Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila

Antología: Escritores africanos contemporáneos - Helon  Habila


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penas. Sin hijos varones, esa era su otra excusa, señalando a cualquiera de nosotras que estuviera cerca, como si fuera nuestra culpa. Yo estaba tan asustada y confundida como mis hermanas con el parloteo de toda la gente de la iglesia que había venido a casa a ayudarlo a limpiar el demonio de la poligamia. También estaba celosa, porque pensé que mis hermanas estaban empacando para un largo viaje, hasta que descubrí que tendría a mi padre todo para mí.

      La conversión detuvo su ahogo de penas más o menos durante un mes, y luego empezó a recaer de tanto en tanto. Después de la escuela, era yo quien iba y compraba en secreto waragi crudo en el bar de Obama. Entendíamos que a un santo no se lo podía ver en bares, sobre todo a uno reciente. Obama sabía para quién era, pero no podías pretender que rehusara el dinero. Yo iba muy temprano, cinco de la mañana, antes de que llegasen los bebedores habituales, y él llenaba mi botella de plástico de Orangina con aguardiente claro. Nos sentábamos afuera, mi padre y yo, recostados en la pared más distante de la casa, lejos tanto del camino principal como de la cocina; yo en mi pequeño banquito de bambú que había tomado la forma de mi trasero, él sobre uno de suave madera gastada. Yo dibujaba en el polvo con un palito mientras él daba sorbos en silencio, o murmuraba algo para sí, mayormente sobre el bien y el mal. “Me atrapa el demonio”. “Ah, solo un poquito no hace mal a nadie”. “Todos los dioses tienen que ser uno”. Cuando anochecía, había menos murmullos y más silencio, y él se relajaba dentro de sí mismo, aflojándose la ropa de la religión.

      Del otro lado de la casa, yo podía ver y oler las volutas de humo del sigiri elevándose en el aire, mezcladas con la conversación quejosa de mi madre con nuestra vecina Lidiya. Maama dale que dale con que papá se quedaba en casa todo el día, no haciendo otra cosa que rezar y leer su Biblia, ahí sentado y llamándola “La Obra del Señor”. Después tomaba el control Lidiya, con sus quejas sobre su hombre al que no veía en todo el día; trabajo, trabajo, trabajo, decía, pero ¿quién sabía lo que de verdad estaba haciendo? Suspiraban hondo, hundiéndose cómodamente en sus cargas femeninas, mientras mi padre y yo suspirábamos por cosas más importantes.

      Una noche, el aire pesado con el humo de las cenas, mi padre interrumpió su silencio entrando lentamente a la casa, y yo lo escuché mover su cama de metal y tirar y arrastrar algo pesado. Lo adiviné revolviendo en las viejas canastas que guardaba debajo de la cama. Maama lo había amenazado con tirarle todo, pero mi padre gruñó, “Antes te tiro a ti”, pero por supuesto no lo hizo. En vez de eso dejó de hablarle, y a mí también, lo que pensé que era injusto. Se retrajo en sí mismo, y no solo en términos físicos. Encorvado y taciturno, se había vuelto un fantasma frío en la mesa, uno que recorría las tres habitaciones de nuestra casa llenándolas de un olor amargo. Pero después de una semana, mientras ella servía en silencio la comida, de pronto le sonrió. “Para tener tantas fallas, eres una buena cocinera”, dijo, mientras le daba forma a un pequeño trozo de posho con sus dedos flacos, apretándolo y apretándolo antes de hundirlo en la salsa de frijoles. Nuestras bocas formaron amplias sonrisas blancas, y no hubiésemos parado ni aunque nos hubieran abofeteado. Yo hubiera sido capaz de enfrentarme a mi madre por esas bolsas olorosas.

      Taata salió de la casa con un costal largo, gris y harapiento. Era una pata de vaca, la pezuña oscura colgando en la punta, la bolsa de piel seca y vieja que había perdido la mayor parte de su pelo. Se sentó y hundió el brazo dentro, buscando, y salió con unas migas que parecían tierra y pelusa. Del bolsillo del saco extrajo una pipa que se veía igual de vieja, y metió las partículas en ella apenas llenándola. “Nada”, murmuró. “Nada, eso es todo”. Encendió la pipa mientras yo lo observaba; sabía que quería que lo mirase. Debe haberse fumado la piel misma. El humo giró hacia arriba y desapareció en el aire espeso con un aroma sutil pero de alguna manera familiar.

      “No te voy a dar nada”, dijo sin mirarme a mí sino a las oscuras sombras azuladas que habían sido árboles y casas un momento antes. La oscuridad volvía misteriosas las sombras conocidas. Cuando lo miré, había lágrimas brillando en su cara, quizás por el humo.

      “Ok, finalmente te voy a enseñar a matar”.

      Me vi arrancada del trance del silencio.

      “¿Qué?”

      “Mañana no comas nada. Al menos eso me enseñaron”.

      “¿Matar qué?”

      “Por tu tamaño, un pájaro. Pero para eso tienes que tener hambre”.

      Me quedé callada. En general, mi padre era bastante incoherente en esos anocheceres que pasábamos juntos, pero esto era peor. Algunas veces deseaba que se quedara callado.

      Mi madre apareció desde un rincón de la casa. “Ustedes, cristianos, ¿ya bebieron suficiente? Vengan a comer”, llamó alegre.

      No podíamos regodearnos en el silencio para siempre. Mi padre se levantó fatigado, y yo me levanté como él, simulando fatiga. “Mujeres”, murmuramos los dos, pero la seguimos, su trasero bamboleante, una ofensa para nuestro espíritu.

      El día siguiente, sábado, era un buen día para no comer porque no había escuela. Mamá estaba irritada. “¿Qué? ¿No vas a comer? Hay pescado para almorzar”.

      “No. Lo dijo Taata”. Siempre era mi coartada. Pero justo hoy, siendo el pescado tan raro en casa, obedecerlo era doloroso.

      “¿Qué se trae el tonto de tu padre ahora?”

      “Me está enseñando cosas”. No quería ahondar mucho. “¿Nunca oíste hablar del ayuno?”

      Me miró durante un rato largo, sus ojos grandes como dos taladros, después lo dejó pasar. Quizás tenía un poco de fe en mi padre. Me acarició la cabeza. “Todavía tienes que abrirte el pelo y lavarlo, y lavar también tu uniforme. No creas que lo voy a hacer yo”.

      La mañana fue fácil, pero para la tarde lo único que deseaba hacer era estar sentada inmóvil. Fui a la sombra del árbol de mango cerca del jardín de Maama, una sombra compacta de gruesas hojas verdes. No estaba lejos de la pila de basura, grande, enorme; se suponía que Taata tenía que quemarla la semana anterior. No pude ignorar la montaña de cartones de leche amarillos y blancos, los paquetes grises y rotos de harina de posho, el verde oscuro y el negro de las cáscaras húmedas de banana, otras amarillas y blancas, alguna cosa líquida y naranja, la fruta agrisada, el rosa, azul y blanco de unos papeles rotos que ondeaban, polvo, el relleno de algodón mohoso de un colchón viejo, la cáscara roja de las batatas, la marrón de las mandiocas, hojas de mango por encima como guarnición, y sobre todo eso, espinas de pescado que olían tan dulce como, como, ¿qué? Tan filosas como ananá cortándote placenteramente la lengua. Yo solo podía mirar fijo, oler y sufrir.

      El gato flaco y callejero que alguna vez fue blanco y que siempre daba vueltas por nuestro vecindario avanzó con sigilo sobre la pila de basura. Se volvió de golpe hacia mí, sus ojos rojos agudos y fijos. Yo lo había tenido en brazos cuando era un gatito raquítico. Solía meterse en nuestra cocina a robar las sobras, y yo tenía la misión de echarlo. Pero clavaba las uñas en el tejido de la estera azul y verde desteñida de mi mamá y se aferraba rápido. Lo agarraba del cuello flaco, sintiendo solo tendones y piel, ningún hueso, mientras chillaba y se retorcía en mis manos. Al final, sacaba sus uñitas de la estera y quedaba colgando, flácido. Yo salía corriendo y lo arrojaba al jardín con tanta fuerza y tan lejos como podía, donde caía con gracia, como agua derramándose y formando un diseño en el aire antes de aterrizar. El gatito se sacudía y huía, dejándome envidiosa. Y siempre volvía.

      Ahora, ya crecido, el gato me desestimó rápido y continuó arrastrándose con lentitud sobre los desperdicios, puro hueso bajo la piel flaca y emparchada, moviéndose con gracia, amenazador. Encontró la carcasa de pescado, la tomó y jugó con ella con sus dientitos, dejando caer preciosos trocitos de piel gris blancuzca y carne. Mi pescado. El deseo de sacarle el pequeño esqueleto de las garras fue tan agudo como la necesidad de hacer pis. Como cuando tienes diarrea y corres hacia el baño, aguantando, aguantando. El olor casi a podrido se intensificó, algunas bocanadas casi matándome, como esas flores campanillas cuyo olor susurra al atardecer para luego desaparecer con promesas que se esfuman. El gato se tomó su tiempo para romper los huesos blandos.


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