Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila

Antología: Escritores africanos contemporáneos - Helon  Habila


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idioma solo hablado entonces por una minoría blanca.

      Finalmente, Cat Hellisen incursiona en el relato fantástico ubicándose en esa zona límite entre un contexto reconocible y familiar y lo extraño, con una voz peculiar que sorprende y atrapa.

      De Uganda presentamos un cuento de Doreen Baingana, en el que un hombre musulmán convertido al cristianismo quiere enseñar una lección a su pequeña hija, narradora de la historia. Uganda era antiguamente el Reino de Buganda, y se independizó del Reino Unido en 1962. Un poco más del ochenta por ciento de su población es cristiana, entre católicos y protestantes, y un doce por ciento, musulmana.

      De la keniata Lily Mabura se incluye un relato donde la mitología y la cultura tribal se entrelazan con los duros momentos históricos del país durante la colonización, como el campo de concentración de Hola, uno de los tantos que los británicos establecieron en el territorio. Kenia obtuvo su independencia del Reino Unido en 1963. Las primeras elecciones libres y democráticas tuvieron lugar en el año 2002.

      Kenia es también el país de origen de Binyavanga Wainaina, un autor que saltó a la popularidad con la publicación en la revista Granta de su artículo “How to write about Africa”, en el cual satiriza todos los lugares comunes asociados al continente africano en la literatura. En el relato que inicia esta antología, Wainaina aborda la dificultad de las elecciones personales, sobre todo en relación a las expectativas familiares.

      Patrice Nganang, oriundo de Camerún, narra la historia de un hombre negro en la Alemania de 1903. Camerún fue colonia del Imperio alemán hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, para luego ser dividida entre el Imperio francés y el británico. La mala relación entre la mayoría francófona y la minoría anglófona se mantiene hasta el día de hoy, varios años después de lograda su independencia.

      Por último, Abdourahman Waberi, de Yibuti, nos envuelve en una historia surreal y poética que elabora en clave simbólica la realidad bajo el dictador somalí Mohamed Siad Barre, quien gobernó Somalia entre 1969 y 1991. Yibuti es una pequeña nación de casi ochocientos mil habitantes, entre los cuales los somalíes y el pueblo afar son los grupos étnicos más numerosos. Obtuvo su independencia de Francia en 1977.

      Queremos agradecer a todos los autores, que han recibido con entusiasmo y excelente disposición este proyecto, y a la generosidad con que han compartido no solo sus relatos, sino también sus consejos.

      Esperamos que este sea solo el inicio de una larga sucesión de historias que nos ayuden a combatir la historia única. Porque de eso se trata Empatía.

      Binyavanga Wainaina nació en 1971 en Nakuru, Kenia. Estudió en la universidad de Transkei (Sudáfrica), y posteriormente completó su doctorado en Escritura Creativa en la Universidad de East Anglia (Inglaterra). Trabajó en Cape Town durante algunos años como escritor freelance de comida y viajes. En julio del 2002 obtuvo el Caine Prize con su relato “Discovering Home”. Fue fundador de la revista Kwani?, la primera revista literaria en África Oriental desde Transition Magazine. Su ensayo satírico “How to write about Africa” fue publicado en la revista Granta en el 2005, con amplia repercusión. En el 2003 fue galardonado por la Kenya Publisher‘s Association en reconocimiento a su labor al servicio de la literatura keniata. Wainaina ha coleccionado más de 13.000 recetas de todas partes de África, y es un experto en cocina africana tradicional y moderna. Publicó artículos, ensayos y relatos en diversos medios y la autobiografía Some day I will write about this place: a Memoir (Graywolf Press, 2011).

      He vuelto a casa.

      Nos sentamos en el comedor y conversamos desde el desayuno hasta el almuerzo, la mesa cubierta de platos con huevos solidificados. De tanto en tanto mi madre me tomará la mano y revisará mis uñas; se meterá un dedo en la boca que emergerá para quitar una mancha en mi frente o suavizarme las cejas. Se levanta para limpiar la mesa. Está ajustando su radar, como solía hacerlo cuando éramos chicos, medio dormida, arrastrando apenas los pies en su caftán, alterada por algo intangible.

      Están preocupados por mí, y por primera vez en mi vida, lo suficientemente preocupados como para no sacarlo a colación. Hace tiempo que no hablo con ellos sobre mi carrera universitaria interrumpida. Ellos lo saben. Yo lo sé.

      Me atormenta la culpa y evito a Baba. Hasta ahora ha estado gracioso –no dijo nada. Todo ese dinero desperdiciado en mi carrera.

      No sé cómo explicarles mi situación. Camino más allá de la línea de jacarandás que bordea las casas gubernamentales. Me desvío del camino principal y sigo el sendero, evitando la ruta matutina que Baba sigue hacia su trabajo. Hay una casita descolorida aquí, justo en la esquina, con un gran jardín rocoso que se extiende cuesta abajo hasta la Casa de Gobierno.

      Antes tenía una piscina –que ahora se ha vuelto gris y verde, y vacía. Es una de las muchas casas que les dieron a los hijos del viejo Bomett, cuya hermana estaba casada con el presidente.

      Se cuentan historias sobre los chorros de vapor, que son los fantasmas de viejos guerreros masáis tratando de alcanzar el cielo y traídos de vuelta por la fuerza de gravedad del infierno. Los oí llegar anoche, a los moran masái y su ganado. El olor penetrante a orina y bosta inundó nuestra casa; y las viejas canciones guturales, y los cencerros. Cantaron toda la noche, y durante un instante pude simular que el tiempo había vuelto atrás y yo me sentaba con ellos, como un nómade bíblico, o como debieron haberlo hecho mis tatarabuelos.

      Decido pasar algunos días dando vueltas, para evitar a mis padres, seguir un camino y pensar en otras cosas que no sean lo que anda mal con mi vida. Qué maravilloso sería, pienso, si fuera posible pasarme la vida habitando las formas y los sonidos y las pautas de otra gente.

      * * *

      Tengo un trabajo de medio día. Conduciendo por el centro y el este de la provincia con la tarea de convencer a los granjeros de que empiecen a sembrar de nuevo algodón. Me dieron un auto y un conductor. Baba y algunos amigos invirtieron en una vieja desmotadora de fibras que el gobierno estaba privatizando. Me preguntó si quería hacer un trabajo de extensión de agricultura para ellos. Dije que sí. Están empezando a tenerme confianza. Hasta ahora estuve ayudando a mi madre en su pequeña florería y haciendo mandados. Me prometí no leer ninguna novela sentado detrás del mostrador. A veces hago un viaje relámpago al club y me siento en el baño durante media hora con un libro y un cigarrillo, pero en general he estado presente en el mundo. La semana pasada, en el desayuno, estaba exponiendo alguna que otra teoría y Baba estalló: “No entiendo, no entiendo, eres tan inteligente, no entiendo por qué eres tan…”. Mamá le mandó una advertencia brusca por sobre la mesa, y él se levantó y se fue.

      Mi colega Kariuki y yo estamos en camino a Mwingi en una pick-up Nissan nueva y veloz. El camino hacia la represa de Masinga es monótono, y la música comercial que suena en la radio ha tomado el control de mi mente, masticando, tratando de digerir un vacío.

      I doneverreallywannaKillTheDragon…

      Revolotea por mi cabeza como una mosca demente, siempre un poco demasiado rápida para atraparla y aplastarla. Trato de sacar conversación, pero Kariuki no es muy hablador. Se sienta encorvado sobre el volante, el cuerpo tenso, la cara torcida en una mueca. Cuando no maneja, en general es muy relajado, pero los autos parecen despertar algún demonio en su interior.

      Para ser honesto, Mwingi no es un lugar que quisiera visitar. Es un distrito nuevo, semiárido, y no hay nada ahí que valga la pena ver o hacer. Excepto comer cabra. De acuerdo con el Registro Nacional No Oficial de Calidad de Carne de Cabra, la cabra de Mwingi le sigue solo a la de Siakago en gusto. Me contaron que un emprendedor de Texas empezó un rancho de cabras para proveer a los diez mil keniatas que viven ahí. Está haciendo una fortuna.

      En estos años que pasé viviendo en Sudáfrica, conduje a través de cabras que me miraban con arrogancia, masticando despreocupadas, y desafiándome a que empuñara mi cuchillo.

      Es tiempo de revancha.

      Es por eso que nos levantamos a las seis de la mañana, con la esperanza de terminar todas las burocracias posibles para


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