La nave A-122. Julio Carreras
es como meter a las Spice Girls de teloneras en un concierto de Metallica!
—Ja, ja, ja. ¡Vamos, Matías! Si es un caso fácil para ti… Así aprenderás a ser más cuidadoso. Y por cierto, Fonseca, te lo repito: al mismo nivel que tú. Esmérate o no seré yo quien te quite del caso. ¡Buenas noches!
Aquello sí que era un problema. De todas las condiciones que le podrían haber impuesto, aquella era con todas la peor. Él seguiría al mando del grupo, pero tener dentro a un inspector enchufado por alguien de arriba era como meterse a la suegra en la cama: no se iba a sentir ni cómodo ni libre.
Cuarenta minutos más tarde, Martínez le contactó por teléfono. Su voz delataba juventud, algo que ya se imaginaba. Se necesita ser joven para trepar bien. Su primer instinto fue evitar la conversación, estaba de mal humor, pero cambió de idea, cuanto antes pasara el mal trago, mejor.
—Hola, chico. Ya me han dado la buena noticia de que tengo que llevarte conmigo.
—Siento el malentendido, inspector Fonseca. Pero mis órdenes son que trabajemos juntos en el caso — respondió de manera firme.
—¿Juntos en el caso? ¿Como en las películas...? —resopló—. ¿Como Starsky y Hutch? ¿Cuál te pides ser?
—No sé cuál de los dos era, pero el que ligaba más.
La descarada respuesta le pilló por sorpresa. No supo reaccionar rápido, así que optó por omitir cualquier comentario y ponerle al tanto de los hechos. De manera escueta. Al día siguiente por la mañana se verían en comisaría y le contaría todo con más detalle de camino a la Zona Franca.
—Te espero a las nueve en mi despacho. No te olvides de decirle a tu mamá que te prepare el bocata de nocilla. —Colgó.
Aquel maldito enchufado no le había dado la impresión de ser alguien a quien podría torear fácilmente. Estaba receloso, así que antes de que se hiciera tarde hizo un par de llamadas para investigar un poco a su nuevo compañero.
Para ser justo, por las referencias que pudo obtener, parecía que se trataba de un chico hábil. Había resuelto no menos de una docena de casos complicados y pudo constatar que incluso había tenido un par de reconocimientos meritorios. Sin embargo, eso no bastaba para querer tenerlo a su lado.
Al tercer calimocho le llegó por correo electrónico la ficha de su nuevo compañero. Para entonces, Led Zeppelin ya le había dado el testigo a los Kinks. Abrió el documento y se quedó mirando fijamente la foto de Martínez. Tenía treinta y tantos años y aun así, aparentaba menos. Aquel espigado joven con el pelo engominado, ojos color musgo y sonrisa fácil parecía una persona resuelta y eficaz. Vestía de manera juvenil y se notaba que frecuentaba el gimnasio.
El clásico perfil que volvía locas a las jovencitas.
—¡Menos mal que no tengo hijas! —murmuró.
1 N. del A.: hondureño.
CAPÍTULO DOS
MAX ROUGET
22 de junio de 1940
Lo primero que hizo Max Rouget al pisar tierra firme fue escupir al suelo. Estaba de muy mal humor. Su sitio estaba en el frente, cerca de la acción, y no en el sur del país, lejos del enemigo, como si fuera un gallina. Un maldito gallina. Aquello era lo último que se esperaba cuando seis meses atrás se alistó en el ejército, justo al día siguiente de cumplir los dieciocho años.
¿De qué le había servido jugarse el cuello en cada una de las contiendas en las que había participado, las largas noches de angustia en aquellos campos sembrados de desolación, el frío y la penuria en las trincheras? ¡De nada! Arrastrarse por los peores rincones del tablero de juego para después volver a la casilla de salida.
París había caído, el cobarde de Petain había firmado un armisticio con el Tercer Reich, De Gaulle había huido a Gran Bretaña y los alemanes avanzaban rápidamente tras romper la Línea Maginot. La guerra estaba resultando un completo desastre y aquello eran malas noticias. Para Francia y para él.
Si hubiera que definir a Max en pocas palabras bastaría con elegir tres. Pragmático, sin principios. Combatir en la guerra era una simple derivada de su forma de ser. No tenía aires de grandeza, ni tampoco era un gran patriota. Nunca lo había pretendido y, a pesar de que sus amigos y familiares habían visto en su decisión de enrolarse en el ejército un acto cargado de honor y valentía, sus objetivos eran bien diferentes. Desde que tenía uso de razón sabía que no quería ser como su padre, un modesto zapatero afincado en Brest. Le avergonzaba su humildad y cómo denostaba el apellido de sus antepasados: los Rouget. A diferencia de sus hermanos mayores, dos paletos cuya máxima ambición era heredar el infructífero negocio de su progenitor, él aspiraba a mucho más: a ser rico, influyente, a llevar de nuevo el apellido de su familia al lugar donde le correspondía. Y qué mejor ocasión para huir de su destino que una guerra. Las guerras vuelven poderosos a los inteligentes y desgraciados a los necios. Él siempre había sido avispado y estaba seguro de que en medio del revuelo encontraría la manera de prosperar rápidamente.
A pesar de lo dramático de la contienda, para Max los últimos meses habían servido para ganar confianza en su plan. No se atrevía a decir que se trataba de una señal divina, desde luego, pero las dos veces que había salvado la vida de milagro reforzaban la firme creencia de que su sino estaba lejos de las suelas de cuero, cordones y remaches. Lejos de su familia.
La primera fue en la batalla del río Mosa, en Sedán, por donde los tanques alemanes tenían que pasar tras atravesar las boscosas colinas de las Ardenas. Él y otros cuatro compañeros esperaban escondidos en el linde de un espeso bosque de robles. A pesar de estar en primavera, el día era frío y la incesante llovizna agravaba la desagradable sensación térmica. Max llevaba días con tremendos retorcijones por haber bebido agua estancada en un abrevadero y, aunque las órdenes eran que debían permanecer juntos en todo momento, se las apañó para convencer al cabo Gaillard de que era mejor que le dejasen separarse del grupo durante unos minutos. Apenas había andado veinte metros cuando dio con un hoyo de dimensiones considerables, resultado de la explosión de un mortero. La tierra, aún humeante por el impacto, desprendía un agradable calorcillo, así que se metió allí dentro para tratar de aliviar su quejumbroso estómago. El acogedor agujero hizo que se demorara más de lo normal en su faena y gracias a ello se libró de estar en el preciso lugar donde un misil alemán acabó con la vida de sus compañeros. Evitó dar muchos detalles a sus superiores sobre el incidente y la suerte, además de la vida, le valió para ocupar el puesto de Gaillard.
La segunda fue unos días más tarde en Sivry. Aquello era un infierno, guerra en estado puro. La división Panzer de Rommel avanzaba como una apisonadora hacia la frontera franco-belga, repleta de búnkers, nidos de ametralladoras y barricadas para frenar a los carros de combate. El estruendo de las bombas no cesaba y el humo y resplandor de los innumerables fuegos cercanos eran una reproducción perfecta del infierno. Era difícil sacar la cabeza de las trincheras sin oír silbar las balas anunciando la muerte. En medio de aquel caos una voz sobresalía, la del capitán, que no dejaba de chillar: «Tenemos que salir de aquí cagando leches». Max no estaba por jugarse el tipo, pero quedarse agazapado era la peor opción, así que se incorporó y salió corriendo junto al resto de hombres de su pelotón. Cuando abandonaron su parapeto, los proyectiles alemanes se cebaron con ellos y varios de sus compañeros cayeron heridos antes incluso de haber comenzado a correr, pero la suerte, de nuevo, fue su aliada. En medio de la carrera hacia la muerte, un cuervo que surgió de la nada se interpuso entre él y la bala que llevaba su nombre. El desventurado pájaro no pudo frenarla, pero la desvió lo suficiente para que esta pasara a escasos milímetros de su casco. Seguramente aquel fue el único cuervo al que se le ocurrió aterrizar en un campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial, pero fue lo suficientemente oportuno para salvarle de nuevo la vida.
Aquellos dos incidentes no pasaron desapercibidos para sus compañeros, que le habían comenzado a llamar Rouget le chanceux2. Al principio le hizo gracia, incluso se vanagloriaba de ello, pero su habilidad para esquivar