Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
y caña de azúcar– y allí recorrían los sembrados, hablaban con campesinos y se bañaban en la quebrada. Fue en uno de aquellos paseos cuando surgió el proyecto de viajar a la Guajira. John mantenía una obsesión por la Guajira, donde vivió su padre y donde le compró a un cacique una muchacha núbil (John enfatizaba la palabra “núbil”). Luego de poseerla incumplió el trato y tuvo que huir para evadir la venganza de la tribu. Contó la anécdota muchas veces y en cada oportunidad cambiaba los incidentes, aumentaba o disminuía la belleza de la muchacha y el peligro que vivió el padre. Pero siempre, en esa aventura, John veía un carácter heroico, un proceder novelesco. En esos momentos parecía enorgullecerse de él y quería recorrer los territorios que él había recorrido. Tú también habías soñado con la Guajira (cuando leíste la novela de Zalamea Borda) y no necesitó mucho para convencerte. Un día de madrugada tomaron un bus de Rápido Ochoa. Fueron muchas horas de viaje por esas carreteras que seguían en construcción. Pasaron por Cartagena, Barranquilla y Santa Marta sin detenerse. Lo importante era llegar a Uribia y al Cabo de la Vela, un territorio que se consideraba exótico, por no decir salvaje y desconocido. Aún no habían construido la carretera de Santa Marta a Riohacha entre la Sierra y el mar; existía una por Valledupar, en realidad una trocha. Pernoctaron en Valledupar y continuaron en un bus que recogía y dejaba pasajeros por el camino. Y, a medida que se acercaban a la Guajira, repetían una y otra vez el propósito de visitar las tribus, conocer a sus mujeres y ver en directo cómo era que las negociaban. Cerca de Barrancas vieron la primera. Esperaba el bus al borde del camino. Subió y buscó un asiento. John no lo dudó: se sentó a su lado y entablaron conversación. Pocos kilómetros más adelante el bus se detuvo, la muchacha descendió, y antes de que tú pudieras reaccionar, ya John también había descendido, llevándose el morral que cargaba. Ni siquiera se volteó para decirte adiós; al momento quedaron envueltos en una nube de polvo. Tu primera reacción fue gritarle al conductor que se detuviera, tú también querías descender. Por fortuna no lo hiciste. No podías seguir a ese loco hasta el fin del mundo y menos ahora que te había dado la espalda en medio del desierto. Allá él, que hiciera lo que le viniera en gana, tu seguirías tu camino. El bus pasó por diversas rancherías y en cada una viste más y más mujeres. Vestían sus atuendos y llevaban la piel cubierta con betún, que les servía para defenderse del sol. Llegaste a Riohacha. Era un poblado de casas de paja y calles de tierra junto al mar. Abundaban las palmeras; también las mujeres y casi todas vestían como indígenas. Las observaste, las seguiste por las calles. Te hospedaste en una cabaña en la playa. Estabas contrariado por la deslealtad del amigo. Por momentos pensabas que tú eras el beneficiado: viajar en solitario permitía ir más lejos. Seguirías hacia el norte, hasta el final, hasta donde se acaba la tierra en el Cabo de la Vela. Tendrías tu propia aventura, nada que fuera compartido. Pero otros momentos pensabas que John iba a aparecer. Te ofrecería disculpas y reconstruirían la amistad. Así estuviste dos días en aquel hotel de playa y no hiciste nada distinto a bañarte en el mar, mirar a las mujeres y caminar por las calles polvorientas. Te animaba una curiosidad infantil y, como no encontrabas a la muchacha núbil con la que estabas soñado, tu arrojo se fue desmoronando. Sobra decir que tu amigo nunca apareció. Al tercer día hiciste cuentas, el dinero no era mucho y decidiste que lo visto y lo vivido era suficiente, que las princesas de aquella tierra no eran para ti y que era hora de tomar la vía de regreso.
Después del viaje, John volvió a solicitar a Cecilia, pero se encontró con el rechazo definitivo. Tú tampoco querías saber nada de él y ni siquiera le preguntaste cómo había terminado la aventura. Ahora el hombre tocaba a la puerta y nadie le respondía. Pasaba los días en la vecindad causándole a la familia una incómoda sensación de amenaza. Nunca le faltaron los incautos dispuestos a escuchar sus discursos y a presenciar los alardes de magia. Procuraba que Cecilia se enterara de sus hazañas enviándole recados, y se apagaba colillas en los brazos sin expresar dolor, para demostrar el control que tenía sobre cuerpo y espíritu. Como no recibía respuesta, un día dijo que iba a cortarse las venas. Nadie le paró bolas, era otra farsa para atraer la atención. Fijó fecha y hora. Tampoco nadie pensó que era en serio. A la hora señalada vinieron vecinos alarmados a avisar que John estaba en la esquina con una cuchilla de afeitar, listo para morir si Cecilia no se hacía presente. Las tías estaban advertidas y se lo llevaron para un internado psiquiátrico.
Luego de un largo silencio, recibiste varias cartas de John. Te informaba haber iniciado la carrera de derecho en Bogotá y te proponía escribir a dos manos un libro de “diálogos filosóficos”. Se quejaba de soledad. Ahora vivía en un edifico de ocho pisos “hecho para suicidas”. Se pregunta: “¿Hasta cuándo aguantaré?… estoy a punto de reventar. Cadáver, solo eso, bajo tierra, bajo las nubes. Hollarán mi tumba, escupirán, algún borracho meará sobre mi calavera, y sus orines se escurrirán por mis cuencas vacías…”. En la última decide romper toda relación contigo. Explica que se había afiliado al partido comunista y que por lo tanto no podía sostener una amistad con alguien que estudiara la carrera de negocios dentro de la concepción capitalista.
El poder religioso en Antioquia estaba en cabeza de prelados como Miguel Ángel Builes, Tulio Botero Salazar y Félix Henao Botero. Mantenían control férreo sobre las ideas políticas, los libros, los espectáculos, las costumbres, las relaciones entre los sexos, en una palabra, sobre las conciencias. Usaban la excomunión para lograr sus objetivos. La policía, bajo sus órdenes, sacaba al público a empellones de cualquier teatro que exhibiera “cine prohibido” o confiscaba “libros pornográficos” o “ideológicamente inaceptables” de cualquier librería. De Miguel Ángel Builes se conocen sus intervenciones políticas que terminaron en actos de violencia contra liberales y librepensadores. Este ambiente de oscurantismo y represión tuvo su momento culminante en 1961, cuando se llevó a cabo la Gran Misión, un programa de la Iglesia para revitalizar el culto. Del corazón mismo de la España más franquista vinieron sacerdotes para visitar las parroquias y trabajar con los feligreses. Algunos eran oradores notables y lograron cautivar a la sociedad. La Medellín católica, conservadora y tradicional vivió momentos de verdadera exaltación. Monseñor Tulio Botero Salazar, en su mensaje de cuaresma, calificó la misión como “un movimiento extraordinario de las fuerzas vivas de la Iglesia, para la renovación cristiana del individuo, la familia y la sociedad”. La Universidad Bolivariana, por su parte, recién obtenía el título de “Pontificia” y su rector, Félix Henao Botero, mantenía sobre profesores y estudiantes la más dura disciplina religiosa y confesional. En ese ambiente nació el nadaísmo. Gonzalo Arango, oriundo de Andes, llegó a Medellín huyendo de la violencia y quiso estudiar derecho en la Universidad de Antioquia, pero no pasó del tercer año. Tuvo alguna participación en favor de Rojas Pinilla que lo llevó a “exilarse” en Cali, donde encontró un ambiente propicio para el movimiento que se proponía. En 1958, con veintisiete años de edad, publicó en esta ciudad el “primer manifiesto nadaísta”, en el cual los firmantes se comprometieron a “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Lo acompañaron Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar y otros.
Poco después encontró nuevos adeptos en Medellín: Amílcar Osorio, Darío Lemus, Eduardo Escobar, Humberto Navarro (alias Cachifo) y Jaime Espinel. El movimiento se extendió por Manizales, Pereira y Barranquilla. Solo llegó a Bogotá a finales de 1961, por la época de la Gran Misión, cuando Gonzalo Arango fijó su residencia en la capital.
Conociste y trataste a Gonzalo Arango y sus seguidores. Era imposible no toparse con ellos. Te los encontrabas cuando salías a juniniar (en la cafetería del Hotel Europa, en el Miami y el Metropol; en la panadería del Sordo Jaramillo en Caracas con Girardot. También en Guayaquil y en la Bayadera). Organizaban fiestas en casas o fincas desocupadas. Llevaban muchachas “liberadas” que se daban ínfulas de artistas y se llamaban a sí mismas “existencialistas”. Asistían también extranjeras acabadas de llegar a la ciudad “en intercambio” y algunas putillas sacadas para cada ocasión de las casas de La Nena y Cándida Rivillas. Se oxigenaban el pelo para lucir de rubias y todas se daban aire de modernas.
Los nadaístas daban escándalo y se preciaban de darlo. Se autoproclamaban “genios” y “locos”. Usaban drogas, en especial la marihuana. Escribían poemas en tiras de papel higiénico y los leían en público. Llevaban largo el pelo. Desfilaban por Junín con vestidos estrambóticos. Lucían un clavel en la mano o en la solapa. Alguno se ponía