes, funcionaban como un reloj suizo.
—La alarma tampoco ha saltado. Puede que conocieran la contraseña, pero me inclino más por que hayan utilizado un inhibidor.
—¿Y qué hay de las cámaras? —dijo señalando al anacrónico equipo alargado que les apuntaba desde lo alto en una esquina de la nave.
—Imagínese —respondió Wiggum de forma despectiva—, lo han tenido chupado. Solo hay una que vigila el interior de la nave. La han inutilizado con un spray.
—Una práctica habitual —añadió la agente Moyá sin dirigirse a nadie en concreto, pero conocedora de que así aclaraba la situación a los empleados de la nave, que seguían en silencio las conversaciones sin atreverse a interrumpir.
—¿Se sabe cuándo fue?
—Ni idea. No sabemos cuánto tiempo lleva así. La nave está cerrada con lo que la cámara da señal oscura en todo momento —añadió su canoso compañero.
Aquel era un pequeño pero importante detalle, el tipo de observaciones que Matías valoraba. Quienquiera que fuese el que la había inutilizado sabía que aquella cámara, mientras la nave estaba cerrada, daba una señal negra en los monitores, así que los vigilantes no se darían cuenta nunca de que la habían boicoteado hasta que se descubriera el robo. Otra pista que apuntaba a alguien de dentro.
—Así que estamos ciegos en el momento del robo… ¿Y qué hay de las cámaras exteriores?
—No se lo va a creer… —Sonia miró a hurtadillas a Wiggum antes de responder a su jefe—. Ninguno de los vigilantes de seguridad ha visto nada sospechoso.
Por primera vez desde que llegó, su jefe mostró cierta perplejidad. Todos conocían perfectamente aquella manera de enarcar las cejas.
—Explíquese…
—En el centro de operaciones del Consorci se reciben las imágenes de todas las cámaras situadas en los exteriores de la Zona Franca. El recinto es gigante, cerca de seiscientas hectáreas en las que hay registradas más de trescientas empresas. Obviamente las imágenes van saltando cada pocos segundos en un bucle y no se puede ver todo lo que está pasando en cada lugar en todo momento. Tratándose de sesenta y nueve coches las cámaras tuvieron que captar algo, pero no ha sido así. Hemos preguntado a todos y cada uno de los vigilantes que han entrado en turno desde el día de Nochebuena y nadie ha visto nada.
—¿¡Cómo que nadie ha visto nada!? ¿¡Quiere decir que los vigilantes del Consorci son todos ciegos!? ¿¡Pero qué es esto, la maldita hermandad de Stevie Wonder!?
Moyá sabía que aquello no iba en serio. La acidez de los comentarios de su superior era de sobra conocida por todos los que habían trabajado con él. Aun así, se sintió incómoda ante la posibilidad de que los trabajadores de la nave le pudieran haber oído.
—Consígame copia de todas las grabaciones de la Zona Franca desde el día veintitrés hasta hoy. ¡Ah!, y busca también grabaciones de empresas cercanas.
Como siempre, su jefe iba un paso más allá, pensó para sus adentros. No quería solo ver lo que habían visto los vigilantes del Consorci, quería verlo todo.
—Capdevila —esta vez se dirigió a Wiggum con voz más conciliadora—. Lo de siempre, la lista de todas las llamadas que se hicieron a través del repetidor de telefonía más cercano, contraste comunicaciones, bla, bla, bla.
Aquella era una práctica habitual. Tendrían que sacar un listado de todas las llamadas que se habían hecho durante esos días en la zona cubierta por el repetidor más cercano, descartar las realizadas por las personas que tuvieran una coartada clara —trabajadores, vigilantes, etc.—, para luego comenzar a cruzar los números de móvil de las llamadas realizadas con otras similares hechas en el resto de los escenarios del crimen, cuando los tuvieran.
Matías dejó momentáneamente de lado a Sonia y Pere para centrarse en las primeras averiguaciones de los Jacksons y en algunos otros detalles que había anotado previamente en su libreta. Era evidente que quienesquiera que fueran los ladrones, independientemente de cómo se las apañaran para llevarse los coches de allí, necesitaban las llaves de todos ellos. Pero había algo que no le cuadraba, que le olía a chamusquina, y la chamusquina, que nadie sabe cómo huele, le venía de perlas para tener un hilo del cual tirar.
Según le informaron, las llaves de los coches de la nave A-122 estaban generalmente guardadas en un armarito metálico, el mismo al que había hecho referencia Moyá en su aturullada explicación. Lo que resultaba ciertamente llamativo es que, a pesar de que el armario había sido hallado abierto, señal de que los ladrones habían tenido acceso a ellas, siguieran allí después del robo. ¿Habían tenido los ladrones la molestia de devolver todas las llaves a su correspondiente casillero? Sería una idiotez por su parte, una inútil pérdida de tiempo. Desde luego era algo extraño, no era un modus operandi muy habitual y solo encontraba una explicación posible: que los ladrones hubieran hecho copia de las llaves con antelación, algo que no era baladí y llevaba su tiempo, una nueva pista que apuntaba a la implicación de alguien de dentro.
Los empleados de la nave, que no perdían ripio de las pesquisas de los agentes, cada vez eran más conscientes de que las principales sospechas recaían sobre ellos y se debatían, cada uno en su fuero interno, entre el recelo hacia sus compañeros y la confianza en que los agentes estuvieran equivocados.
El inspector volvió a tomar una serie de notas en su mustia libreta sin dejar de observar constantemente a su alrededor con el ceño fruncido. Nadie era capaz de adivinar qué le pasaba por la cabeza pero todos, especialmente los agentes allí presentes, seguían atentamente sus pasos.
—¡Antunes! ¿Qué hay de las primeras declaraciones de los testigos? —dijo señalando a los empleados y vigilantes de seguridad que estaban allí confinados.
El agente, que estaba apoyado sobre el capó de uno de los vehículos, se acercó sin demasiada prisa hasta su jefe.
—Pues fíjese que hemos hablado con la mayoría y todos tienen coartada —respondió con un marcado acento catracho1 del cual no había logrado desprenderse a pesar del tiempo que llevaba en España—. Dicen haber pasado las navidades en familia, tres de ellos incluso fuera de Barcelona.
—Está bien. Dígales a todos que mañana por la mañana les interrogaremos de nuevo. Quiero que todo el mundo esté localizable, ¿entendido? ¡Ah!, y hágame un resumen con el perfil de cada uno.
El día de Nochebuena había sido festivo en casi la totalidad de empresas de la Zona Franca, por lo que no parecía casualidad que el robo se hubiera perpetrado precisamente en aquella fecha. Pero, ¿cómo era posible que los vigilantes de guardia no hubieran visto ni oído nada? ¡Eran sesenta y nueve coches antiguos! Necesitaban revisar los videos grabados por las cámaras de seguridad para comprobar en