Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
al abuelo a visitar las fincas. Chalán en mula fina, un día entró en un corral de piso de piedra. Tal vez había llovido. Tal vez el jinete hizo un movimiento desacostumbrado. Tal vez había un objeto o un animal extraño –un gato, por ejemplo–. La bestia se encabritó y el muchacho fue arrojado al piso. Recibió el golpe en el cerebro. Logró sobrevivir con los cuidados de los médicos del pueblo, pero unos meses después comenzaron las convulsiones. Ese fue el final de sus estudios regulares y requirió atención especial. Lo conociste y trataste en Monte Blanco, cuando él estaba por los veintiocho años de edad. Su habitación quedaba en la planta baja, en frente de la de Clementina, y allí entrabas a conversar con él. Aunque no podía desempañarse en un trabajo u oficio, a ti te parecía normal; era dulce y cariñoso, dicharachero y alegre. Te enseñaba láminas, te hacía trucos con monedas, te preguntaba cosas que nunca sabías responder. A pesar de su dulzura, todos le temían. Su enfermedad podía manifestarse en cualquier momento y en cualquier lugar y las consecuencias eran lamentables. Podía caerse y golpearse o golpear a alguien. Entonces existían pocas drogas y pocos tratamientos, lo que ponía a la familia en una situación de angustia perpetua. Si estaba en casa, los hermanos y los sirvientes lo contenían. Si estaba en la calle, solo Dios sabía qué podía pasar.
Una mañana estabas en Monte Blanco, serían las diez, acababas de desayunar y saliste al jardín. Brillaba el sol y los trabajadores arreglaban los parterres. Caminabas por ahí despreocupadamente cuando sentiste a la abuela gritar desde la puerta. Vestía una bata de dormir de color crema y tenía el pelo suelto. Se apoyaba en el marco de la puerta. Su voz sonaba transida de impotencia. Pedía que sujetaran a Tomás, quien, de pijama, caminaba por el prado hacia la carretera con gestos descompuestos. Ya tenía babaza en los labios. Los trabajadores soltaron las herramientas y acudieron de inmediato. Tomás se resistió lanzando puñetazos, pero al fin lo sujetaron. Luego lo condujeron a la fuerza hasta su habitación; allí permanecieron Clementina y los trabajadores hasta que pasó el ataque. Cuando Tomás murió –víctima de una de tales crisis– lo que más te impresionó fue la sensación de alivio que cundió en la familia, y el hecho de que nadie volviera a mencionar su nombre.
El tío Adán, por el contrario, fue afortunado. Estudió dos años en el seminario de donde se retiró para trabajar en el Almacén de José A. Botero. A la muerte del abuelo, Adán se adueñó del negocio y se hizo llamar pomposamente “don José Adán Botero”. Tomás estaba enfermo y el resto de los herederos eran mujeres. Esto le dio a Adán la potestad de administrar la cuantiosa herencia. Cuando lo conociste tenía poco más de veinte años. Era un joven apuesto que se vestía a la moda. A veces se frotaba las manos y tú te quedabas esperando que de ellas surgiera un portento. Tu mamá y tus tías hablaban con frecuencia de Adán, por lo general con murmullos; Jorge evitaba su amistad, prefería guardar silencio o cambiar de tema. En cambio, tú no parabas de admirarlo y lo buscabas cuando ibas a Monte Blanco. Te trataba sin mimos, te hablaba como si fueses adulto. Te daba regalos: una moneda, un reloj viejo, una pieza gastada de motor. Poco sabías de la vida de jolgorios y excesos que llevaba. Poseía los autos más lujosos. Su marca preferida era el Buick. Cada año cambiaba de modelo. Recuerdas un Roadmaster convertible rojo, de capota de lona blanca; un Skylark azul celeste; enormes, con cojines de cuero, radios de lujo y llantas con una banda muy amplia de color blanco, que era necesario mantener impecable. Se destacaban por la amortiguación, que, según dijo, permitía viajar por las peores carreteras como en una alfombra mágica. Tenía fama de “don Juan”, sobre todo entre las “numeritos”. Las llevaba a los sitios de baile en la carretera a Copacabana, en la de Santa Elena, o por la vía a Robledo. En una época en que había pocos autos, y, sobre todo, pocos tan vistosos, su Buick lleno de muchachas alegres les daba a las gentes abundante tema de conversación. Los escándalos eran frecuentes, aunque nunca pasaban de aventuras más o menos inofensivas. Pero, por la época de tu adolescencia, las cosas se tornaron de color castaño cuando ocurrió un accidente ampliamente reseñado en los periódicos. Adán y un amigo de apellido Aristizábal (negociante de autos y motocicletas), sacaron a dos muchachas de la casa de Marta Pintuco y se fueron de farra por la “autopista”, una carretera acabada de construir a la orilla del río. Quiso lucirse acelerando la máquina con tan mala suerte que volcó. Una de las muchachas murió y los otros ocupantes quedaron heridos. Adán fue trasladado a la clínica El Rosario, donde fuiste a visitarlo. Sus heridas no eran graves, pero permaneció allí más de una semana mientras un abogado “arreglaba” el asunto con el juzgado y con las víctimas para que su cliente no fuera a parar a la cárcel.
Pero los carros, las mujeres y el licor no eran sus únicas aficiones. Gustaba también de las motocicletas, los caballos de paso fino y las armas de colección. En Monte Blanco conociste una BMW que tenía la particularidad de funcionar con transmisión de cardán, no de cadena. A pesar de tus cortos años, el tío te dio amplia información sobre las ventajas y desventajas de cada sistema; cuidados, lubricación y mantenimiento. Tenía pistolas de varias marcas y calibres y las usaba en Monte Blanco para mejorar el pulso. Una tarde sentiste los ruidos y fuiste a investigar. Adán estaba con Aristizábal disparando contra un tronco. Tú también quisiste disparar, y él te habría dejado, pero el prudente consejo de Aristizábal lo impidió. En cuanto a las bestias, las mantenía en pesebreras en Envigado y Sabaneta. Los sábados organizaba cabalgatas por las montañas y llevaba las alforjas bien provistas con botellas de ron para los señores y brandy para las damas. Una tarde de farra montaba un caballo brioso en el Parque de Bolívar. La ciudad estaba en plena Fiesta de las Flores y el público se agolpaba para ver pasar a los jinetes. Al entrar al parque, el animal resbaló y cayó sobre la pierna derecha del jinete. La fractura fue grave. A partir de ese momento caminó cojo. Esto no le impidió continuar con las motos y los caballos. Tuvo otras caídas, hasta que los médicos ya no pudieron componer más la rótula y el fémur; se fue quedando rengo pero nunca dejó de ser parrandista.
Pero regresemos a la época en que tenías cuatro años. No eras un niño muy sano. Te aquejaban las gripes, malestar de garganta y debilidad general. Comías poco y tu peso se mantenía por debajo de lo esperado. El doctor Arturo Pineda Giraldo (primo de tu padre) sugirió una tanda de inyecciones y venía a ponértelas en la cadera. Como no mejorabas de tus achaques y las cosas, más bien, tendían a empeorar, acordaron llevarte a un especialista en Bogotá. El primer tramo se viajaba en tren. Al ingresar al túnel de la Quiebra, el humo de la locomotora era denso, quedaba aprisionado en los socavones –no había ductos de ventilación– y se colaba al interior de los vagones. Tu mamá te puso un pañuelo húmedo en la cara, y aun así te acosó la tos y el ardor en los ojos. Un foco colgado del alambre se bamboleaba arrojando una luz tímida en medio de la humareda y las ruedas de metal traqueteaban en los empates resonando con ecos multiplicados. Estas sensaciones desapacibles, que experimentabas por primera vez, duraron largos minutos. Por fin salieron al otro lado de la montaña, la luz del sol y el aire fresco penetraron en el vagón y el viaje continuó sin problemas.
Llegaron a Puerto Berrío hacia las cinco de la tarde y se alojaron en el Hotel Magdalena. En frente estaba el patio donde maniobraban las locomotoras, enmarcado por una hilera de grandes árboles. Más allá, el río oscuro y enorme fluía en silencio y el conjunto, iluminado por los arreboles, se veía majestuoso. De repente se formó una algarabía. Eran los loros que, en enormes bandadas, llegaban a pernoctar en los árboles junto al río. En la mañana volvió la algarabía de los loros mientras tú y tus padres abordaban el vapor de la Naviera Fluvial Colombiana, que iba a llevarlos en un máximo de dos días a Puerto Salgar. Aquellos barcos eran armatostes pesados, de varios pisos, impulsados por grandes ruedas movidas por calderas de carbón o leña. Ofrecían tres categorías: lujo, primera clase y tercera. Tu padre optó por la de lujo, que incluía camarote. Un botones de uniforme se hizo cargo del equipaje y los guió hasta el camarote en el tercer piso. Dijo que era uno de los mejores. Se mantenía fresco porque recibía la brisa de proa y su vista era inmejorable. Las comidas las servían meseros de librea en un comedor decorado y amplio. Los pasajeros de tercera entraban por otra escalerilla y se ubicaban en cubierta. Muchos llevaban hamacas y se peleaban para colgarlas en sitios sombreados o por donde llegara el viento. Sonaron las sirenas y el buque comenzó a navegar. Las primeras nueve horas fueron apacibles, a pesar de la resolana. Los pasajeros mataban el tiempo recostados en las bordas y permanecían atentos a los cocodrilos, los monos, las aves de todos los colores, que aparecían en cualquier recodo. Los