Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero


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atribuyeron a la pereza y que te costó innumerables regaños. De hecho, la ortografía fue la materia más difícil y aún te causa tropiezos.

      En la casa de Bomboná, el “baño de inmersión” estaba en el tercer patio y era al aire libre. El agua helada que descendía de la montaña caía en chorro y allí te empujaban antes de las siete de la mañana. Tu papá decía: “el agua fría templa el carácter”. Y te quedabas sin saber qué significa “templar el carácter”. Salías engarrotado y el frío seguía colándose por las piernas por lo menos hasta las diez de la mañana. Entonces comenzaba otra sensación, la del hambre, que solo se calmaba al medio día, cuando regresabas a casa para almorzar. No es exagerado decir, pues, que la escuela primaria fue para ti un tormento y que la lectura y la escritura las aprendiste bajo las sensaciones de frío y hambre. Te sentiste aliviado al terminar el quinto año, entre otras cosas, porque ya podías usar pantalones largos.

      Los sanitarios estaban en la parte posterior del colegio. Los niños orinaban de pie, frente a un caño por donde corría agua. Un día te diste cuenta que las niñas se encerraban en un cubículo. ¿Por dónde orinan ellas?, te preguntabas, y te dispusiste a descubrirlo, mirando por las rendijas. La primera conclusión fue que cada persona tenía una configuración diferente en esa parte del cuerpo. Había tripas y rajas, pero también tenedores para orinar como por una regadera, o cucharas para hacerlo a traguitos o aún configuraciones más exóticas como tirabuzones, monedas, flores o cajas. Sin duda la variedad era grande. Te sentiste decepcionado cuando llegaste a la conclusión de que solo hay dos formas y que, tal como explicaba la maestra en la clase de religión, tenían que ver con el pecado. Por eso los castigaban: tanto a las niñas como a los niños les tenía que entrar mucho frío por las piernas; esa era la razón para que las faldas y los pantalones fueran cortos.

      Con la señorita Delfina Restrepo estudiaban el Método Palmer de Caligrafía Comercial, cuyas ilustraciones les servían de modelo para llenar páginas. Aprendían el uso de la pluma y la tinta dibujando palotes, curvas y ligados en un proceso heroico que dejó manchas indelebles en camisas y pantalones y los convirtió en víctimas de los regaños de maestros y padres de familia. Tu caso fue especialmente difícil: tenías la inclinación natural a escribir con la izquierda. La señorita Delfina resaltó en público lo que calificó de “defecto”, poniéndote en la picota pública y generando en ti un sentimiento de vergüenza o culpa. Pero aseguró que sí era posible corregirlo, lo cual alivió la pena. Tus padres la apoyaron. Entonces te obligaron a escribir con la derecha. Los trazos se torcían de manera incontrolable, la pluma de latón –engarzada en un cabo de madera– se partía y dejaba goterones, la tinta se derramaba y te veías obligado a repetir las planas hasta el cansancio.

      Rafael, uno de tus compañeros, llegó un día con una elegante estilográfica Parker; toda una novedad. Era de un verde oscuro jaspeado. La pluma dorada relucía y el depósito de tinta estaba convenientemente localizado en el interior del mango, de modo que no había que cargar siempre con un tintero. Al recorrer el papel no rastrillaba como lo hacía la pluma de latón, sino que se deslizaba con una suavidad envidiable. Esa sí era una verdadera máquina de escribir. Al verla, la señorita Delfina la decomisó, y luego, a la primera oportunidad se la entregó a la madre de Rafael, pidiéndole que no le dejara a su hijo llevar esos aditamentos tan lujosos que, en manos de los niños, solo servían para fomentar vicios que luego no iba a ser posible corregir.

      Los exámenes orales eran angustiosos, en especial los de religión. Se hacían ante varios profesores. Cada estudiante “pasaba al tablero” y respondía preguntas formuladas en cualquier orden y por cualquier profesor. No era necesario pensar, ni siquiera había que comprender lo que se decía. Bastaba repetir de memoria para sacar cinco. Muchos lo lograban. Tú pasabas con “tres raspado”. El temor de fallar en público te enmudecía, respondías vaguedades y tartamudeabas, con lo cual el público prorrumpía en carcajadas. De aquella experiencia te quedó un leve tartamudeo, que aparecía cuando te sentías nervioso, y que tardó años en desaparecer. Al final de la escuela primaria, tus maestros habían logrado inculcarte sensaciones confusas de pecado, imperiosas necesidades de arrepentimiento e inciertas aspiraciones de perdón.

      A la casa entraban libremente los niños del vecindario y del colegio. Tu madre los recibía y les preguntaba dónde vivían, cuáles eran las ocupaciones de sus padres, cuántos hermanos tenían y cosas por el estilo. Se interesaba mucho por los apellidos. Luego te daba consejos: “no debes juntarte” con fulano “porque no es de tu posición”. “Debes seleccionar mejor a tus amigos, porque nada es peor que una mala compañía”. Estas frases te sorprendían porque estaban en total contradicción con la experiencia. Te sentías acogido, te llevaban a sus casas, te regalaban dulces y frutas, te enseñaban juegos, expresiones, picardías y ahora tu mamá venía con el cuento de que eran malas compañías.

      Regina despreciaba a indios, negros, mestizos, mulatos y demás especies, y a los bogotanos, costeños y pastusos, es decir, a la mayoría de la población. Creía que unas familias y unas provincias eran mejores que otras. Si uno era antioqueño y ostentaba un apellido “bueno” no debía establecer relaciones con individuos de procedencias dudosas.

      El Botero era uno de esos apellidos buenos; venía de Italia y estaba convencida de que descendía de ancestros nobles. No le habían dicho que el primer Botero en Colombia fue un artillero que su capitán determinó dejarlo en Cartagena porque estaba enfermo. Por lo visto superó la enfermedad y pasó al interior donde dejó una buena descendencia, quien sabe con cuántas mujeres y de qué razas. Tampoco sabía que el Botero es famoso en la literatura del Siglo de Oro, no por su nobleza sino porque siempre aparece asociado con el diablo. Tirso de Molina menciona “la caldera de Pedro Botero”. Otros hablan de “Pedro Gotero” y “Perogotero”. Botello es la versión portuguesa. ¿Dónde estaba la nobleza?

      En cuanto a la provincia, Regina estaba convencida de la superioridad de los antioqueños. Se hablaba mucho de “la raza antioqueña”. Era la única provincia colombiana con raza propia, ya que nunca escuchamos hablar de raza bogotana, costeña o pastusa, pero sí de que quienes venían de la Capital eran vacuos, falsos y traicioneros; si procedían de la Costa eran parrandistas, perezosos y tramposos; si de Pasto, marrulleros, ingenuos y lentos. Los antioqueños poseían una inteligencia práctica que les permitía superar los obstáculos, fundar pueblos, encontrar minas y crear empresas donde otros sin duda fracasarían.

      Con motivo de la muerte de Carlos Gardel, el tango, se convirtió en una especie de religión. La afición del pueblo antioqueño a esa música apasionada y trágica fue, desde entonces, otra de sus características. Regina creía que tales virtudes superlativas, incluido el tango, estaban en la sangre, como un privilegio otorgado por la divinidad. Por eso debíamos comportarnos como seres destinados a grandes hazañas, y nunca traicionar la herencia. Así fue como te educaron en la familia y el colegio, y así fue como educaron a tus compañeros de generación.

      La calle era un lugar mucho más interesante que la casa o el colegio. Allí siempre ocurrían cosas insólitas. El afilador era un extranjero delgado y alto, que vestía de manera andrajosa y que casi no hablaba español. Llevaba una piedra circular montada en una carreta hechiza que hacía girar con un sistema de poleas accionado con el pie. Anunciaba su presencia tañendo un instrumento de sonido agudo y peculiar. Entonces las señoras sacaban los cuchillos de la cocina que necesitaran filo. Los muchachos se agolpaban, maravillados con la lluvia de chispitas que salían de la piedra. En una ocasión se subió la manga y les mostró el antebrazo izquierdo donde tenía tatuado un número con muchos dígitos que lo identificaba como prisionero de un campo de concentración. Como ignorabas lo que esto significa, pensaste que haber pasado por un campo de concentración era cuestión de orgullo. Estaba también un anciano que solía caminar por el barrio. Una mañana llegabas del colegio con una niña vecina cuando él cruzó la calle y se les acercó. Entonces se abrió los pantalones para mostrarles su miembro medio erecto. La niña salió corriendo y tú no salías del asombro. Fue algo tan extraño que nunca encontraste las palabras para comentarlo con nadie.

      Alguien silbaba desde la calle, abandonaban las tareas y al momento se reunían en la esquina. Este grupo llegó a conocerse como “la Barra de Villa” (carrera Villa).


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