Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero


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siempre se oponía; tenía un pésimo concepto de este instrumento porque lo relacionaba con merenderos y borrachitos de arrabal. Tu mamá, un poco más condescendiente, te facilitó la adquisición de una guitarra marinilla y con ella aprendiste a templar las cuerdas y tocar compases. Estaba de moda el bolero Camino verde y era fácil aprender cuatro o cinco posiciones en el diapasón y dos o tres golpes en las cuerdas para acompañar la canción. Pero esto no era lo que tú buscabas. Lo que te interesaba era la música clásica y te saltaban las lágrimas cuando escuchabas algún disco con interpretaciones de Andrés Segovia y otros maestros. Un día te llenaste de valor y acudiste a la escuela de música de la Universidad de Antioquia, que funcionaba en un caserón de la calle Pichincha y ofrecía cursos de extensión. El director te sugirió, primero que todo, aprender la notación musical, y te indicó cómo matricularte. A partir de ese día, los miércoles en la tarde asististe a clase con otros estudiantes, para cantar tonos y escalas que el profesor entonaba con un flautín y señalaba con una vara en el pentagrama dibujado en el tablero. Fue una experiencia ardua; no tenías disposición para el canto, el carácter del profesor era desapacible y el método tedioso. Finalizó cuando conociste en la misma institución al profesor Edo Polanek, un bondadoso emigrante polaco quien, después de su jornada académica, ofrecía clases particulares en un estudio en la calle Maracaibo. Además de violinista, guitarrista, arreglista y profesor de música, era maestro artesano en la fabricación y reparación de instrumentos de cuerda. Fuiste a verlo; accedió a darte clases, dijo que con él seguirías avanzando en la notación y agregó que con la guitarra que tenías no ibas a llegar a ninguna parte. No sé cómo lograste reunir el dinero (sin duda fue mamá quien te ayudó), y un tiempo después fuiste con Edo a un almacén de música y adquiriste un instrumento de buena calidad (era brasileño) y por los siguientes años asististe regularmente a su estudio y practicaste una, dos y hasta tres horas diarias.

      Así comenzó una época marcada por la música y la soledad. Buscabas los cafés que ofrecieran obras clásicas en los traganíqueles. Recuerdas en especial uno en la avenida Nutibara que vendía barata la cerveza y se especializaba en oberturas. Allí, retraído, en una mesa frente a una botella, hiciste sonar innumerables veces La caballería ligera, de Suppé. Te parecía que la música trascendía las limitaciones del lenguaje; que era una manera diferente de sentir, pensar o conocer; que a través de ella vislumbrabas un mundo aparte, superior al cotidiano, sublime y, sobre todo, un mundo total, organizado y en equilibrio. Entonces escribiste tu primer cuento: fue algo espontáneo, sin ningún propósito. Era lo que sentías: el último cliente de la noche en un cafetín de mala muerte que se resiste a retirarse, mientras afuera llueve y la mesera bosteza en un rincón del establecimiento. Estabas embriagado con estos sentimientos y no sospechabas que el asunto tenía un fondo más complejo. Pasaría un tiempo para que pudieras sortear las circunstancias que venían tejiéndose alrededor de tu destino.

      Era frecuente, al promediar la tarde, sobre todo los viernes, ir a Junín para encontrarse con amigos, ver pasar a las muchachas y comentar las noticias. A esto lo llamaban “juniniar”. Tal era el único espacio de socialización que ofrecía la ciudad a los jóvenes. Acudían las muchachas de La Presentación, La Enseñanza, María Auxiliadora, Sagrado Corazón y Mary Mount olorosas a perfume, con el “neceser” al brazo y las cabelleras bien fijadas con laca, unas vistiendo sus uniformes escolares, otras luciendo faldas esponjadas de colores. Caminaban de a dos o de a tres, lentamente, como si se interesaran por lo que estaba exhibido en las vitrinas, pero en realidad dejándose ver de los muchachos apostados en las aceras. Los jóvenes estudiaban en el Sufragio, San José, San Ignacio, Pascual Bravo o cursaban primer año de universidad, y también se acicalaban adecuadamente. Las muchachas recibían los piropos, sonreían y a veces se dejaban abordar, todo dentro del mayor decoro. Como casi todos y todas fumaban, ofrecer un cigarrillo y encenderlo con elegancia facilitaba el intercambio. El contacto duraba unos minutos. Cuando el muchacho estaba de suerte, en ese corto lapso había memorizado un nombre y un número telefónico, lo que le permitía esa misma noche hacer la primera llamada e iniciar una amistad que con facilidad culminaba en noviazgo.

      Eran los hombres quienes hacían el esfuerzo, desde la llamada y la visita hasta los gastos de la salida y la iniciativa en las caricias y los besos. Ellas no llamaban, ni sufragaban gastos, manifestaban un catolicismo acendrado y se cuidaban de expresarse sentimentalmente, porque si se excedían un tanto, con facilidad las tachaban de putas.

      Tú participabas de estos protocolos y así conociste decenas de muchachos y muchachas cuya amistad renovabas cada semana. Fumabas y, aunque eran un poco más costosos que los nacionales, disfrutabas exhibiendo y ofreciendo Lucky Strike, Camel o Chesterfield, las marcas preferidas por los héroes de las películas de moda. Un tiempo después, sin embargo, pensaste que fumar pipa era más sofisticado; que daba un aire más intelectual y aventurero. Entonces te paseabas por Junín esparciendo el aroma intenso y dulzón del tabaco rubio. Y, en efecto, convocabas más miradas y no faltaron los aduladores, lo cual te impidió comprender que se trataba de un gesto petulante y artificial que más bien causaba rechazo y burla. A pesar de que invertiste grandes esfuerzos para hacer que el hábito se convirtiera en un rasgo natural de tu personalidad y para curar las pipas, terminaste por abandonarlas cuando ya no pudiste resistir la irritación de garganta y el malestar general que te producían. Por fortuna ahí paró el deseo de fumar.

      Las mujeres establecían sus rutas y los hombres definían sus territorios, de modo que los encuentros se hacían predecibles. El recorrido podía iniciarse en La Playa. De ahí hacia el norte y a uno y otro lado hasta al Parque de Bolívar, los mojones más reconocidos eran el Hotel Europa, Librería Continental, Everfit, Club Unión, Doña María (cafetería), Astor (pastelería suiza), Metropol (salón de billares), Miami (cantina con traganíquel y meseras). Poco después apareció Versalles, al frente del Metropol, una cafetería regentada por un argentino donde se reunía la colonia de ese país, compuesta principalmente por jugadores de fútbol y cantantes de tango.

      Hacia las siete, una vez cumplida la cita en Junín, las muchachas se marchaban con un revuelo de faldas y gestos emocionados y los jóvenes se dispersaban. Muy pocos se iban a sus casas a estudiar. La mayoría continuaba la jornada en el Miami, el Metropol y otros cafés que abundaban por Maturín, Palacé y Avenida Nutibara. Era la hora de celebrar con cerveza “los levantes”, de estrechar las relaciones masculinas, comentar los incidentes de Junín y seguir hablando de revolución y cambio social. Aquí el trato ya no era con las niñas de buena familia sino con las mujeres del pueblo que atendían las mesas; prostitutas envejecidas que debían soportar el trato desvergonzado que a esta hora desplegaban aquellos burguesitos estimulados por los encuentros de la tarde, por el licor y la música arrabalera que sonaba en los traganíqueles.

      Por esos días conociste a Inge, tu primera novia. Cierro los ojos y sigo viendo su belleza fresca y su cuerpo flexible. El pelo fiero y abundante, de color castaño claro, casi rubio, lo sujetaba en “cola de caballo”


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