Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
represión. Los pleitos laborales instaurados por los expulsados duraron años, lo que implicó enormes erogaciones. Pasaría mucho tiempo antes de que se cicatrizaran las heridas.
Pero regresemos a los inicios y detengámonos en los protagonistas. Bernard Hargadon fue la estrella; un tipo de treinta y cuatro años, alto, delgado, enérgico, entusiasta y simpático, que desde el primer día supo ganarse la atención y el cariño. Enseñaba contabilidad. Armando Múnera, de la primera promoción, le sirvió de traductor, pero, dado el lento avance de las clases, pronto prescindió del traductor e intentó expresarse en español; un español incipiente, lleno de palabras en inglés, y les solicitaba a los alumnos que lo iluminaran con el término que necesitaba para completar la idea. Es decir, mientras él aprendía el idioma con ustedes, ustedes aprendían contabilidad y algo de inglés con él. Realizó el milagro de convertir esa técnica sosa, mecánica, generalmente aburrida, en una materia interesante, mejor dicho, apasionante. (De aquellas jornadas surgió el libro Principios de contabilidad, que por décadas fue el texto obligado sobre la materia en Colombia) Además, este curso fundacional le señaló a la institución un camino que luego supo afianzar con otros magníficos profesores –como Héctor Ochoa– para hacer de la contabilidad un instrumento administrativo y financiero de la mayor utilidad. En ti determinó en buena medida tu desempeño como administrador. Aunque dejaste de practicarla profesionalmente, es un área en la que te sientes cómodo, porque conlleva una organización mental que es útil en todos los aspectos de la vida.
Los profesores de Syracuse fueron Allen Dikerman, Virgil Cover, Herbert Wachsmann, William Phips, Andrew Barta, Karl Vogt y otro de apellido Hauk, cuyo nombre hemos olvidado. Enseñaban relaciones humanas, procesos industriales, finanzas, distribución y marketing (aún no se usaba la palabra “mercadeo”) y, al igual que Hargadon, no sabían español y las clases las dictaban en inglés. (Los textos también eran en inglés) Bernardo Pérez, Bernardo Upequi y Álvaro Estrada, entre otros, les sirvieron de traductores. Una de las primeras iniciativas fue el sistema de casos. Recién había sido introducido en la escuela de negocios de Harvard y ya cundía como una novedad por las demás escuelas en ese país. La misión de Syracuse pretendió trasplantarlo a Colombia. Para tal efecto trajeron ejemplares de un grueso texto que los estudiantes debían adquirir. Allí estaban los famosos casos. Se trataba de historias de treinta o cuarenta páginas sobre problemas de empresas reales o ficticias con información sobre finanzas, personal, ventas y demás aspectos. El estudiante debía establecer el conflicto central, seleccionar los datos pertinentes, sugerir soluciones, las formas de llevarlas a cabo y las posibles consecuencias. El método pretende estimular la imaginación, razonamiento, análisis crítico e iniciativa. Pero los estudiantes de la Escuela no estaban preparados para esta técnica maravillosa, porque los casos se referían a empresas norteamericanas. Al ser leídos por provincianos de este país subdesarrollado, es decir, fuera del contexto cultural en el que fueron construidos, parecían ciencia ficción. Estaban redactados en inglés y la sola lectura demandaba un esfuerzo demasiado arduo. Además, la educación primaria y de bachillerato que recibiste y recibieron los de tu generación consistía, como hemos visto, en memorizar y repetir verdades absolutas, no en crear conocimiento nuevo. No estaban, pues, mentalmente preparados. Cuando estas dificultades fueron evidentes, las directivas propusieron que los profesores y los mismos estudiantes redactaran casos en español de empresas colombianas, propuesta que tampoco tuvo éxito porque no habían sido entrenados en técnicas de escritura creativa. En conclusión, el ensayo duró un par de años y tuvo que ser sustituido por sistemas más convencionales.
No vamos a hablar de todos aquellos profesores. De Phips me ocuparé más adelante y de Barta diré que había recorrido muchos países, que era un verdadero sabio y la figura más sobresaliente del grupo. Logró notoriedad en su país durante los oscuros años de los cincuenta por desarrollar y difundir un pensamiento de libre empresa independiente y a veces contrario al macartismo. Ahora era un viejito jubilado que recibía a los estudiantes de la Escuela en su residencia en el edificio Claret (en Sucre con Maracaibo) y les daba té con galletas (que adquiría en el Astor). Sus pláticas destilaban humanismo y respeto dentro de la concepción de los negocios. Si los gerentes comprendieran y resolvieran aspectos esenciales de la vida de los trabajadores, el comunismo no iba a prosperar en ninguna sociedad. Su carácter sosegado, su paciencia, su tino para enseñar el difícil arte de mantener la paz, la concordia, la justicia y la productividad dentro de esas estructuras competitivas y despiadadas que son las empresas, procurando siempre que los individuos, tanto jefes como subalternos, entreguen lo mejor de su capacidad creativa, fueron verdaderas enseñanzas de vida que no has olvidado.
Los profesores colombianos se hacían cargo de materias como matemáticas, estadística, economía, banca central y algo de derecho comercial y laboral. De Alberto Ruíz tienes un recuerdo especial: logró interesarlos genuinamente por las teorías del desarrollo económico, que divulgaba a partir de las obras de Simon Kuznets, Jan Tinbergen y Walt Whitman Rostow, y con frecuencia los acompañaba en las mesas de café o en el club. Estimulado por generosos vasos de ron, pasaba con facilidad del desarrollo económico a la utopía y elaboraba una deliciosa ficción sobre un planeta feliz que denominaba “Castalia”. Fue uno de los pocos que permitió en clase la especulación teórica y la apertura hacia diversos horizontes ideológicos.
Al comienzo no llegaron mujeres. La primera ingresó a la tercera promoción: Alicia Mendoza. Era la única en un estudiantado de más de cien hombres y debió soportar el comportamiento machista de los colegas. Dos factores adicionales para comprender el ambiente que se vivía en aquellos primeros años fueron la edad y la procedencia geográfica. Jairo Mosquera y tú fueron los más jóvenes (venían directamente del bachillerato). Los demás les llevaban dos, tres y hasta quince años. Habían iniciado otras carreras y algunos, ya casados, trabajaban para sostener a las familias. Así, las clases, conversaciones de cafetería y demás eventos revestían una seriedad mayor de la que usualmente se respira en las universidades. En cuanto a la procedencia geográfica, muchos eran antioqueños, pero había costeños, bogotanos, caleños y “pingos”.
Algunos tuvieron actuaciones y destinos curiosos. Uno de los candidatos conservadores a la campaña presidencial de 1962 era Alfredo Cock Arango. Tu compañero Jorge Leyva, novio de una de las hijas del candidato, mandó imprimir y pegar carteles con la leyenda “Jorge Leyva invita a votar por Alfredo Cock Arango”. El principal rival del candidato se llamaba de igual forma, Jorge Leyva. Indignado, le exigió públicamente al joven y desconocido estudiante que retirara los carteles, y para esto se valió de los medios de comunicación. El joven estudiante respondió por los mismos medios que no los retiraba porque tal era su nombre de pila; que era libre para apoyar a su suegro; que en Colombia había libertad para ejercer la democracia; y que si el político se sentía afectado por el homónimo, bien podía usar su segundo apellido para diferenciarse. (Aquellas elecciones fueron ganadas por Guillermo León Valencia.)
Un compañero se casó con una reconocida artista de televisión. Tuvo dos hijas, también artistas. A todas les sirvió de manager. Hace poco te lo encontraste, había cambiado de nombre, se hizo consejero del corazón, mentalista, predicador de Ecosofía y organiza clubes de enamorados. Otro, que antes de estudiar administración había sido jesuita, recibió a finales de los noventa una revelación del Arcángel Serafín y fundó una secta para comunicarse con extraterrestres y otras especies a través de médiums. Tuvo gran acogida porque muchos creían que el mundo se iba a acabar con el cambio de milenio. Dos de los más queridos murieron trágicamente en época temprana. Guillermo Lopera, quien se había radicado en Venezuela, fue asesinado por sicarios cuando visitaba a unos parientes en Medellín. Helmut Kurk trabajaba con su padre, Theodoro Kurk, poseedor de la agencia de bolsa más prestigiosa de la ciudad. Ambos fueron ametrallados en su oficina en una de las primeras acciones del narcotráfico.
LOS AÑOS SESENTA. En la casa de la calle Argentina ocupabas un cuarto en el primer piso –que te ofrecía independencia por ser el más cercano al portón–. Allí deben resonar todavía las voces de la muchacha de servicio en la cocina, de tu mamá por los corredores, de tus hermanos cuando ocasionalmente se peleaban, de tus hermanas en sus momentos de solaz y alegría. Resuenan, en especial, las de tu padre, enérgicas, cuando llegabas