Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
algunos llegaron a ser figuras destacadas: Guzmán, Villa, Acosta, Penagos, Monsalve, Montoya, Llano, Pérez, Valencia, Congote, Posada, Franco. Los mayores, ya adolescentes, actuaban como líderes. El resto fluctuaba entre los siete y los doce años. Con ellos aprendiste a jugar trompo, yoyo, perinola, canicas, moneditas y a moldear pequeños tablones para fabricar hélices y caucheras. Intercambiaban “vistas” o “cuadros” y las guardaban en álbumes improvisados en los cuadernos del colegio. Provenían de los desperdicios de los teatros, pues era frecuente que la cinta se atascara en los carretes y se rompiera durante la proyección. El valor de la vista dependía del artista representado. Los más cotizados eran los “charros” mejicanos, los vaqueros a caballo y las mujeres jóvenes. La mayor perla era una pareja besándose. Fue así como te familiarizaste con nombres que difícilmente lograbas pronunciar: Marilyn Monroe, Tony Curtis, Marlon Brando, Tyrone Power, Robert Taylor, Burt Lancaster, Charles Chaplin, Pedro Infante, Cantinflas, El Llanero Solitario, Tarzán, María Félix. Estaban, además, las “radionovelas” que transmitían “La Voz de Antioquia” (conocida después como “Caracol”) y “Radio Cadena Nacional” (RCN) en sesiones diarias de treinta minutos. Fuiste asiduo escucha de Sandokán, el tigre de la Malasia; Kalimán y Lejos del Nido. Ahora hablabas con propiedad de galanes, heroínas y mundos imaginados. No sospechabas que aquellas vistas, aquellas radionovelas y las conversaciones que sobre ellas sostenían, eran ventanas que iban abriéndose hacia lo ilusorio y lo fantástico, territorios que luego trajinarías en innumerables tardes en los teatros de la ciudad, y que, a través de ellas, ibas a aprender más del mundo y de la vida de lo que aprendías en el colegio.
Luego de la venta de Georgia, la familia decidió pasar las vacaciones en Los Manzanos, una finca que estaba en la sucesión del abuelo en Sonsón. Había cultivos de papa y maíz y potreros con ganado “blanco orejinegro”. La casa tenía muchos cuartos, un patio central, largos corredores, troje y otros recovecos. La cocina era de leña, una letrina servía de sanitario, las habitaciones olían a húmedo y había muebles con cajones cargados de cachivaches. En la noche se alumbraban con velas de cebo y, a veces, rezaban el rosario. En un patio exterior de tierra picoteaban las gallinas y, por las mañanas, Mariela, la agregada, ordeñaba vacas al lado de la casa. Salías con tu hermana Cecilia por los potreros; llevabas un lazo y enlazabas a Mosco, tu caballo rescatado de Georgia. Y montaban “en pelo”, tu hermana al anca, hasta lo alto de la cuchilla. No has vuelto a sentir sensación igual de poder y libertad. En los alrededores había cascadas y zonas boscosas. Al medio día tomaban el baño en una quebrada de aguas heladas. A los pocos días olvidabas las rutinas de la ciudad y adoptabas las del campo como algo natural y corriente.
Toño, el mayordomo, te enseñó a trenzar cerdas de cola de caballo para cazar ardillas con un nudo corredizo y a atrapar turpiales con una jaula de alambre. Pero nada igual a la cacería de torcazas. La hacía con una vieja escopeta de fisto. Guardaba la pólvora negra en un cuerno de vaca labrado y los balines de plomo en una bolsa de cuero. Una mañana se internaron por una cañada acompañados por “Limber” (Lindbergh), el perro de la finca, hasta el borde de un bosquecillo donde asentaban las bandadas. Echó unos granos de pólvora por el cañón y los cuñó con un taco de cabuya; luego los balines, cuñados por otro taco. Como todo debía quedar bien prensado, usó un émbolo de metal. En seguida puso el fósforo en la cavidad donde cae el martillo. No te perdiste detalle. Entonces instó a guardar silencio, se echó la escopeta al hombro, y luego de largos instantes apretó el gatillo. El estallido se multiplicó por las montañas en ecos sucesivos y en el follaje se sintió el aleteo de centenares de aves que alzaban vuelo. Limber se lanzó por el rastrojo y Toño lo siguió, dejando la escopeta humeante, recostada contra un tronco. Cuando regresaron traían tres torcazas que tenían el cuerpo ensangrentado, pero que todavía aleteaban.
EL REFUGIO DEL ARTE. La empresa Agromaderas del Samaná no prosperó. Las especies preciosas estaban diseminadas en grandes extensiones. Sin caminos, sacar la madera era una labor titánica. Los peones tumbaban un árbol gigante, lo aserraban y se ingeniaban para llevar la madera por montes, desfiladeros y cañadas, hasta donde llegaran las mulas. Luego, en “rastras” hasta los sitios de comercio. Recibían el pago y se metían en los burdeles de San Carlos hasta gastar el último peso. Entonces regresaban a la selva. Viéndolo bien, Jorge no era la persona para esa aventura y sus socios tampoco: hombres de ciudad que desconocían el trabajo físico y se las daban de intelectuales. Pero la quiebra de la Droguería Americana lo obligó a pasar el resto de su vida en fincas de colonización, a viajar por malos caminos en jornadas interminables, a compartir la mesa con aserradores y arrieros y a soportar nubes de mosquitos en aquellas posadas olorosas a estiércol de mula.
Antes de cumplir los diez años efectuaste tu primer viaje a Risaralda en un Ford 39 de alquiler cuyo olor a gasolina te dejó mareado, por una carretera en construcción que los ingenieros proyectaban llevar a golpes de pico y pala hasta Puerto Nare, en el Magdalena. El frente estuvo suspendido varios años en el río Calderas, más allá del pueblo de Granada, por falta de presupuesto. De allí a San Carlos y luego a Risaralda el viaje se hacía a caballo y tomaba dos días en época de tiempo seco. Cuando llegaban las lluvias, los caminos se volvían casi intransitables y lo prudente era posponer el viaje. Se pernoctaba en posadas o en malos hoteles de pueblo. Tu padre iba armado y le conociste revólveres de distintos calibres y condiciones. Pensaba que siempre y en todo lugar existen enemigos que nos pueden hacer daño; que no podemos bajar la guardia y menos aún en la selva; pero nunca disparó en tu presencia. Dormía con el revólver debajo de la almohada. De allí lo tomaste muchas veces para ver cómo funcionaba; sacabas y metías las balas, observabas el interior lustroso del cañón, hacías que apuntabas a algún blanco y luego lo dejabas en su lugar. Entre tus enseres está el último que tuvo: uno pequeño, calibre 25, de cachas nacaradas.
Por esa época nació María Constanza, tu hermana menor, a quien siempre llamaron Conny. Ya eran cinco hijos. Fue un momento especial porque la tía Candelaria vino desde Ibagué para acompañar a Regina. La llegada de los niños nunca había despertado curiosidad en ti. Pero ahora estabas inquieto. Habías notado la barriga inmensa de mamá y la salida apresurada con papá para la clínica, y, sin embargo, no lograbas asociar tales síntomas con la posterior aparición de la niña.
También es memorable aquella época por el pleito que habría de sellar el infortunio y llenar de desconfianza y rencor las relaciones de la familia. A la muerte de la abuela se abrió la sucesión y faltaron propiedades. Vinieron las indagaciones y se descubrió que Adán, posiblemente con la complicidad de sus hermanas solteras, le había hecho firmar a Clementina escrituras de traspaso en el lecho de muerte. Candelaria y Regina pidieron explicaciones y Julia les salió con esta perla de la cultura patriarcal: “por estar casadas, ya tienen quien vea por ustedes; en cambio, los solteros estamos desprotegidos”. Trataron de llegar a un acuerdo, pero al final tuvieron que iniciar el pleito. Lo lideró tu padre. Los fallos salían favorables, pero tardaban demasiado y, entre tanto, las propiedades pasaban de mano en mano entre comerciantes de bestias y carros, testaferros a quienes Adán presentaba como “socios”. Pasaron más de tres lustros. Cuando la Corte Suprema de Justicia falló en última instancia a favor de Candelaria y Regina, el patrimonio objeto de disputa había desaparecido.
Con motivo de la primera comunión te regalaron un balón y una bicicleta. Pronto perdiste el balón: los muchachos mayores de la barra se lo apropiaron y te pusieron de portero. La experiencia fue definitiva: recibiste un balonazo tan fuerte en pleno rostro que casi te deja inconsciente. El comentario fue: “no sirve pa’ portero” y nunca te devolvieron el balón. Tanto te dolió el golpe que nunca lo reclamaste, y allí murió para siempre el interés por el fútbol.
Trataste de iniciar el bachillerato en el Colegio de San Ignacio –localizado en la plazuela del mismo nombre–, que distaba pocas cuadras de casa y cuyo enorme edificio de cuatro pisos era intimidante. Los patios estaban rodeados de corredores y claustros, el acceso a ciertas áreas era prohibido, había escalas secretas para subir a la torre de la iglesia –donde la atracción principal eran las campanas y el mecanismo del enorme reloj– o a la terraza que servía de observatorio astronómico y laboratorio de meteorología. Los llevaban a Loyola, en Buenos Aires, donde había piscina y canchas de deporte.