Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero


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hacia las nubes, giró en redondo, se precipitó en picada hacia el lote que iban a fumigar, voló a ras de tierra hacia un árbol frondoso que marcaba el lindero y cuando te hacías a la idea de que iban a estrellarse, subió y giró hacia la derecha. Al aterrizar casi no podías mantenerte en pie, por el mareo, el temblor en las rodillas y la emoción.

      Luego te fuiste para El Espinal. Allí estaban los tíos Cristóbal y Candelaria. Habían dejado Ibagué (donde vivían) por recomendación médica. Cristóbal, que fumaba desaforadamente, había desarrollado enfisema pulmonar, lo asaltaban los más alarmantes ataques de tos y pasaba las noches acezando. (Todavía no se ofrecían tanques de oxígeno para uso doméstico). A la pobre tía no le alcanzaba el ánimo para ayudarle, para ir en busca de un médico o una droga, y para estar al tanto de tu visita. Además, el calor era insoportable. Entonces decidiste viajar a Bogotá. Esto no estaba en el programa, pero te parecía mejor que continuar en aquel ambiente enfermizo. El bus te dejó al medio día en San Victorino (no existían terminales de trasporte). Averiguaste que a las nueve de la noche salía otro para Medellín, compraste el boleto y te fuiste a caminar, sin rumbo, por esa ciudad inmensa y desconocida. Nadie te esperaba. No pensaste en un hotel; el dinero alcanzaba apenas para el regreso. Pero sentías una extraña seguridad, una libertad interior, un deseo de aventura. Deambulaste por la Plaza de Bolívar, la Candelaria y la Séptima. De repente, por puro azar, te encontraste frente a la vitrina de un almacén de instrumentos musicales. Allí estaban exhibidos guitarras, violines, contrabajos, flautas, saxofones y trompetas. También partituras y, al fondo, se veían los pianos. Era el llamado de un mundo feliz, iluminado por las estrellas que desde la primera edad identificabas con lo más elevado del género humano: Bach, Mozart, Beethoven… Tímidamente te asomaste por la puerta y un viejito amable, sin duda un extranjero, te invitó a entrar. Le dijiste que no ibas a comprar nada, que solo querías ver los instrumentos. Él respondió que no importaba, que él mismo iba a enseñártelos. Y así fue nombrándolos, haciéndolos sonar, explicando de dónde provenían y para qué tipo de obras se usaban. Cuando llegaron a las guitarras quedaste extasiado. Al tañer alguna pensaste que la armonía y sonoridad que de allí surgió no podía ser igualada por ningún otro. Regresaste a la calle convencido de que el viaje a Bogotá se había justificado. Por fin te dejaron abordar el bus y dormiste toda la noche acurrucado, transido de frío, aunque nimbado por ensoñaciones en las que te veías interpretando melodías en una guitarra dorada.

      Las dos principales aficiones de tu padre fueron la filatelia y la fotografía. Al evocar estos recuerdos viene a la mente la figura de Marco Tulio Jiménez, un abogado que vivía en la Avenida la Playa. Cuando fuiste con tu padre a su casa no habían concluido las obras de la canalización en ese sector. Ya él estaba jubilado y se dedicaba a coleccionar estampillas. Fumaba y mantenía cajetillas de distintas marcas y calidades, que le permitían alternar el tabaco rubio con el negro. De hecho, es la única persona que conozco que podía fumar uno tras otro tal variedad de tabacos. Era flaco, alto, ceremonioso, serio, trascendental, siempre vestido de paño y corbata. En su casa los recibía en un salón penumbroso y con tu padre pasaba horas revisando álbumes de sellos, discutiendo precios y buscando referencias en inmensos catálogos traídos del extranjero. También hablaban de la situación política del país, de la Segunda Guerra Mundial y otros temas importantes; y nunca los oíste reír. Cuando murió, tu padre se sintió afectado porque lo consideraba uno de sus mejores amigos. Jorge continuó con la afición de los sellos, especialmente los de Colombia. De vez en cuando pasaba por la oficina de correos para adquirir las últimas emisiones y en ellas invertía un dinero que a lo mejor necesitaba para cosas más terrenales. Pero siempre tuvo fe en que su colección era un ahorro, una manera de formar un patrimonio que día a día se valorizaba. Cada dos años conseguía el último catálogo y se daba a la tarea –callada, paciente, exhaustiva y efímera– de valorar la colección, buscando sello tras sello en el catálogo y completando una enorme lista de códigos y precios. Al final sumaba. Quedaba satisfecho y orgulloso y le anunciaba a la familia el monto al que había llegado. Cuando murió, estaba seguro de que su tesoro era un buen legado para los hijos. Aspiraba a que alguno continuara la colección. Y en caso de que esto no sucediera, iba a ser sencillo sacarla a remate para obtener unos fondos importantes. Por desgracia nada sucedió. Los álbumes y demás utensilios filatélicos quedaron en algún cajón, acaso saqueados, reducidos a curiosidad de museo y por todos olvidados.

      Su afición por la fotografía fue de toda la vida. Se preciaba de tener las mejores cámaras, de haber logrado excelentes tomas, de estar al día en las técnicas más novedosas. Estuvo suscrito a revistas especializadas y no perdía oportunidad de adquirir libros sobre el tema. También perteneció al Club Fotográfico de Medellín. En 1940, cuando viajó a Estados Unidos antes de su matrimonio, llevó su cámara y dejó un legado notable de más de doscientas fotos en blanco y negro. Algunas, ampliadas y enmarcadas, adornaron las paredes de la casa por décadas. Representaban el puente de Brooklyn, los edificios de la Feria Mundial, el Empire State Building y las Cataratas del Niágara. La técnica del color, sin embargo, solo tuvo difusión comercial en Colombia en la década de 1950, y Jorge comenzó a usarla con nostalgia del blanco y negro que, según decía, permitía desarrollos más artísticos. Cuando las circunstancias se lo permitían, compraba un aparato para medir la intensidad de la luz, un juego de lentes o cambiaba de cámara. El archivo fotográfico llegó a ser inmenso y los álbumes ocupaban una buena parte de la biblioteca. Allí quedó consignada la vida de la familia: bautizos, primeras comuniones, navidades, paseos por el campo; paisajes, ganado y cabalgatas en San Carlos; tu mamá presidiendo alguna reunión familiar; Cecilia adolescente vestida de española en su clase de baile y tocando castañuelas o en uniforme de colegio; Jorge Hernán y Gonzalo disfrutando de un baño en la quebrada o montando a caballo; Conny con sus amigas de la calle Argentina.

      Por la época de Semana Santa las clases regulares en el colegio eran sustituidas por espacios de meditación y lectura. Era también la ocasión para invitar a algún conferencista externo. Ese año (estarías en cuarto o quinto), las inquietudes sexuales se habían convertido en asunto prioritario. Existía un problema de lenguaje o, mejor, de traducción: cuando los padres y maestros se veían obligados a explicar el coito, lo hacía en términos científicos y poéticos para guardar el decoro. Acudían a metáforas vegetales y se referían a los pétalos y sépalos, el estambre, el pistilo, los óvulos, el polen y la fecundación. Los muchachos quedaban en Babia. Esto, sin embargo, no les impedía a unos cuantos hacer alarde de las mayores y más fantasiosas proezas, para lo cual usaban la jerga callejera. La dificultad radicaba en que los muchachos no establecían las correspondencias entre uno y otro lenguaje. Aquella conferencia causó escándalo. La dio un médico. El rector le pidió que hablara sin rodeos. Así lo hizo y los primeros sorprendidos fueron los curas. Dijo que después de los quince años era normal que el joven visitara una casa de lenocinio, es decir, de putas. Allí los peligros no eran morales sino profilácticos, o, sea, de salud. Al encerrarse en una habitación con una mujer en pelota, venía la erección, es decir, el pene se endurecía. Para que no quedaran dudas, pene era lo mismo que chimbo, como lo llamaban en Antioquia, o verga, como le decían en la Costa. Luego procedió a explicar cómo se introducía el pene en la vagina, y agregó que vagina era lo mismo que chimba. Habló de la eyaculación y aconsejó dos prácticas que él consideraba esenciales: orinar de manera copiosa una vez terminado el acto, para que el chorro limpiara el conducto de la uretra evitando infecciones. Y, ya en la casa y antes de irse a dormir, lavarse el chimbo y las huevas con buena cantidad de agua y jabón, por el mismo motivo. Esto había que hacerlo lo más pronto posible, no dejarlo para el otro día. Se refirió con detalles de laboratorio a la gonorrea, el chancro, la sífilis y las “manetas” –esos insectos pequeñitos que se enquistan en el escroto, es decir, el forro de las huevas, explicó, y producen una rasquiña insoportable–. Terminó ofreciéndose para responder cualquier duda. Sobra decir que el auditorio, compuesto por tres sacerdotes y ochenta o más muchachos, permaneció en el más absoluto silencio. Y aquí, una observación final: el médico no habló del condón, que en esa época era costoso y no se había popularizado. Pero ya lo conocías. Un compañero mantenía uno usado en la billetera. Decía que no era sino lavarlo después de cada ocasión, y lo mostraba orgulloso como su mayor trofeo.

      La violencia se había extendido por el país. El presidente Gómez, alegando motivos de salud, le entregó el poder a


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