Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
y algunos años del XXI.
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Este texto es producto de otros textos. Cada uno ha servido de inspiración al siguiente en un proceso de maduración, diríamos de sublimación, eliminando detalles, fechas, historias intercaladas. Apreciaciones que fueron evidentes resultan equivocadas a la luz de hechos posteriores y requieren corrección. Nunca es posible decirlo todo respecto de una persona; hay que seleccionar. Los seres humanos carecemos de unidad; solo la comportan los de ficción.
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Este texto se justifica, también, como mecanismo para recordar y comprender. En un poema de juventud, Jorge Luis Borges dijo: “Es triste que el recuerdo incluya todo / Y más aún si es bochornoso el recuerdo” (“Los Llanos”, 1925).
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Por los años de la Segunda Guerra Mundial, Medellín era una ciudad de provincia de costumbres pacíficas, aferrada a principios morales excluyentes y represivos y bastante incomunicada del resto del país y del mundo. Una burguesía emprendedora, sin embargo, se esmeraba por mantenerla conectada con lo que sucedía en el exterior. Las fuerzas tradicionales se oponían a las del progreso y la evolución era lenta. Siete décadas después, el país había ingresado plenamente a la modernidad y a la globalización, pero por la vía más cruenta, la del nacotráfico y el terrorismo.
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Para facilitar la lectura hemos dividido el material en tres bloques o “libros”: “La Huida” cubre, aproximadamente, de 1942 a 1977; “Morada al norte”, de 1978 a 1985; “A la salida del Golfo”, de 1986 al presente.
LIBRO PRIMERO LA HUIDA (1942-1977)
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. El receptor Philips de onda corta tenía incorporado un tocadiscos eléctrico “de alta fidelidad”. Jorge escuchaba las noticias de la BBC de Londres y también discos de música clásica. Lo encendía al llegar del club y recuerdas los campanazos de aquel acorde famoso que identifica la emisora, porque en ese momento querías que tu padre te cargara y te brindara una caricia.
Tal es el recuerdo más antiguo que puedes evocar.
Poca atención te ofrecía ya que estaba pendiente del locutor que desgranaba en español el balance diario de la guerra: muertos, heridos y desaparecidos; ejércitos que chocaban, avanzaban o retrocedían; puentes, carreteras y torres de energía averiadas; buques hundidos, aviones derribados, cuarteles y hospitales arrasados; civiles masacrados. No perdía la esperanza: si la guerra terminase, él se creía capaz de rehacer la droguería, de evitar la quiebra, de conservar el patrimonio que había logrado con tanto esfuerzo.
Pero la tempestad inflamó Europa y se extendió por el norte de África, el Oriente, el Pacífico Sur; en cualquier momento encendería el Canal de Panamá y la propia Colombia. La destrucción de tantas ciudades (todavía faltaba lo de Hiroshima y Nagasaki), no era otra cosa que el signo del Apocalipsis. Al terminar la emisión, Jorge se levantaba exclamando en tono de angustia y desconcierto: ¡la guerra! Un tono y un gesto que, además, eran una invocación a un poder superior y un veredicto sobre los días oscuros que faltaban por llegar.
Nada, o casi nada comprendías de aquellas trasmisiones y aquellos gestos, solo percibías la tensión y la angustia de tu padre y, al evocarlas, resuenan en tu memoria palabras como guerra y desaparecidos, que fueron, si no las primeras, unas de las primeras que aprendiste del idioma.
Cuando Jorge se percataba de tu presencia, te alzaba y se iba contigo en brazos en busca de alguno de sus discos. Era un melómano, poseía sinfonías y sonatas –Beethoven era su preferido–, estudiaba con rigor académico la Histoire de la Musique, de J. Combarieu y asistía a los conciertos de cámara que se ofrecían en la ciudad. Tú seguías allí, a su lado, tal vez sentado en sus rodillas, sintiendo su respiración y su calor, y escuchando la música que comenzaba a sonar. Un día dijo: “los compases con los que se abre la Quinta son el llamado del destino”. Pronto fueron familiares para ti, y los escuchabas también como un llamado, al igual que los campanazos de la BBC.
Estas asociaciones se hicieron más complejas. Escuchabas la música imitando la devoción de tu padre, como si estuvieras a punto de oír una palabra superior, una revelación, como si fuera la vía segura hacia lo absoluto. Solo sentías aprehensión y temor. Muchas veces has meditado sobre aquellas impresiones. ¿Por qué te impactaban tanto? ¿Por qué aún hoy las consideras como determinantes en tu vida? La sesión de música era un rito diario en la penumbra, solemne, trascendental, cargado de amenazas y malos presagios.
Habías nacido sesenta y seis días después de Pearl Harbor, el 11 de febrero de 1942 –poco antes de las seis de la tarde–, en el Hospital de San Vicente de Paúl en Medellín. Según el registro que dejó mamá, medías veintiún pulgadas y tres cuartos y pesaste siete libras y seis octavos. El parto lo atendieron el doctor Miguel M. Calle y la hermana Lucrecia de La Merced. Fuiste bautizado en la capilla del hospital por el padre Manuel José Villegas. El evento lo reseñó el periódico local al lado de otras dos noticias: la primera informaba que los cruceros alemanes Gneisenau, Scharnhorst y Prinz Eugen, apoyados por destructores y escuadrones de aviación, zarparon ese 11 de febrero de Brest hacia el canal de la Mancha buscando la salida del mar del Norte. Al tratar de detenerlos, los ingleses perdieron cuarenta y dos aviones en seis horas. Y la segunda, que Borges acababa de publicar Funes el memorioso en Buenos Aires y que la crítica se mostraba desconcertada por no encontrarle significado. Seis meses más tarde, los alemanes ponían en funcionamiento la “solución final” de Treblinka.
Jorge nació en Santo Domingo en 1906. Fue el mayor del matrimonio de Francisco Pineda y Rita López. Vivieron en distintos pueblos porque Francisco trabajaba con las Rentas Departamentales. Cuando la familia se asentó en La Ceja, Jorge ingresó al colegio de los Hermanos Cristianos. Los viejos analfabetas que se reunían en la botica para comentar las noticias, lo llamaban para que les leyera en voz alta artículos de periódicos y revistas. El Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, acababa de ser asesinado y se desencadenaba la gran confrontación de 1914. Aquellas lecturas de horror, sin duda mal asimiladas, anidaron en su subconsciente y determinaron su temperamento nervioso y su fascinación y temor por los acontecimientos políticos y militares que ocurrían en el mundo.
Luego, para que adelantara el bachillerato, Francisco lo envió al Liceo de la Universidad de Antioquia en Medellín, que funcionaba en una casona cerca de la Plaza de Flórez. El choque cultural del joven debió ser traumático. Había crecido en los pueblos donde regía la cultura tradicional, donde nada o casi nada sucedía. Ahora los medellinenses estaban preocupados con el progreso, discutían el primer “Plan de Desarrollo” y las controversias eran violentas: para unos, el progreso era lo peor: producía insomnio, trastornos cerebrales, los autos confundían al peatón con sus bocinas y los suicidios iban en aumento. Para otros, era el valor más elevado; decían que ya era incontenible y que quienes no se acomodaran quedarían marginados.
La ciudad se trasformaba. Ya contaba con una clase empresarial que desde comienzos del siglo era reconocida a nivel nacional. Funcionaban muchas empresas, entre ellas Coltejer, Argos, Tejidos de Bello y el Banco Alemán Antioqueño. Jorge venía ajustándose a este entorno. Ya cursaba el quinto año de bachillerato y, animado por los consejos de su padre, se disponía a escoger carrera. Pero sus aspiraciones quedaron truncas cuando recibió la noticia de su muerte. Nunca supimos la causa. Tengo la sospecha de que fue un hecho de violencia; tal vez un atraco o un accidente. El único recuerdo que nos queda es un dibujo a plumilla de un cuarto de pliego, copiado, sin duda, de una fotografía. Está fechado en 1945, es decir, unos veinte años después de su muerte, y la firma del dibujante es ilegible. Representa a un hombre blanco, de treinta y cinco años, más bien delgado, de frente amplia, la mirada