Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
en sus descendientes y, sin duda, los ojos verdes o azulosos de algunos provienen por esta línea.
Al perder la única fuente de sustento, Jorge comprendió que, por ser el hijo mayor, debía suspender estudios y hacerse cargo de nuevas responsabilidades. Entonces salió en busca de un puesto de trabajo que le permitiera enviarles fondos a Rita y a sus hermanos menores. Con una nómina tan nutrida de industrias en la ciudad, no necesitó buscar por mucho tiempo. Su presencia era elegante y el trato educado y comedido. Su letra manuscrita era hermosa, tenía facilidad para la ortografía, la redacción y las matemáticas. Encontró una posición de aprendiz en el departamento de contabilidad de la empresa de energía. Se trataba, sin duda, de la mejor opción, ya que era el sector de mayor crecimiento: a finales del siglo anterior, inversionistas particulares habían puesto a funcionar un acueducto en la quebrada Piedras Blancas, una rueda Pelton en la Santa Elena capaz de generar energía para el alumbrado público, y un número de líneas telefónicas. Ahora la municipalidad se hacía cargo de estos negocios organizándolos bajo una sola razón social que denominaron “Empresas Públicas Municipales”. Allí trabajó por más de diez años y vivió de cerca la construcción de la primera etapa de la Central de Guadalupe. Se generó tanta energía que las autoridades construyeron un sistema de tranvías eléctricos para comunicar los distintos barrios, con lo cual la ciudad se puso a la altura de las más desarrolladas del planeta.
La suspensión temprana de sus estudios formales no le impidió continuarlos como autodidacta y desde joven se propuso conformar su propia biblioteca. Alcanzó un buen conocimiento del francés y del inglés y se aficionó a la música y a la historia. Se interesaba por lo que llamaba “la actualidad” y era un obsesivo lector de periódicos y revistas.
Al avanzar su juventud, sus gustos se refinaron. La ciudad se daba ínfulas de cosmopolitismo. Llegaban artistas internacionales y compañías de ópera y zarzuela españolas, italianas y francesas. Estaban los teatros Bolívar y Junín. El Circo España era una construcción cubierta para siete mil espectadores donde se llevaban a cabo fiestas bailables, representaciones teatrales, opera, cine y hasta corridas de toros. Existían salones de té, entre ellos el Astor –especializado en pastelería suiza– y los muchachos y muchachas salían a pasear en auto por los pueblos vecinos. Había exposiciones de pintura y era abundante la producción de Horacio Longas, Ignacio Gómez Jaramillo, Eladio Vélez, Pedro Nel Gómez y otros artistas contagiados por el impresionismo y demás corrientes de moda. Florecían las librerías y las tertulias. La gente aprendía de memoria y recitaba poemas de Rubén Darío, Guillermo Valencia y José Asunción Silva y, unos años después, los de Barba Jacob y Alberto Ángel Montoya. La novela La Vorágine, de José Eustasio Rivera, causó agitadas polémicas ideológicas. Las de José María Vargas Vila estaban condenadas por la Iglesia y prohibidas por las autoridades, pero circulaban profusamente, en especial entre obreros y otras gentes del pueblo y eran la delicia de sus furtivos lectores.
Jorge profesaba ideas liberales. ¿De dónde le venía el liberalismo? Como sus parientes del Santuario y Santo Domingo eran en su mayoría conservadores, no lo llevaba en la sangre; lo llevaba en el cerebro, por convicción: desconfiaba de los curas; pensaba que los individuos pueden forjar sus propios destinos, que la ciencia y el progreso mejoran el mundo; creía en el esfuerzo individual, en la iniciativa privada y estaba convencido de que la industria y el comercio eran herramientas poderosas para superar la pobreza ancestral del país. Luchó por esos ideales, pero fracasó. Las circunstancias no le fueron propicias, como veremos en estas páginas.
Jorge se retiró de las Empresas Públicas Municipales para fundar, a mediados de la década de 1930, la Droguería Americana, que fue exitosa desde sus comienzos. Era un negocio competido. Estaban los Laboratorios LUA, Droguerías Aliadas, Droguería Andina y otras. Importaban productos de farmacia y una larga lista de bienes de consumo, como licores, vinos, cerveza, rancho, perfumes, cremas y tapices. Más que una miscelánea como las de sus competidores, Jorge orientó su negocio a la importación, procesamiento y re-empaque de productos químicos y farmacéuticos. Su cultura general y sus conocimientos de francés e inglés le permitían mantener correspondencia con fabricantes y distribuidores. Poseía bodegas y promovía marcas propias a través de farmacias y boticas de la ciudad y el departamento. Tres de sus productos principales eran Efedrol (para la tos), Dinamol (reconstituyente) y M3 (pastillas para la fiebre). Dirigía una buena nómina de agentes viajeros y las ventas se hacían a crédito. Además, vendía al menudeo en la Botica la Playa, de su propiedad. Sus empleados de confianza eran dos de sus hermanos menores, Libardo en la contabilidad y Francisco en la bodega, y Manuel Mejía, quien ejercía como farmaceuta. El grueso de las importaciones provenía de Europa. (En 1936, Colombia importaba el ochenta por ciento de países europeos y menos del veinte por ciento de Estados Unidos. Después de la guerra, la relación quedó invertida.)
Los antibióticos habían sido descubiertos pocos años antes y apenas empezaba su comercialización. A la penicilina la calificaban de “milagrosa” en el control de enfermedades epidémicas como la sífilis y la tuberculosis. Cundía un aire de optimismo y médicos y pacientes esperaban desarrollos farmacéuticos maravillosos.
Jorge conoció a Regina, tu madre, a finales de los años treinta. Frecuentaban grupos sociales similares, asistían a las “funciones” en los teatros Bolívar y Junín y a los eventos del Circo España. Salían en auto por los pueblos acompañados por otras parejas de jóvenes. Los padres de Regina eran José A. Botero y Clementina Uribe. Venían de Sonsón. Regina era la cuarta de seis hermanos. Todos habían nacido en ese pueblo y se trasladaron a Medellín en la segunda década del siglo.
Fue un éxodo general. A la ciudad estaban llegando gentes de todos los pueblos. Eran familias que se habían enriquecido con la minería, la arriería y el café. Los apellidos son conocidos: Echavarría, Sierra, Jaramillo, Ángel, Botero, Olano, Villegas, Vallejo, Peláez, Bernal, Arango, Moreno, Rendón, Carrasquilla, López y Aristizábal. Las cifras muestran un crecimiento acelerado. En 1900 Medellín tenía 32.000 habitantes. En 1922 llegaban a 75.000; a 120.000 en 1928 y a 150.000 en 1935.
Recuerdas a tu abuelo materno. Vivían en una casona de la calle Ayacucho, a poca distancia del parque de Berrío e ibas a saludarlo llevado por mamá. Estaba anciano. Era alto y grueso. El rostro blanco, redondo, la cabeza totalmente calva. Se movía con dificultad, apoyado en un bastón, por causa de un derrame cerebral. Pero aun así, salía solo a departir con amigos en los cafés y cantinas del barrio. Nació en 1882 y murió en 1946. Había sido el onceno de una familia de catorce hijos. Sus hermanos mayores se fueron para la colonización buscando tierras de labranza y guacas indígenas en las últimas décadas del siglo XIX, por los territorios de los actuales departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda. De niño arriaba mulas, encerraba terneros, cortaba leña y solo tuvo uno o dos años de escuela primaria. Un día, con motivo de la guerra de los Mil Días, llegaron funcionarios de reclutamiento del bando conservador. Como sus hermanos y primos habían partido para la colonización, él también quería irse del pueblo. No había cumplido los diez y seis años y mintió respecto de su edad para ser aceptado como recluta. Pasó a Panamá donde peleó contra las tropas liberales. Estuvo preso en la iglesia de Aguas Claras, en la provincia de Coclé, de donde fue liberado cuando terminó la contienda. La anécdota la conociste por boca de mamá y dio pie para uno de tus primeros cuentos, “La guerra civil”. José A. regresó con el título de capitán; traía un sable de asalto que sus hijos veneraron como reliquia. Como soldado recorrió buena parte del país a pie. Al terminar la guerra se casó con Clementina –en 1905– y siguió recorriendo los caminos ahora como arriero, trayendo a Medellín mercancías de Bogotá y Boyacá. Llegó a ser rico. Tenía fincas en Sonsón y en el suroeste antioqueño, propiedades urbanas y un establecimiento de comercio en Medellín con el pomposo nombre de Almacén José A. Botero, que se especializaba en artículos de lana.
De la calle Ayacucho se mudaron para Monte Blanco, un palacete a la entrada de Envigado, construido en la década de los treinta, con cuatro enormes e imponentes columnas neoclásicas en el pórtico que remedan las de la Casa Blanca, rodeado de rosales, con naranjal y potrero (hoy convertido en colegio y residencia de una comunidad religiosa). Lindaba con la finca “El jardín del Alemán” (conocida después como “Otraparte”) del escritor Fernando González. Hizo amistad con su vecino