Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero


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que tú podías traducir, y pensaste en tierras lejanas y en princesas cuya doncellez era hollada por el mar. Cuando la luna llegó al cenit y quedó cubierta por un manto de nubes, la fogata brilló con más intensidad y en el confín se veían los luceros. Pero no te atreviste a expresar tus emociones. Nadie te habría escuchado.

      Desde tu viaje a Bogotá venías acariciando la idea de ser músico profesional. Dijimos que concebías la música como un lenguaje para sentir y conocer mejor el mundo, y que en ciertas obras lograbas percibir una armonía superior y una sensación de plenitud. La vida se enriquecía con la música y lograba un propósito elevado. En Tolú, al establecer las correspondencias entre lo que sentías y lo que habías leído, experimentaste algo similar: la realidad también se enriquecía con lo que aportaba la literatura.

      Leías mucho, sobre todo novelas y poesía. Escribías cuentos. Cuando estabas en quinto te decidiste por la poesía y llenaste varios cuadernos. Dejabas volar la mente con libertad, al ritmo de la música interior, y era el verso libre el vehículo que mejor te convenía. Pero en los cursos de literatura el paradigma seguía siendo la poesía medida y rimada de los clásicos del Siglo de Oro, ya que a ese colegio nunca llegaron el modernismo ni las vanguardias. Y te sentías frustrado. Al intentar la prosa tuviste mejor resultado. El padre Giraldo les solicitó un texto con motivo de la fiesta de la Virgen. El tema era por demás manido, pero te esforzaste y quedó tan bueno que él lo rechazó con la calificación más baja y con una nota: “Lo que presentó no es suyo. No copie”. No lo habías copiado; era evidente que el cura no confiaba en tus capacidades creativas. No ofreciste ni pediste explicaciones; y te quedó la inquietud de que tal vez valía la pena dejar de luchar con las sílabas y las rimas para intentar la prosa.

      La reacción espontánea fue comenzar un diario. Las primeras páginas fueron frases de tono poético que imaginabas dirigiendo a tus amigas, del siguiente tipo: “Siento la suave tristeza del olvido. Esta noche quiero naufragar en tu alma”. “Estás fundida con el paisaje. La bruma te baña: niebla y color. Se oye el llorar cansado de la naturaleza”. Te escapabas a Soná y pasabas el tiempo leyendo y escribiendo. Son campos apacibles, cubiertos por bosques, surcados por arroyos de agua cristalina, con una temperatura suavemente cálida, donde el silencio solo se ve mancillado por el piar de los pájaros y el bramar de los terneros. Leías en la hamaca y caminabas por las orillas de las quebradas o por el filo de las colinas. Entonces divisabas valles, cañadas y laderas. ¿Qué misterios encierran? Pumas, micos, lagartos, serpientes, pájaros, insectos, mariposas y especies aún no clasificadas. Y también huesos, cuerpos putrefactos, bacterias, caldos vivientes, troncos en descomposición, hojarasca y ramazones, amparado todo por el tiempo y la quietud. Y en el meandro de aquel universo, un flujo continuo, a veces minúsculo, a veces tumultuoso, de violencia, sangre y muerte. Pensabas en mundos que chocan, se mezclan y destruyen en vórtices de catástrofe. ¿Cuándo y porqué comenzó todo esto? ¿Qué somos nosotros, los humanos, frente a tal torbellino?

      Un día te llevaste para el bosque un viejo ejemplar de Hamlet y, a gritos, repetías, con objeto de aprenderlo de memoria, aquel pasaje de uno de los cómicos que dice:

      El feroz Pirro, cuyas pavonadas armas, negras como sus designios, semejan la noche cuando yace tendido en el seno del caballo fatal, tiene ahora su atesada y temible figura manchada con un blasón aún más fatídico. De la cabeza a los pies está teñido horriblemente con sangre de padres, madres, hijas e hijos, cuajada y endurecida por el fuego abrasador de las calles incendiadas. Ardiendo en cólera y fuego, y así embadurnado de sangre coagulada, con unos ojos parecidos a carbúnculos, el infernal Pirro corre en busca del anciano rey Príamo.

      Te imbuían sentimientos de tragedia que se intensificaban con la crudeza de las imágenes y el ritmo de las frases. Si alguien hubiese escuchado, te habría tomado por loco. Amabas la soledad. Escribías tarde en la noche, a la luz de una vela (porque en Soná no había luz eléctrica) y a veces te quedabas lelo viendo la silueta proyectada por tu cuerpo en la pared. Oías los truenos en la lejanía y el golpeteo de la lluvia sobre el tejado. Sentías una fuerza latente, un ansia de vagar en espíritu por los campos. Te hacías el propósito de no pensar, solo sentir la vida en su plenitud. Imaginabas arroyos desbordados que te invitaban al amor, actos de erotismo con la tierra cálida. Buscabas frases que fueran eficaces y tuvieran armonía. Querías expresar tus emociones para cauterizarlas y darles forma. Sentías el cerebro afiebrado por imágenes en tumulto, ideas, historias que se atropellaban entre sí, luchando por salir en forma de escritura. Pensabas en la escritura y en la muerte; un día anotaste en el diario: “Morir es nuestro vicio inherente. El producto de la vida es un libro negro, encima del cual llora una calavera”. Y concluías que el texto podía ser, también, una forma de excrecencia. Con estas frases creías prepararte para lo que verdaderamente te interesaba: iniciar una “obra” en la que irías a agotar la existencia y a perpetuar el ser.

      ¿Pero qué clase de obra?

      El diario lo escribías en hojas de papel periódico. Las conseguías por kilos en El Colombiano –eran las más baratas y se acomodaban a tus necesidades. No era sino poner la fecha para que surgieran las frases–. Era el recipiente apropiado para meter o condensar –cuando aún estaban frescas– las imágenes que aparecían en el flujo de conciencia o en los sueños y que se perderían si no las agarrabas de inmediato. También para esbozar narrativas, coleccionar citas de los libros que leías y para elucubrar con libertad sobre el ser, el universo, los sistemas siderales y el mundo subatómico –un verdadero florilegio–.

      Aunque no tenías mucha claridad sobre los géneros literarios, surgieron –en forma más o menos espontánea– otras dos líneas de escritura: lo que llamaste pomposamente “mi primera novela”, que tenía por título La huida y narraba la historia de un hombre de ciudad hastiado de lo urbano que decide huir a una playa habitada por pescadores. Es su forma de renunciar a la civilización y regresar al origen. Le dedicaste tiempo y esfuerzo, pero al final no cuajó. Y una colección de relatos basados en la historia familiar y de la provincia. Mucho se hablaba por aquellos años de “la raza antioqueña” y para ti no existían ejemplos más evidentes que los de la familia. Al estudiarlos, era claro que de la guerra, la pobreza, la selva, el desorden, era posible emerger hacia el progreso y el bienestar. ¿A qué mejor inspiración literaria podías aspirar? Después de años cuajó en un librito que lleva por título Altagracianos, porque trascurre en un lugar ficticio llamado Altagracia.

      La sola enunciación de estos proyectos ya implica ciertas contradicciones que no estabas en capacidad de resolver: los relatos sobre los ancestros están basados en la idea de progreso, de que la Historia, con mayúscula, tiene un derrotero siempre ascendente. Pero La huida implica exactamente lo contrario, el progreso no le trae nada bueno a los seres humanos. La civilización es detestable, hasta el punto de que el protagonista solo quiere retornar al estado más elemental de la cultura.

      Pero el tiempo se agotaba; pronto ibas a graduarte de bachiller y requerías con urgencia tomar una de las decisiones más importantes: elegir carrera. El problema era que en el colegio no te prestaban ayuda y poco conocías de las opciones que ofrecía la ciudad. Seguías entusiasmado con la música; en realidad era la primera opción, pero tenías dudas: tus padres nunca te ofrecieron apoyo; para ellos, tocar guitarra era estrambótico y artificial, o sea, los mismos adjetivos que habían usado para calificar tu deseo de fumar pipa. Eras consciente, también, de que habías iniciado demasiado tarde el estudio de la guitarra, y, en general, de la música. A tu edad, los músicos verdaderos ya eran virtuosos. Pero la llevabas en el corazón: al escuchar la Quinta, ¿no sentías un revuelo íntimo que te hacía pensar en el destino, en Dios, en el Apocalipsis y cosas similares? ¿Qué significaban esas tardes afiebradas oyendo en solitario obras clásicas en los traganíqueles de los bares? ¿Por qué te empeñabas obsesivamente con la guitarra, a pesar de que nadie en el mundo –con excepción de Polanek– te daba el más mínimo aliento?

      Ahora surgía una segunda opción: escribir. Y pensabas que lo único que requerías eran directrices, un pequeño entrenamiento. Sin embargo, de igual forma, presentías que tus padres no iban a aprobar esa opción. Iban a calificarla igualmente de estrafalaria. También iban a recordarte que no tenías las aptitudes: ya en la escuela primaria habías demostrado tu incapacidad para la caligrafía


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