Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila

Antología: Escritores africanos contemporáneos - Helon  Habila


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tu almohada”. Mi padre sonrió, sus labios curvando los escasos bigotes.

      Nos mudamos al jardín, no lejos del árbol de mango. Taata se paró sereno, una pierna frente a la otra, firme. Apuntó, un ojo casi cerrado, y en un parpadeo la flecha silbó a través del aire y se clavó en el tronco. Sonó como si hubiera pasado una abeja gorda.

      “Ahora tú”.

      Se paró detrás de mí, ligeramente inclinado, y sostuvo el arco en mis manos, sus dedos sobre los míos. Tensó la cuerda, dirigiéndola hacia mí. El latido de mi corazón apaciguado por sus manos cálidas. “Firme, firme, estira, ahora… ¡suéltalo!”

      Voló de mis manos, rápida y segura, pero luego se curvó y dio en el suelo junto al árbol. “No está mal. Inténtalo de nuevo, estira con dureza, utiliza más fuerza”.

      Lo hice una y otra vez, secándome el sudor de las palmas en el vestido, secándome la frente con las manos. Era mi árbol favorito. Le acerté en el quinto intento, grité y salté. Taata rio. “¿Ves?” El tiro certero, apuntar a algo y darle, mi mente controlando mis ojos, mis manos, el aire, el arco y la flecha, eso era poder. Una ráfaga de placer invadió mis brazos y mis piernas, me di cuenta de que estaba temblando. Tenía que hacerlo de nuevo.

      Tomé las flechas dispersas y se las alcancé a mi padre. No podíamos parar de sonreír. Me puse en cuclillas detrás de él y observé, excitada, cómo hundía la punta de las flechas dentro de la mezcla espesa de veneno para ratas y unas gotas de agua, agregando a la mezcla algunas palabras murmuradas. Juro que escuché algo del latín del cura de la iglesia. Las otras palabras no las conocía, pero sí, necesitábamos que Dios nos ayudara con el demonio.

      Para ser franca, la euforia de puedo-darle-o-no era más aguda ahora que el demonio que había brillado en los ojos del gato, a pesar del sueño que había tenido la noche anterior. El gato había venido hacia mí, sus ojos incandescentes como el infierno, y había refregado su pelaje sucio y gris contra mis piernas, su olor a pescado tratando de sofocarme. Yo tiraba y tiraba de él, pero se aferraba más fuerte a mis piernas, gimiendo, no gruñendo, necesitado, como un bebé hambriento de leche, mientras yo luchaba con él. La cosa llorosa no se iba, su cuerpo estirándose a lo largo, semejante a un elástico denso y resbaladizo. Mientras el gato gemía, empecé a lloriquear con él hasta que finalmente, por suerte, mis suspiros me despertaron. El alivio brotó como sudor. Me senté en la cama y juré no volver a dormir esa noche, pero por supuesto lo hice.

      Pero ahora, ahora el sueño era apenas una sombra, mientras el arco y la flecha se volvían una extensión potente de mi brazo. Más que temor, yo quería ver si podía apuntar con precisión otra vez, y acertar, acertar, acertar.

      El gato se había mantenido alejado mientras nosotros practicábamos, pero ahora estaba tranquilo. Se escabulló otra vez en la pila de basura, que aún era linda y alta y colorida con desechos frescos, el plato roto con comida y veneno haciendo equilibrio en la punta, donde yo lo había puesto. Unas pocas moscas que se posaron no pudieron salir volando. Mi padre me había dicho que no volviera a comer, así podría focalizarme. “Siéntate al sol y espera”, dijo, y lo hice, más cerca de la pila, su olor aguijoneando mis fosas nasales. Mi padre se sentó un poco más lejos, bajo la sombra del árbol de mango, bebiendo como siempre, observando y esperando conmigo. Mi madre no era ni siquiera un pensamiento en mi mente.

      Mientras el sol me golpeaba la frente y mi padre bebía un poco más, empezaron de nuevo sus murmuraciones. “Sacrificio. Para los dioses del padre de mi padre, un pollo era suficiente. Una cabra, quizás, aun una vaca. ¿Pero qué mejor sacrificio que un hombre? El Hijo de Dios, que también es Dios. Lo que mi padre pudo haber hecho, pero muchas, muchas veces. Por el pasado, el presente y el futuro, aun por aquellos que aún no han nacido. Sí, eso es lo esencial: sacrificio”.

      El tono monocorde de Taata se volvió un zumbido incesante en mis oídos al descender el sol. Observé al gato olisquear el plato; luego engulló con rapidez la comida. Se lamió los labios y la cara con la lengua rosa ágil como un dardo, después olió a su alrededor buscando más. Mantuve los ojos en él mientras descendía de la pila, dirigiéndose hacia mí. Se detuvo abruptamente y empezó a toser, sacudiendo su pequeña cabeza blanca de arriba abajo. Tenía que actuar antes de que se fuera. Una parte de mí tosía con él, un eco extraño del gemido en mi sueño. Otra parte de mí también era el gato, levantándose despacio, el cuerpo tenso de determinación, todo brazos, y hombro y músculo y objetivo y estiramiento; todo con la gracia certera del gato. Tirante, tirante, estiré el arco, hambrienta del cuerpo angosto del gato, hambrienta de no errarle.

      Con toda mi voluntad solté la flecha envenenada, y a su veloz toque se unió en ese preciso instante un chillido endemoniado, y lo sentí, lo hice, la punta afilada de metal hundiéndose en el pelaje suave y la piel, el segundo de resistencia, y despues la imposibilidad de todo. Mi mente voló de regreso al momento en que mi madre pasó una aguja por el fuego para luego perforarme los lóbulos de las orejas, uno después de otro, mientras yo, toda temor, sentía mi carne desde adentro, profundamente. Ahora que el sudor me caía en los ojos, vi el rojo brotando del blanco grisáceo, brillante como una flor. Una flor burbujeante que yo había hecho.

      El gato luchó y se resbaló, tratando desesperadamente de arrastrarse, pero yo luché también, con rapidez, mi mente aguda y despejada. Apunté y disparé otra vez, y otra vez sentí la invasión dulce del duro metal frío encontrando, rompiendo y penetrando la suave piel caliente y la carne. Tomé otra flecha envenenada, pero desde algún lugar lejano escuché a mi padre gritando, “¡Detente!”. Me tambaleé, y como el gato que se retorcía, no pude escapar. Yo era su cuerpo; el veneno cobró vida al adueñarse de él, buscando las venas y escurriéndose a través de ellas, corriendo veloz a través del pequeño cuerpo sucio y caliente. Ahora la carne misma se volvía sedienta, rogaba por él, como cuando después de mi ayuno tuve que tomar agua con tanta desesperación que casi me ahogo, y sentí su cauce frío bajando por mi garganta y extendiéndose, con un cosquilleo, hasta la punta de mis dedos.

      El gato tenía que parar de retorcerse y lo hizo, y cayó muerto. Todavía salía sangre, cubriendo el pelaje, alguna vez blanco, con parches púrpuras. Sus ojos rojos permanecieron abiertos. Había cazado su gracia elegante y leonada, y me había quedado con una nada blanda. Iba a tener que tirarlo sobre la pila de basura, y yo también hubiera querido arrojarme allí.

      En lugar de eso, di media vuelta y corrí hacia mi padre, quien con los brazos en alto, llenó el aire con sus gritos de alabanza. Se detuvo el tiempo suficiente como para darme un traguito precioso de su botella casi vacía, por primera vez, y luego continuó gritándole al sol. Qué podía hacer yo, salvo gritar como él, agregando incluso un baile sobre mis piernas temblorosas, hasta que pude gritar y bailar de verdad. Agité el arco y las flechas sobre mi cabeza y grité, “¡Lo hice! ¡Lo hice!”. Mi padre estaba lleno de aleluyas, así que bailé para él, y él se rio. Pero él no había visto los ojos rojos del gato. Aunque habían dejado de brillar, aún no estaban vencidos.

      Di vueltas y vueltas, mi pollera volando, y luego arrojé el arco y las flechas en un gesto de victoria, no de disgusto. Puedo terminar con una vida, yo, Namuli. La danza finalmente, finalmente se detuvo y yo salté y grité más fuerte.

      Mi madre, oyendo toda la conmoción, salió corriendo de la casa. “¿Te has vuelto loca?” Chillaba como el gato agonizante, como yo, solo que más fuerte.

      “¡Maté un gato! Maté…”.

      Ella vino directo hacia mí, y con todo el peso de su maravilloso cuerpo me sacudió por los hombros hasta que mis mejillas temblaron y me callé. Cuando me soltó, caí. Finalmente, como el gato, me dejé ir. Algo tibio brotaba de mí, fluyendo por mi pierna. ¿Sangre? Pis. Pis tibio y ácido. ¿Qué había hecho? Entonces llegaron las lágrimas, y las dejé salir.

      Mi madre seguía gritando, sus clamores llenando el aire como una plaga de grillos mientras trataba de enderezar el mundo que estaba cabeza abajo, trataba de sanarnos, pero era demasiado tarde. Mi padre tiró de mí. “Vamos, estás muy crecida para esto ahora”. Pero yo no podía detenerme. “Ganaste”, declaró, y me volví hacia él. El suelo cubriéndome de suciedad me parecía lo correcto.


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