Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
en lo religioso –misa diaria, meditación, ejercicios espirituales–, las largas horas de estudio en silencio, en salones de cien o más estudiantes, todo bajo la mirada severa de un jesuita, no contribuyeron a facilitar tu paso al bachillerato. Aquellos educadores parecían estar de acuerdo en que eras perezoso, desaplicado, desatento, charlatán e irresponsable. Que no servías para nada. Que eras un pecador, que debías arrepentirte y acudir al confesor. Dios y la Virgen eran testigos de tu maldad; no tenías forma de ocultarles tus pecados. Te lo repitieron a lo largo del año y nunca recibiste una voz de aliento, una felicitación, una buena calificación. El resultado era predecible: en noviembre las notas mostraron que habías perdido y por lo tanto quedabas expulsado. Al salir estabas llorando y, en la portería, el hermano Suárez te dio un formulario de repitente. Te recibió mamá, al verte llorando pensó que te habías accidentado, y al ver los papeles no supo si regañarte o mimarte. Discutió el caso con papá y decidieron que eras todavía muy niño, que sin duda era una lástima lo de la pérdida, pero que tenían suerte porque los jesuitas, tan buenos educadores, te estaban brindando una segunda oportunidad. Por eso, sin más discusión, te consolaron, llenaron el formulario y al otro día tenías el cupo asegurado.
La bicicleta fue tu consuelo. Como el tráfico era escaso, con otros ciclistas de la barra iban a sitios cada vez más lejanos. En la ciudad está representado todo el continente: una calle se llama Brasil, otra Argentina, otra Colombia. También están Ecuador, Bolivia, Venezuela, Cuba y Chile; urbes como Buenos Aires, Caracas, La Paz y Guayaquil. Además, Medellín es la cifra de la historia patria: Boyacá, Maturín, Pichincha, Bomboná, Ayacucho y Junín recuerdan batallas famosas. Sucre y Girardot, a próceres. Y no podían faltar el Parque de Bolívar y el Bosque de la Independencia. Recorrer la ciudad en bicicleta era mejor que ir a clase; más ilustrativo. Tenía ventajas: conocías el mundo por ti mismo y en cada esquina encontrabas una sorpresa.
En el Bosque de la Independencia recibiste enseñanzas que no habías logrado en ningún otro sitio. Era un amplio parque público con arboledas y lago –donde hoy funciona el Jardín Botánico– rodeado por “zonas de tolerancia”. Las prostitutas y sirvientas concurrían allí los domingos para encontrarse con amigos y amantes. Con Ignacio, otro ciclista de la barra, seguían a las parejas por entre la arboleda para sorprenderlas besándose o haciendo el amor. Las mujeres, atraídas por la apariencia de las bicicletas, les aceptaban conversación. Ignacio les pedía que se levantaran las faldas o se dejaran tocar. Ellas se reían de la ingenuidad de las propuestas y con picardía les mostraban los muslos. Alguna hasta se dejó tocar los senos. La riqueza y variedad de sensaciones eran infinitamente mayores que las del colegio y estabas deslumbrado; por eso esperabas con ansia cada fin de semana, para irte de excursión con Ignacio. Pero luego caías en una gran confusión: sentías placer y orgullo, como si hubieras logrado una hazaña de adulto y, al mismo tiempo, angustia por haber pecado en materia grave. A la primera oportunidad ibas al confesor; él te invitaba al remordimiento para que la absolución fuese efectiva, pero la desazón no terminaba. ¿Qué es el remordimiento? –te preguntabas–. De las clases de religión nada claro había quedado. Ahora, el padre decía que es “desear ardientemente que no hubiese sucedido lo que sucedió”. Esto era imposible: ¿cómo no desear que hubiese sucedido, si precisamente lo que sucedió era lo que más deseabas?
En la barra, el ambiente, en general, era de camaradería, pero no faltaban las burlas y abusos de los grandes contra los pequeños. Por eso, no era raro que estallara alguna pelea. Fue así como un día te viste enfrentado a Jaime, a quien llamaban Pecueca. No sé por qué, pero te “llevaba bronca” y no perdía oportunidad para burlase de ti. Tú, que siempre fuiste pacífico y paciente, evitabas su presencia. Alguien te aconsejó que, si querías superar la situación, no tenías más remedio que enfrentarlo, nadie iba a hacerlo por ti. Una tarde estaban reunidos en la esquina. Cuando llegó Pecueca te empujó para que le cedieras el sitio. Tú, armado de falso valor, le espetaste, “no me empuje, hijoeputa”. Todos oyeron el insulto y los rodearon. Pecueca no se hizo esperar; se te vino encima y en menos de lo que canta un gallo te reventó la nariz y rasgó la camisa. Te invadió la furia y lo empujaste con tanta fuerza que fue a parar al suelo. En realidad, tuviste suerte. Estaban junto a una cuneta; tropezó, cayó de espaldas y se dio contra el borde de la acera. Al verlo en esa situación, algunos te gritaban que aprovecharas, que lo cogieras a patadas. A ti no te pareció digno hacerlo, y te quedaste en guardia. Pecueca no salía de la sorpresa. Tuvieron que ayudarlo a parar. Estaba rengo, con la espalda y la cadera entumecidas por el dolor y, por lo tanto, temporalmente fuera de combate. Así terminó el round. Nunca antes habías sentido una sucesión más frenética de emociones: rabia intensa, miedo, coraje, dolor en la cara y en la mano, satisfacción cuando lo viste en el suelo, sorpresa cuando sentiste la sangre corriendo por el rostro, tristeza y desconcierto cuando viste la camisa hecha jirones, aprehensión cuando consideraste qué ibas a decir en casa al llegar esa noche en condición tan lamentable. Y, cuando él inició la retirada, orgullo, porque por fin habías podido enfrentar al agresor. Los circunstantes llegaron a la conclusión de que la pelea había “quedado empatada” y que era necesario desempatarla. Eso no ocurrió, porque desde ese día Pecueca dejó de meterse contigo.
Por Gerona y El Salvador existían otros grupos de muchachos que a veces bajaban por Bomboná. Nada sucedía cuando lo hacían individualmente o en parejas; pero cuando pasaban cuatro o cinco se miraban con recelo, se silbaban y con gestos obscenos se desafiaban. Usualmente la cosa no pasaba de ahí, pero una tarde acababas de llegar del colegio cuando cundió la alarma: debías presentarte ojalá armado, porque los de Gerona los habían amenazado. Cada uno buscó apresuradamente una cadena, una varilla, un cuchillo, una correa con chapa. Hubo buen acopio de piedras. Los enemigos aparecieron en la esquina de Maturín y comenzaron a arrojar piedras. Los de Villa se atrincheraron detrás de los árboles y en los pórticos de las casas y también arrojaron piedras. Los proyectiles y los insultos volaron de lado a lado, sin mayores consecuencias. Al principio estabas asustado, pero a poco te llenaste de valor; abandonaste el refugio y saliste con una piedra en cada mano. Te disponías a lanzarlas cuando una del bando contrario te dio en el hombro izquierdo. Si te hubiera dado en la cabeza no estaríamos contando el cuento. El dolor te dejó aturdido, lograste regresar al refugio y luego terminó la batalla. En espera de un nuevo ataque, en las tardes siguientes salieron a la misma hora, cada vez mejor armados. Nunca faltaste, a pesar de que la contusión duró una semana y mantuvo encalambrado el hombro. En un momento pensaste en buscar el revólver de papá; sabías dónde lo guardaba cuando estaba en la ciudad. Pero te faltó valor y nada les mencionaste a tus amigos. En vista de que los atacantes no llegaban, algunos propusieron ir en su búsqueda. Todos estaban de acuerdo, pero no se movían: tal vez porque tenían miedo, tal vez porque faltaba el líder verdadero. Estaban establecidos los lazos de solidaridad y ahora lo que cada uno tenía que justificar era el honor de ser considerado miembro. Fue una verdadera enseñanza. La barra ya era parte de tu identidad y de tu vida. Temías ser rechazado o calificado de cobarde, hasta el punto de que ni siquiera les contaste del golpe recibido. Golpe que, más bien, te causaba vergüenza. Pensabas: “¡Qué idiota, dejarme golpear, cuando los demás salieron ilesos!”. Ni siquiera tu mamá se enteró. Es claro que aún no sabías, ni tus amigos sabían, que las heridas que se reciben en la batalla dan honra antes que quitarla.
Había barras (o combos) en los barrios porque el sistema educativo era ineficiente y los jóvenes no tenían opciones. La que conociste, vista en la distancia, era bastante inocente. Allí no se fumaba marihuana ni se bebía alcohol, los miembros no andaban armados y el nivel de violencia era mínimo. Con el crecimiento de la ciudad y la falta de atención de las autoridades, el fenómeno se recrudeció y las barras se convirtieron en pandillas. Los jóvenes aprendieron a robar, atracar, violar, asesinar; así se formaron los sicarios que hicieron de la ciudad un infierno después de 1970.
En el siguiente mes de febrero regresaste a San Ignacio. La experiencia fue idéntica a la del año anterior: perdiste –por segunda vez– primero de bachillerato. Jorge entró en cólera y reprochó tu “vagancia”. Nunca lo habías visto tan descompuesto; la bicicleta fue confiscada, querías huir. Entonces te refugiaste en el zarzo. Era un espacio oscuro, oloroso a polvo, que en la parte más honda recibía un tímido rayo de luz por una claraboya. Allí estaban en cajas las viejas revistas de tu padre. Nunca las habías hojeado, a pesar de que siempre estuvieron