Nueva pangea. Jesús M. Cervera

Nueva pangea - Jesús M. Cervera


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su rival le afectaban como a un humano normal y corriente. Ruminanto se acercó a Alexander con gran satisfacción, se puso detrás de él y cuando se disponía a golpear la espalda de Alexander, se quedó parado, pues una sensación le heló la sangre. La presencia más fuerte, persistente y arrolladora que jamás había notado. Giró la cara lentamente y cuán grande fue su sorpresa cuando lo único que vio fue una jovencita de cabellos dorados y una mirada que podría intimidar a la misma muerte. Era Marian, que había bajado siguiendo a Alexander, aunque llegó un poco más tarde debido a la gran velocidad de su amigo y además primero había revisado a la abuelita de Alexander que seguía apoyada en el árbol. Ruminanto, ni por un momento, pensó en atacarla y no porque fuera mujer, o no fuera lo suficientemente fuerte, sino porque sus músculos estaban totalmente paralizados y su espíritu de lucha se había desvanecido, pero ¿cómo era posible que una simple joven tuviera ese tremendísimo espíritu de lucha? ¿Acaso es que ella también era una Niju? Y de ser así, ¿cómo era posible que no la hubieran detectado antes teniendo un espíritu de lucha tan arrollador? Miles de dudas asaltaban la mente de Ruminanto.

      —Lárgate o morirás —le dijo ella.

      Ruminanto volvió inmediatamente a su forma humana y decidió que lo mejor era retirarse, no sin antes, dejar clara la amenaza que se cernía sobre Alexander y sobre todo el mundo:

      —Ahora que por fin lo hemos encontrado, este joven vivirá un infierno pues es el Niju más peligroso que existe y su futuro estará plagado de luchas y guerras, y aunque ahora me voy, ten por seguro que volveremos a vernos tarde o temprano y te aseguro yo soy el menor de vuestros problemas.

      —Pues en cada lucha que tenga mi amigo, yo estaré con él.

      Tras esta breve e intenso intercambio de palabras Ruminanto se marchó a paso ligero hacia el norte, sin voltear nunca la vista para mirar a Marian, pero con su gran cuerpo magullado y su orgullo posiblemente aún más tocado que su físico.

      Pasadas muchas horas, Alexander abrió los ojos mientras oía levemente cantos de pájaros y el burbujeo del gotero conectado a las venas de su mano derecha. Alexander esperó pacientemente y cuando se le aclaró la vista, pudo ver un techo de vigas de madera que le resultaba muy familiar. Un pequeño haz de sol entraba por la ventana, a la derecha de la cama. Debajo de la ventana, adornada con unas cortinas blancas lisas, había una mesa marrón con cajones a juego con el resto de muebles del cuarto: un armario, una mesita de noche y un perchero antiguo. Alexander intentó incorporarse y apoyar la espalda en la pared y notó que, extrañamente, se sentía bien, aunque algo desorientado pues no sabía cuánto tiempo había estado inconsciente ni cómo había acabado en ese cuarto ni por qué estaba lleno de vendajes con lo bien que se sentía.

      Marian abrió la puerta despacio introduciendo la cabeza levemente para ver si su amigo se había despertado, al ver que estaba incorporándose, quiso ayudarlo, pero descubrió que, por suerte, su amigo no necesitaba ayuda alguna pues parecía estar en bastante buena forma.

      —¿Dónde estoy?

      —En mi casa, no reconoces este cuarto porque es el de mi mamá y creo que nunca habías entrado aquí, Alex.

      —Marian, ¿dónde está mi abuelita?

      —Tu abuela está bien y fuera de peligro, Alex, pero tendrá que pasar varios días en el hospital por su seguridad. Lo más increíble es que llevas dos días durmiendo del tirón, mi mamá y yo llamamos a un médico, pero nos dijo que no necesitabas ninguna cura, así que simplemente te puso un gotero para alimentarte.

      Y es que el doctor que había llevado a la abuela de Marian, simplemente le había colocado unos vendajes en los cortes y un gotero con un compuesto de suero especial para alimentar su cuerpo mientras estuviera dormido. Marian se acercó con cuidado a Alexander dispuesta a cambiar los vendajes de su amigo, pero cuanto más lo veía, más se sorprendía pues retiraba las vendas y veía que no quedaba herida alguna en el cuerpo, ni tan siquiera pequeños cortes o arañazos tras la violenta pelea. Esta misteriosa salud alegró mucho a Marian que retiró todos los vendajes de su amigo y los depositó en una bolsa basura cercana, luego quitó con cuidado la vía de la mano de Alexander y le llevó ropa limpia y planchada para que se vistiera tranquilamente. Pero, obviamente, Alexander estaba muy inquieto y ansioso por ver a su madre al hospital, así que se levantó y empezó a vestirse ante la mirada atónita y avergonzada de Marian y, acto seguido, descendió al piso de abajo por unas escaleras de madera de abeto que daban a la cocina de la casa donde se encontraba la madre de Marian, Juana, que estaba haciendo café en un fuego.

      —Buenos días, joven Alexander, ¿te apetecería una buena taza de café?

      —No, doña Juana, muchas gracias, tengo prisa.

      —Tú tómala y ya está, total será un momento de nada y te ayudará a reponerte y empezar el día con energía.

      Alexander se quedó parado en los últimos peldaños de la escalera unos segundos.

      —Está bien, doña Juana, gracias.

      Alexander le caía muy bien a doña Juana pues lo conocía desde bien pequeño y siempre le había parecido un muchacho noble y sincero. Alexander cogió una silla de madera y se sentó delante de la mesa. Acto seguido, sujetó con las dos manos una taza amarilla vacía con la cara de un animal de dibujos animados, y mientras Alexander la sostenía, doña Juana la iba llenando hasta más de la mitad. Al dejar la cafetera de nuevo sobre el fuego de luz solar, ya apagado, se giró y encontró a Alexander absorto.

      —Alexander, tenemos que hablar.

      —Sí, doña Juana.

      Alexander no se negó, primero porque siempre había sido una buena persona y mejor vecina y segundo porque algo dentro de él le hacía pensar que sabía más de todo ese asunto que él mismo.

      —Acompáñame.

      Alexander y Juana se levantaron, cogieron sus tazas de café caliente y pasaron al comedor de la casa donde Marian les estaba esperando sentada, con una taza y con azúcar.

      —Tengo que contarte algo que te sorprenderá, pero por favor ten paciencia y espera hasta que te cuente toda la historia y ten claro que te cuente lo que te cuente, es solo lo que yo sé.

      —De acuerdo, doña Juana.

      —Tus abuelos vivían en esta zona con su hija. Antes de que nacieras, esa hija se fue muy joven a vivir a la ciudad de Cervera y jamás volvió. Pero cierto día, tu abuelo apareció en la casa contigo en brazos cuando no eras más que un tierno bebe, tus abuelos estaban radiantes, felices y encantados. Aunque nunca supimos más acerca de su hija.

      —Entonces…, ¿sabes dónde están mis padres?

      —No, pero cariño, tal vez a llegado el momento de hablar con tu abuela seriamente, aunque recuerda que ella no está del todo bien, no todo el mundo se puede curar a tu velocidad; por cierto, está ingresada en el hospital de Breinosh, piso 7, habitación 713.

      Alexander asintió con la cabeza, muchas dudas y preguntas le rondaban y el hecho de que un tío raro y gigante que podía cambiar de forma viniera a matarle sin más, solo hizo que su curiosidad aumentara, así que dio las gracias de corazón a doña Juana y a Marian por todos los cuidados y las molestias y se puso en marcha hacia el hospital.

      El hospital de Breinosh estaba casi en la entrada de la ciudad. Para facilitar su acceso, Alexander entró por recepción y buscó la habitación donde estaba su abuela, pero al entrar le impresiono mucho la escena que se encontró. Su abuela, que estaba siendo asistida por máquinas para ayudarla a respirar, aún tenía las marcas de los dedos de Ruminanto en el cuello, la cara demacrada. Era una mujer muy fuerte, criada en el campo y Alexander pensó que sobreviviría.

      —Abuelita, estoy aquí contigo.

      Ella abrió despacio los ojos y movió la mano con dificultad para coger la de su nieto con las pocas fuerzas de las que disponía.

      —Cariño, busca a tu mamá en Cervera.

      —Para mí tú siempre has sido como mi madre, abuelita.

      —Lo


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