Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila
Me adormezco, y el sol brilla para cuando me despierto. Estamos a treinta kilómetros de Mwingi. Hay un cartel en uno de los caminos polvorientos que sale de la autopista, un dibujo maravilloso de un pájaro flaco y rojo y un aviso con una flecha: “Gruyere”.
Me da curiosidad, y decido que deberíamos investigar. Después de todo, pienso, sería bueno ver en terreno cómo es la Situación del Cultivo de Algodón antes de ir a la Oficina de Agricultura del distrito.
Nos lleva unos veinte minutos por el camino llegar a Gruyere. Esta parte de Ukambani es seca, un paisaje de arbustos duros y polvorientos. Aquí, a diferencia de la mayoría de los lugares de Kenia, la gente vive lejos de los caminos, así que uno tiene la ilusión de que el área está escasamente poblada. Estamos en el centro de un pueblito. Tres negocios de cada lado y un cuadrilátero central de polvo abatido en el que se sientan tres jirafas gigantes talladas en madera esperando ser transportadas a los mercados de curiosidades de Nairobi. No parece haber nadie. Salimos del auto y entramos a Gruyere, que resulta ser un bar.
Se ve tan suizo como puede ser cualquier cosa en Ukambani. Una estructura simple con piso de cemento y amoblado básico. Noto un enfriador de bebidas ingenioso: una pequeña caverna en el piso de concreto donde la cerveza y las gaseosas se enfrían en agua. Entra el propietario; lleva puesto solo un kikoi. Tiene la piel roja como un tomate por el sol. Nos da la bienvenida y yo me presento y empiezo a conversar, pero pronto descubro que no habla inglés ni kiswahili. Es suizo, y habla solo francés y kamba. Mi francés está un poco oxidado, pero alcanza para conseguirme una cerveza, servida por su esposa. Ella tiene la piel del color del chocolate amargo y es bella en la forma en que solo pueden serlo las mujeres kamba, piel suave como de bebé, ojos separados y una disposición de rasgos que parece siempre al borde de la malicia.
Cuando le pregunto cómo fue que su marido cayó en Mwingi, se ríe. “¡Sabes que los mzungus siempre tienen ideas raras! Ahora es un mKamba, no quiere saber nada con Europa”.
Veo una bicicleta que se acerca a la distancia, un hombre increíblemente grande encaminándose hacia nosotros, sus piernas cortas pedaleando con furia.
Entra el hombre más jovial que jamás haya visto, gordito como un montón humeante de ugali, resplandeciendo de bonhomía y secándose arroyos de sudor de la cara. La mujer de Gruyere me dice que es el jefe local. Me paro y lo saludo, y luego lo invito a unirse a nosotros. Se sienta y pide una ronda de cervezas.
“¡Ah! ¡No pueden estar tomando té aquí! ¡Esto es un bar!”
Brilla de nuevo, y yo juraría que en algún lado un shamba completo de flores está floreciendo. Trato de deslizarme hacia el tema del algodón, pero me ignora.
“Entonces”, dice, “¿te vas a Sudáfrica con mi hija? Ella está en casa, sentada, no puede conseguir trabajo –las kambas son buenas esposas, sabes, ustedes los kikuyu no saben lo que es pasarla bien”.
No puedo negarlo. Se inclina hacia mí, sus ojos redondos como la luna llena, y me cuenta una historia sobre un mayor retirado que vive por allí y que tiene tres esposas jóvenes que se quejan de sus exigencias sexuales. Los padres del vecindario están preocupados porque sus hijas a menudo le hacen ojitos cuando está cerca.
“Sabes”, dice, “ustedes los kikuyu no pueden pensar más allá de sus narices. Cultivan maíz en cada palmo de tierra disponible y cubren los sofás con plástico. ¡Ja! Y luego, ¡en la cama! ¡Bwanaa! ¡Hasta el sexo es un trabajo! Pero los kambas no somos perezosos, trabajamos duro, cogemos bien, jugamos duro. ¡Así que bebe tu cerveza!”.
Decido rescatar la reputación de mi comunidad. Ordeno una Tusker.
Para las once, hay una mesa completa de gente, todos brillando bajo los rayos de sol del jefe. Mi lengua redescubrió su francés y converso con monsieur Gruyere, que no es muy hablador. Parece estar bajo el hechizo del lugar; mientras bebemos, puedo ver sus ojos recorriendo a todos. No parece estar demasiado interesado en la sustancia de la conversación; está más ocupado en el ambiente.
Es mediodía cuando finalmente decido excusarme. Tenemos que llegar a Mwingi. Kariuki se ve algo borracho, y recién ahora el jefe muestra interés en nuestra misión.
Llegamos a la Oficina de Agricultura del distrito. Nuestra reunión ahí es felizmente breve, y obtenemos toda la información que necesitamos. El jefe nos guía a través de un laberinto de callejones hasta la mejor carnicería/bar de la ciudad. Él, por supuesto, es muy conocido aquí y le dan el cubículo vip. Blandiendo su estómago como un imán sexual, irrumpe en una mesa de chicas jóvenes alentándolas a que se unan a nosotros.
Susurra, en tono conspirativo: “Ustedes los solteros deben estar hambrientos de compañía femenina, considerando que pasaron la mañana entera sin sexo”.
Más tarde nos dirigimos al carnicero, que tiene pilas y pilas de carcasas de cabra descabezadas. Ya estoy salivando. Ordenamos cuatro kilos de costillas y mütura, salsa de sangre.
La mütura está caliente, especiada y rica; las costillas, tiernas y llenas de la acritud de las hierbas.
Después de un par de horas, me empiezo a sentir incómodo con los niveles de placer a mi alrededor. Quiero volver a mi habitación barata de hotel, asentarme en un libro lleno de realismo y prosa despejada. ¿Tal vez Coetzee? Eso me hará de nuevo protestante. Naipaul. Algo malintencionado y vigorizante.
“¡No, no, no!”, dice el Señor Jefe. “Tienes que venir a casa, en el pueblo; necesitamos hablarle del algodón a la gente de allí. Seguro que no vas a conducir de vuelta después de todas esas cervezas. ¡Duerme en mi casa!”
De regreso en la casa del jefe, me acuesto a la sombra de un árbol del jardín, leo el diario, y duermo.
* * *
“¡Despierta! ¡Vamos de parranda!”
Estoy decidido a rehusarme. Pero los rayos del rostro del viejo jefe me envuelven. Para cuando nos bañamos e intentamos que nuestra ropa mugrienta se vea respetable, ya anochece.
Solo hay espacio para dos en la parte delantera de la pick-up, así que me siento atrás. Me consuelo con la vista. Ahora que el resplandor del sol se diluye, se revelan toda clase de florcitas escondidas de colores extravagantes. Como si, al igual que el jefe, desdeñaran la frugal falta de humor que uno considera necesaria para prosperar en este recipiente de polvo. Atravesamos varios lechos de río secos.
Nos alejamos tanto del camino principal que ya no tengo idea de dónde estamos. Eso le confiere al terreno que me rodea una repentina inmensidad. El sol es una yema de huevo de corral a punto de derramarse en el cielo. La caída del día se vuelve una batalla. Los pájaros luchan frenéticamente, revoloteando agitados, una estridencia insoportable.
Paso un rato observando al jefe a través del parabrisas trasero. No paró de hablar desde que salimos. Kariuki se está riendo.
Está oscuro cuando llegamos al club. Puedo ver un techo de paja y cuatro o cinco autos. No hay nada más alrededor. Estamos, parece, en el medio de la nada.
“Esta noche va a estar lleno”, dice el jefe. “Fin de mes”.
Tres horas más tarde, me deslizo por una vasta meseta de semisobriedad que parece no tener fin. El lugar está repleto.
Más horas después, estoy parado en una fila de gente afuera del club, un coro de brillantina líquida formando un arco en lo alto que luego desciende, se acerca. Sobre nosotros, la nada dócil de la noche enorme nos empuja a movernos.
Empieza una conocida canción dombolo, y una onda de agitación recorre la multitud. Esta piel de gallina comunal despierta el ritmo en nosotros, y todos salimos a bailar. Un tipo con un yeso en la pierna se apoya en su muleta, desplazándose como un títere. El interior de todos los autos está iluminado; adentro, las parejas hacen lo que hacen. Las ventanas parecen ojos refulgentes de excitación, mirándonos en el centro de la escena.
Todo el mundo está bailando el dombolo, una danza congolesa en la que tus caderas (y solo tus caderas) se supone que se muevan como un rulemán de mercurio. Para hacerlo bien,