La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis
tratamos de estar unidos y de que los vecinos no vendan su casa porque no van a poder ascender de clase social, a lo sumo van a comprar otra en un barrio parecido, con la misma gente, la misma música, los mismos robos. Al contrario, van a tener que pagar derecho de piso, no van a conocer a nadie, si les pasa algo ningún vecino saldrá a auxiliarlos. Entonces tratamos de convencerlos de que no vendan. Además, cuando ellos venden, nos dejan el transa acá.
Claudia me cuenta todo esto en una entrevista que realizamos hace unos meses. Ahora intercambiamos exclusivamente sobre la cuarentena:
Hoy el problema más grave del barrio es que la gente no puede salir a cartonear ni hacer feria. Entonces el gran problema es la economía de las familias, la falta de dinero para comprar comida porque no se está pudiendo llevar a cabo el día a día de changas.
Agrega dos cuestiones más: el hacinamiento y el miedo a depender del hospital. Sobre el hacinamiento explica:
Hay casas que tienen cuatro pisos. En la planta baja vive el dueño y arriba alquila todo por piezas. Hay familias completas en una pieza, que comparten la cocina y el baño con los demás inquilinos. Sería catastrófico que ingresara el virus acá.
Corrida del edificio que no fue hospital de niños, ahora justo en el barrio que lleva el nombre del gran ministro de Salud de nuestro país, dice:
Preferimos pasar hambre a tener este virus. En el barrio la gente está muy asustada porque conoce el funcionamiento del hospital y los centros de salud. Para obtener un turno en el Piñero hay que pasar toda la noche haciendo fila. No hay camas para contener a la gente si llega a entrar el virus acá. Tampoco hay respiradores, y nosotros sabemos que vamos a ser los últimos en ser atendidos.
A propósito de Carrillo, durante la “década dorada” argentina creó “una revolución de la capacidad instalada”, como le gustaba decir a Floreal Ferrara (dos veces ministro de Salud bonaerense). Entonces, el número de camas existentes en el país pasó de 66.300 en 1946 a 132.000 en 1954. Decía Carrillo:
El hecho individual es un índice del problema colectivo. No hay pues enfermos sino enfermedades. Hay que sustituir la medicina de la enfermedad por la medicina de la salud. Cloacas, agua, suelo, sedentarismo, alcoholismo, vivienda, etc.[1]
Desde los barrios las voces organizadas insisten en una escalofriante enumeración de enfermedades: dengue, malnutrición, brote de cólera, sarampión, problemas respiratorios y en la piel. El coronavirus muestra las profundidades tenebrosas de la pobreza extrema que no está en los extremos: es el núcleo de la sociedad neoliberal. Verbos como “mitigar” y sus mil desgraciados sinónimos no devolverán la salud que millones pierden por las carencias de sus barrios, por los olores, la contaminación, la falta de cloacas, la mala alimentación.
Farrell, un cura muy activo del partido de Merlo, decía con preocupación:
Veo una dificultad en los vecinos que tienen que salir a trabajar para el pan de cada día. Esta preocupación se expresa en un chateo que tiene mucha intensidad y en frases como estas: “Cómo vamos a hacer para aguantar”, “Esto se va a poner difícil, no voy a tener paciencia”.
En noviembre de 2016, una movilización multitudinaria, convocada por la CGT y los movimientos sociales, rodeó el Congreso nacional. Exigían la aprobación de la Ley de Emergencia Social y el Salario Social Complementario. Coincidieron para su aprobación votos de opositores y de muchos oficialistas del gobierno de Macri, responsable de agravar la hambruna y la desigualdad. Si nos internamos en la lectura del debate parlamentario, se reconocen diferencias. La ley es el resultado de un protagonismo social, el de la economía popular, y también de tironeos. Allí se establece la creación del Salario Social Complementario, el Consejo de la Economía Popular y el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular. Las tres, instituciones subejecutadas o directamente cajoneadas por quienes gobernaban entonces.
En estos años, sin embargo, se ha fortalecido un tejido comunitario frondoso de organizaciones territoriales y religiosas, y un gremialismo de la economía popular. Su estatura sigue ninguneada, pero el sostenimiento de la cuarentena está realmente en sus espaldas.
El problema del aluvión
El desafío es el día a día, la ingeniería compleja de la subsistencia. La multichanga: carro para cartonear y captar cualquier derrame, arreglos domésticos, cortes de pasto, construcción, ferias, trabajo de limpieza, cuidado de niños o de ancianos, etc. De hoy para hoy. Es una banalidad a esta altura recordar que la vida sin salario no accede a “licencia por enfermedad”, ni puede fantasear con la idea de dejar de trabajar algún día en la vejez. La vida sin salario ni redes familiares o recursos acumulados (la herencia, por ejemplo) se vuelve insostenible cada vez que el país desbarranca. Al final del día cada familia saca las cuentas de la escasez: entre lo ganado y lo conseguido (salita, comedor, biblioteca) y lo que queda de la Asignación Universal por Hijo o del salario social complementario, según el momento del mes, se decide qué se compra y cuánto en el mercado del barrio.
A fines de 2019, los 17 millones de puestos de trabajo de la población ocupada en el sector privado se dividían así: unos 7 millones eran puestos asalariados registrados; cerca de 5 millones, asalariados no registrados; otros 5 millones, trabajadores no asalariados. 7 millones versus 10 millones. Y aún tendríamos que sumar a los desocupados. ¿Y hoy? La pandemia es el ajustador más letal que hayamos podido imaginar. El derrumbe de los ingresos de los trabajadores encuarentenados resultó fulminante. A fines de abril, la OIT publicó un informe devastador sobre la situación de los trabajadores y trabajadoras en los países afectados por la pandemia: concluyó que los informales sufrirán reducciones de más del 80% de sus ingresos en países de ingresos medios-bajos como el nuestro. Las mujeres, por su parte, padecerán el agravamiento de esta situación extrema. A mediados de mayo, la misma OIT hizo una serie de proyecciones para el segundo trimestre del año: así, estimó que la cantidad de horas de trabajo disminuiría en un 10,7% con respecto al último trimestre de 2019, lo que corresponde a 305 millones de empleos a tiempo completo.
En la Argentina, el gobierno nacional adoptó medidas destinadas a realizar una transferencia de dinero a los hogares “cuya subsistencia inmediata depende de lo que día a día obtienen con el fruto de su trabajo”. Reconociendo la “insuficiencia del sistema de seguridad social argentino”, el 23 de marzo pasado dispuso crear el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE): prestación monetaria excepcional de $ 10.000, no contributiva, para argentinos y residentes, entre 18 y 65 años de edad, que estén desocupados, se desempeñen en la economía informal, sean monotributistas (categorías inferiores) o trabajadoras domésticas que no hayan percibido ingresos por trabajos en relación de dependencia, en concepto de jubilaciones y pensiones, o planes sociales (salvo AUH). Fue concebido como pago por única vez para el mes de abril. Y debió ser prorrogado por la vía de un refuerzo.
Las previsiones del gobierno –que rondaban los 3,6 millones de beneficiados– se vieron desbordadas: se inscribieron con la velocidad de la luz 12 millones de personas. Una conclusión obvia: este gobierno, que ha dado señales de compromiso con la cuestión social, no tiene, sin embargo, conocimiento suficiente sobre esa realidad. Por eso la inscripción masiva al IFE se sintió como un aluvión. ¿Cómo se construye una relación de saber en el Estado? ¿Cómo se hacen presentes las clases populares allí? La pregunta se hizo muchas veces. Nicos Poulantzas aportó a la cuestión. Esas clases integran las estructuras más jerárquicas en posiciones subordinadas (las policías o el Ejército). La polémica puede sonar demodé. No obstante, vale sostener la pregunta: ¿cómo se informa hoy la política? ¿Cómo son internalizadas las experiencias de vida y las estructuras de sentir, del basural de Moreno y de la zona que llaman Villa Asma? ¿En qué parte del Estado está el olor ácido que irrita la garganta? ¿Quién ve cómo se despliega en ese lugar un proceso de trabajo? Pero también, ¿cómo se calcula en las cuentas nacionales la dirección y cuantía de transferencias ínfimas y constantes hacia quienes cargan en un camión viejo los reciclados comprados a cartoneros y luego los venden a las pequeñas o medianas o grandes industrias de los alrededores? ¿Hay alguna planilla que registre las transferencias que reciben quienes no pagan enterramiento de basura porque en definitiva hay 150.000 cartoneros en el país dedicados a revertir el daño ambiental