Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila

Antología: Escritores africanos contemporáneos - Helon  Habila


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de la misma manera en que Jesús fue tentado. Entonces engulló el resto de la carcasa, enviando hacia mí aún más olores antes de arrastrarse por la pila, satisfecho. Pero no se fue. Mantuve los ojos en él mientras se sentaba a poca distancia de donde yo estaba y se limpiaba con sus lamidas, la larga lengua rosada entrando y saliendo con rapidez como una llama pálida. Bostezó mostrándome sus finos colmillos amarillentos, los ojos rosados aún lascivos, y ahí nos quedamos, observándonos; él, lánguido; yo, enojada y asustada.

      El hambre se arrastró por todo mi cuerpo, mi estómago, brazos y piernas, igual que el gato al invadir la montaña de desperdicios. Pero el hambre volvía mi mente aguda y clara, la vaciaba de todo, excepto de una idea: iba a matar a ese gato, no dispararle a un pajarito tonto. Era un demonio que había intuido la santa que había en mí. Los murmullos borrachos de mi padre sobre el bien y el mal empezaban a cobrar sentido.

      Se lo conté esa noche cuando nos sentamos junto a nuestra pared. Abrió mucho los ojos y me observó de manera extraña. ¿Estaba asustado o complacido? No podía saberlo.

      “¿Tú? ¿Un gato?”

      “Sí. Se comió mi pescado”.

      Mi padre se quedó mirándome.

      “No me tuvo miedo. Cree que soy débil”. Y entonces murmuré, tal vez esperando que no me oyera. “Ese gato es un demonio”.

      Mi padre desvió la vista, como para ocultar una sonrisa que había asomado en su cara severa y cuadrada. La sonrisa se convirtió en risitas que salían en pequeñas ráfagas dolorosas, y se tomó el pecho como para detenerlas, pero no pudo. Lo había complacido, pensé. Ahora tosía, así que me paré y le froté la espalda por sobre el saco marrón gastado mientras él se reclinaba, débil pero cálido. Me dijo que esa noche podía comer.

      Mi padre dijo que solíamos tener veneno para las serpientes, pero ya casi no quedaba ninguna; las habían matado a todas o estaban escondidas en el bosque. Por lo que al día siguiente subimos por el camino principal hasta la tienda de Tiíta Sukuma. Todo el mundo la llamaba “Tiíta”; quién no querría estar emparentado con alguien cuya tienda tenía todo lo imaginable, incluyendo palitos negros de dulce que sabían a pomada de zapatos mezclada con banana. Eran de China. Si tuviera la oportunidad de mudarme allí, solo comería dulces. Taata no perdió tiempo con largos saludos, como la mayoría de la gente, pero Tiíta estaba acostumbrada.

      “¿Veneno para ratas?”

      “¿Cómo estás, Namuli?” Solo me miró a mí.

      “Bien, gracias, Tiíta. ¿Tienes veneno para ratas? Estamos sufriendo con tantas ratas”. Yo estaba acostumbrada a hablar por mi padre.

      Registró con la mirada estantes y estantes de jabón azul, cajas de fósforos, gelatina de petróleo, café instantáneo, salsa picante, tazas de plástico, platos y jarros. Le hubiese llevado todo el día revisar todas las cosas que tenía abarrotadas en los estantes.

      “Lo tenía por aquí, hmm... ¿Por qué no se consiguen un gato?”

      “¿Quiere el dinero o no?”

      Me avergoncé. Taata tendría que haber bebido algo antes de venir aquí. Ella se dio vuelta y lo miró con severidad. No le temía. Con una tienda como la suya, yo tampoco tendría miedo.

      “Ah, sí, lo puse lejos para que no cayera en las manos equivocadas”. Miró otra vez a mi padre, luego tomó un banco, lo llevó hacia un rincón oscuro repleto de latas y cajas y unas bolsas hinchadas de plástico azul, subió su voluminosa estructura haciendo un esfuerzo, y tomó un frasco de una fila de coloridos paquetes cuadrados. Se bajó del banco, le sacó el polvo al frasco con un trapo y observó la etiqueta.

      “Ten cuidado con esto, ¿eh? Este veneno es fuerte, no es broma”.

      “¿Quién se está riendo? Podemos leer las instrucciones tan bien como usted. ¿Cuánto es?”

      “Le hablaba a Namuli. Querida, dale esto a tu madre para que lo use, ¿está bien? No lo toques. Solo cinco mil”.

      Tomé el jarro envuelto en una delgada bolsa de plástico negro que mi padre guardaba en el bolsillo. Por alguna razón, Maama le había dado dinero. Ella era como yo; a la larga, hacíamos lo que él quería.

      Cuando íbamos a salir, Tiíta dijo, “Kale, Namuli, saludos a tu madre. Una mujer tan buena”. Meneó la cabeza hacia mi padre, pero él ya se había ido. Corrí para alcanzarlo, estirando mi falda sobre las rodillas.

      Una vez en casa, mi padre estuvo ocupado. Nos fuimos a nuestro sitio y, usando una vara, mezclamos la pasta espesa de veneno con un poco de agua en la mitad rajada de un plato viejo.

      “Ve a buscar un poco de la comida de ayer”.

      Gracias a Dios, mi madre no estaba en la cocina. Encontré algo de salsa de maní y posho, que ahora estaba tan duro como un ladrillo. Taata lo rompió en pedazos polvorientos y lo mezcló con la salsa rosada y el veneno grisáceo. Yo estaba aliviada; había pensado que iba a tener que matar al gato con mis manos. Esto iba a ser fácil.

      “Ok, no lo toques, ¿escuchaste?”

      Asentí, y él entró y empezó a revolver nuevamente entre sus bolsas viejas. Salió de la casa blandiendo un arco y unas flechas bastante decrépitos. La cuerda del arco estaba gastada y floja; el arco, liso con el paso del tiempo. Las flechas eran largas como mis brazos, con las puntas metálicas oxidadas. ¿Yo, usar eso?

      “¿Con el veneno no es suficiente?”, intenté.

      “Eh, Namuli, eso no es matar, es hacer trampa. Solo lo estamos usando para hacértelo más fácil. Quizás después, un arma, ¿por qué no?” Sus ojos brillaron, y rio brevemente como si el demonio también hubiese entrado en él.

      Todo lo que tenía que hacer era decírselo a mi madre y me libraría de esto. Se estaba volviendo demasiado.

      “Ajá, quieres correr a esconderte en las polleras, me doy cuenta. Ve entonces”. Por supuesto, no podía. Me arrodillé en el polvo a su lado mientras él jugueteaba con la pequeña bolsa de piel que había vuelto a sacar. Sus dedos temblaban luchando por abrir las cuerdas que ataban la punta de la bolsa. Supe lo que necesitaba, y salí a conseguirle una botella. Tomó un traguito, la cabeza hacia atrás, luego escupió y tosió. No hizo efecto enseguida; tuve que ayudarlo a abrir la bolsa, tirando del nudo apretado, primero con los dedos y después con mis dientes. “Ahí va”, murmuró. “Usa todo lo que puedas”. Otra vez rascó el fondo de la bolsa y sacó el polvo blancuzco. “Ahora recuerdo”, dijo. “Una cresta de gallo, seca y triturada”, y lo espolvoreó sobre la mezcla que habíamos preparado para el gato. Continuó, “Esto no es fácil, no es simple, pero es necesario, ¿comprendes? Puedes ser –debes ser– dedicada, lenta, metódica, mecánica. No pienses demasiado. Actúa”. Lo haría. Lo haría.

      Mi madre sabía elegir el peor momento para aparecer. “Taata, estás… ¿a qué están jugando ustedes dos ahora?”

      “Gato y niña”. Mi padre rio, y tomó un sorbo de su bebida.

      “¿Qué?”

      “¿Por qué preguntas cuando no vas a entender?” Estaba ocupado tensando la cuerda del arco.

      “Él… nosotros estamos por, uhm, practicar caza”, dije.

      “Katonda wange, Chalisi, ¿cuándo vas a crecer?”

      “Eh, escúchala. ¿Crees que cazar es un juego de niños? Estoy tratando de enseñarle lo que es real: la muerte después de la vida”.

      Los ojos de mi madre se volvieron de un rojo candente. “Basura. Si quieres jugar, juega con fuego. ¿Qué hay de la pila de basura que se suponía que tenías que quemar? Por eso los gatos sucios están aquí todo el tiempo”.

      “Y yo estoy tratando de librarme de ellos. ¿Fuego? Quieres fuego, sí, ok, lo quemaremos. No te preocupes. Solo vete. Ve a verla a Lidiya”.

      Escondí una pequeña sonrisa detrás de mi mano al tiempo


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