Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero


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Ford Coupe negro modelo 1938, con radio y cojines forrados en cuero, que permaneció en la familia por más de una década. Cuando tenías pocos años te sacaban a pasear en él y guardas nítidas las sensaciones del aire entrando por la ventanilla, la tersura del cuero, su color oscuro y el sonido de la radio.

      La abuela Clementina era la cuarta de una familia de diez hijos. Nació en Sonsón hacia 1887 y murió en 1949. Sus padres fueron José María Uribe Botero y María Pastora Botero Botero. José María, quien en la familia se conoció como don Marita, o Papá Marita, dejó fama de rico y en Sonsón lo recuerdan porque donó los altares de mármol de Carrara para la catedral. Se inició como arriero y llegó a tener centenares de mulas y bueyes cargueros, organizados por recuas con sus capataces, recorriendo las trochas del país. Daniel, el único hijo varón, estudió abogacía en Bogotá, donde se destacó como profesional, tan refinado que lo llamaban El Conde y tan afortunado que heredó el grueso de la fortuna de don Marita.

      A la abuela Clementina la recuerdas de rostro adusto, tez trigueña y movimientos lentos. Lucía el cabello entrecano y largo hasta la cintura y las hijas ayudaban a peinarlo. Su cuarto parecía una capilla, porque los objetos más visibles eran un crucifijo de un metro con cincuenta, de una desnudez deslumbrante, exaltada por grandes y sangrantes heridas; una vistosa camándula de cuentas de cristal pulido como diamantes que colgaba de uno de los brazos del crucifijo, y que había sido encargada a Roma; una “bendición” con la fotografía del pontífice Pío XI dirigida a “José A. Botero, señora y familia”, también traída de Roma, y uno o dos cirios encendidos. Tenía un reclinatorio tapizado en tela roja, y un número de taburetes, porque la abuela convocaba allí a la familia y a la servidumbre para rezar el rosario. Presidía desde el reclinatorio o sentada en la cama, que estaba en el rincón más oscuro. Algunas veces debiste asistir al rezo y lo recuerdas como un castigo. La voz de la anciana, entrecortada y cavernosa, repetía las palabras, siempre las mismas, de todo lo cual te quedó una extraña sensación: había que invocar a Dios, un ser lejano, omnipotente y cruel, que nos castiga por un pecado que no hemos cometido.

      La Exposición Mundial –The New York World’s Fair (1939-1940)– fue uno de los acontecimientos más importantes ocurridos en los años previos a tu nacimiento. Su eslogan fue: Dawn of a New Day (“El amanecer de un nuevo día”). Fue la primera en centrar el interés en el futuro: ideas, materiales, procesos, máquinas, fuerzas que estaban en desarrollo y que apuntaban hacia la construcción de un mundo mejor. Nunca antes los seres humanos habían depositado mayor confianza en la ciencia y la tecnología. El ícono central eran dos edificios: el Trylon y la Perisphere; el primero, una torre piramidal de 210 metros de alto y el segundo, una esfera a la cual se ingresaba por una escalera eléctrica denominada Helicline. El interior de la Perisphere contenía a escala la ciudad del futuro. (Hoy podemos recordar lo esencial de aquel símbolo en el logo de la empresa de Cementos Argos en Colombia.)

      Se trataba, pues, de un evento que ningún burgués acomodado podía dejar pasar, y muchos antioqueños hicieron el esfuerzo de viajar. José A. organizó su viaje y partió con Clementina y Regina en el mes de abril de 1939. Fueron en buque a Nueva York desde Barranquilla con escala en La Habana. Trajeron innumerables anécdotas, regalos, ropas, enseres. Recuerdas particularmente un grabado a plumilla del castillo El Morro que por décadas estuvo colgado en las paredes de tu casa.

      Entretanto, Jorge pasaba por su mejor época: la droguería parecía pujante y las perspectivas eran buenas. Pertenecía al círculo social más exclusivo: el que se reunía en los clubes Unión y Campestre (donde practicaba el golf). Estaba suscrito a L’Illustration que recibía de París y a National Geographic y Life que le llegaban de Estados Unidos. Su automóvil causaba sensación: un Lincoln Continental. También era propietario de un lote campestre por San Antonio, cerca de Rionegro, donde se proponía sembrar manzanos, montar una lechería de ganado Holstein y construir a su gusto una casa de recreo. Ya había escogido el nombre: “Georgia”. Uno de sus mejores amigos era el pintor Eladio Vélez. (Por esa época dirigía el Instituto de Bellas Artes. Esta amistad duró hasta la muerte del artista, en 1967) Varias acuarelas, de las más bellas, estuvieron colgadas en tu casa, siempre en un lugar de privilegio. Un cuadro de gran formato –en óleo sobre tela–, pintado en París en 1930, que representa una barcaza amarrada a uno de los muelles del Sena, fue considerado por tu padre como su joya más preciada y por décadas lo viste exhibido en la sala principal.

      Para completar la lista de realizaciones solo le faltaba visitar la Feria Mundial, y las circunstancias se lo estaban exigiendo. Con la confrontación de las potencias en Europa, los proveedores tradicionales suspendían despachos y escaseaban los productos. Como Estados Unidos se resistía a entrar a la contienda, quedaba la opción de cambiar de proveedores. Pensó que con unos cuantos contactos en Nueva York la Droguería seguiría operando eficientemente.

      Jorge prefirió viajar por mar. (Existía un servicio aéreo eficaz para el correo pero precario y peligroso para pasajeros, y la gente mantenía vivo el recuerdo del accidente que le costó la vida a Gardel en 1935 en el aeropuerto de Medellín) Pero la situación era cada vez más tensa. Se hablaba de espías en los puertos, estaciones clandestinas de radio, submarinos en el Caribe que se abastecían de agua en la Guajira y se temía que Alemania atacara el Canal de Panamá.

      Es fácil seguir el itinerario por la información que contienen las cartas que Jorge le envió a Regina (y que se conservan en el archivo familiar). Fueron escritas entre abril y junio de 1940 en la papelería que ofrecían buques y hoteles. Jorge fue en tren a Berrío y de allí por el río a Barranquilla, donde se hospedó en el Hotel el Prado. Luego se embarcó en el Quirigua, un buque de la Great White Fleet (subsidiaria de la United Fruit Co.) con destino a Nueva York, con escalas en Cartagena, Colón y Kingston. El temor era que en cualquier momento fuera atacado por los alemanes, ya que tales empresas eran símbolos del poderío yanqui. En Kingston, el ambiente de guerra estaba al rojo vivo. Los viajeros quisieron visitar la ciudad y el capitán les retuvo las cámaras fotográficas a bordo, pues estaba prohibido tomar fotografías. Allí Jorge entregó al correo una carta para Regina, que esta recibió y se conserva con el sello: Opened by Censor.

      En Nueva York se registró en el hotel Chesterfield –130 West, 49 Street, en Times Square– un hotel de 600 habitaciones, “tan lujoso que todas tenían baño privado”. Una de sus primeras gestiones fue entrevistarse con Jaime Vélez Pérez, un amigo de Medellín para quien traía una encomienda de su familia. Había sido cónsul del gobierno de López Pumarejo y ahora regentaba una oficina de negocios en sociedad con López. Se daba la gran vida en el Metropolitan Club y el Waldorf Astoria adonde invitó a Jorge. Estas atenciones no habrían tenido mayor resonancia a no ser porque pocos meses después, Jaime se lanzó de su oficina en el piso 38 en Wall Street y fue a estrellarse en la extensión del piso quinto. El New York Times y El Tiempo publicaron la noticia el 19 de enero de 1941 y las causas siempre fueron motivo de especulación. Jaime Vélez y la ciudad de Nueva York quedaron unidos en forma imperecedera en la mente de Jorge.

      En una de las cartas, Jorge le dice a su novia que “una revista de farmacia” anunció “la presencia en Nueva York del propietario de la Droguería Americana”. La noticia incluyó el nombre del hotel en el que se hospedaba, por lo que le llovieron llamadas telefónicas e invitaciones. Es evidente que el mercado suramericano entusiasmaba a los empresarios neoyorquinos. Menciona particularmente a E.R. Squibb, Johnson and Johnson y Park Davis. Tales invitaciones lo llevaron a New Brunswick (New Jersey), Chicago, Detroit y Buffalo adonde viajó en buses de Greyhound. Navegó por el lago Erie, visitó Buffalo y las Cataratas del Niágara, pasó por Washington D.C. y en Nueva York se embarcó de regreso para Colombia, por la ruta La Habana-Panamá-Buenaventura.

      Siempre se hospedó en hoteles emblemáticos y visitó restaurantes y sitios famosos. Le llamaron particularmente la atención Chicago y los grandes lagos, donde, al lado de los recuerdos de la nefasta era de Al Capone, ya por fortuna superada, encontraba un espíritu superior de renovación, un poderío económico, una majestuosidad arquitectónica, un nivel de desarrollo que no había imaginado. Rivalizaba ventajosamente con Nueva York. Son significativos los comentarios sobre Ford, cuyas fábricas visitó


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