La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis
millón no son menos de 114.000.
Si se supone (conservadoramente) que el promedio de cada una de esas fortunas es el mismo que declaran los que sí declaran (U$S 3,2 millones), se concluye que las familias millonarias atesoran U$S 262.320 millones en total. Es casi la mitad de lo que produce al año la Argentina, acumulado por el 1% de su población. Pero las consultoras estiman que el verdadero patrimonio de cada familia es unas seis veces eso. O sea, más de un billón de dólares. Dos PBI.
Según esas mismas fuentes, 1040 de esos individuos tienen “riqueza neta superalta” (ultra high net worth, como los categorizan en esos informes). Es decir, sus patrimonios superan los U$S 30 millones. Como ese universo incluye a muchos que apenas superan esa marca pero también a Paolo Rocca, Alejandro Bulgheroni y Eduardo Costantini, el promedio por familia es de U$S 135 millones. Son el 0,01% más rico, el estrato al que apuntan Piketty y Milanović como el más beneficiado de la era de la hiperdesigualdad. Pero se puede hilar todavía más fino y llegar al 0,001%: ahí están las cien familias cuyo patrimonio supera los U$S 100 millones y que en total atesoran U$S 28.400 millones, con una riqueza promedio de U$S 284 millones cada una.
¿Cuánto paga de impuestos ese sector privilegiado de la sociedad? Mucho menos de lo que debería. Por empezar, los impuestos sobre el patrimonio que recaudan los tres niveles de gobierno (nacional, provincial y municipal) apenas representan un 3,2% del PBI, una porción muy menor al 27,4% del PBI que se recauda en total. Pese a ser uno de los únicos tres países latinoamericanos que conserva con bienes personales algo parecido a un impuesto “a la riqueza”, junto con Colombia y Uruguay, la Argentina se mantiene por debajo del 3,8% de Canadá o del 4,4% de Francia. Más que bajas alícuotas, a los ricos les juega a favor el viejo truco de las valuaciones fiscales. Es gracias a esos precios de fantasía de campos y mansiones que se achica mucho la base imponible.
A la vez que no pagan impuestos especialmente altos por su patrimonio, los argentinos VIP tampoco sufren una carga alta por sus ingresos. El impuesto a las ganancias representa poco más del 4% del PBI, menos de la mitad que en los países ricos de la OCDE, donde equivale al 8,7%, o que en los escandinavos, donde llega al 14%. Los impuestos al consumo como el IVA e ingresos brutos, en cambio, arañan el 12% del PBI. Son los más injustos, aunque parezca contradictorio, porque se cobran a toda la población por igual.
La razón central por la cual los ricos contribuyen con poco a los gastos del Estado, de todas formas, no obedece a que las alícuotas de los impuestos sobre el patrimonio sean bajas, a que las valuaciones sean irrisorias ni a que los ingresos más altos se graven mal. El problema es un mecanismo de evasión que se convirtió en rasgo indeleble de la dinámica de acumulación local: la fuga de capitales y su sistemático ocultamiento.
El sector privado argentino, según estima el Indec, acumula en el exterior un total de U$S 355.377 millones. Es casi un 70% del PBI y cinco veces lo que declaran ante la AFIP los 32.484 contribuyentes con patrimonios mayores a U$S 1 millón. El Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo Argentino (Cefid-AR) calculaba una década atrás que era un 109% del PBI y con ese dato coincidió hace poco el presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA). Aunque otras estimaciones más recientes son más conservadoras, todas coinciden en algo: la Argentina está entre los cinco países con más riqueza offshore del planeta.
País alojamiento
Para ese 1% más rico, la Argentina funciona como un país-dormitorio. Un lugar amable para vivir y criar hijos, pero no para guardar ahorros ni radicar empresas. El concepto, que acuñó Guido Di Tella a fines de los ochenta, explica a la perfección el comportamiento de la élite económica, especialmente desde la dictadura. En la era de la hiperdesigualdad llegó a su paroxismo con los argentinos que empezaron a nacionalizarse paraguayos y uruguayos, aunque solo Marcos Galperín haya llegado al extremo de mudarse físicamente y lo haya hecho ya en dos ocasiones.
Pero no se trata de un rasgo excepcional sino de una costumbre cada vez más difundida entre los favorecidos del sistema. Un hábito que, por otra parte, ya generó debates muy encarnizados en otras latitudes. Lo específico del fenómeno argentino es la escala que adquirió. Según la United Nations University World Institute for Development Economics Research (UNU-Wider), la pérdida de ingresos fiscales como consecuencia de las técnicas de “planificación fiscal nociva” de grandes contribuyentes asciende al 4,4% del PBI. Es decir, más de lo que recauda el impuesto a las ganancias.
Aun así, y en medio de una catástrofe humanitaria como la que atraviesa el planeta por el covid-19, los ricos se oponen a pagar una contribución extraordinaria –¡del 2 o el 3%!– por única vez. Sus argumentos, como advirtió el joven doctor en Economía Gustavo García Zanotti, pueden reducirse a dos. Por un lado, afirman que la base de su fortuna es un esfuerzo continuo a lo largo de muchos años. Si se gravara, concluyen, se afectaría la base meritocrática del sistema y se desincentivarían sacrificios futuros de las nuevas generaciones. Por otro lado, aducen que su riqueza privada es de utilidad social porque son los ricos quienes se arriesgan a invertir y, al hacerlo, gatillan el consabido “efecto derrame” sobre el resto de la población en forma de empleos y salarios.
Lo segundo es fácil de rebatir al constatar que el 70% de los activos declarados por los grandes contribuyentes está fuera del país. Si tienen tan elevada propensión a la fuga de capitales, el cobro de un impuesto sobre sus fortunas no afectaría las decisiones de inversión sino el volumen de la fuga.
La discusión sobre la meritocracia es más filosófica. Pero también puede abordarse desde lo contable, porque en el patrimonio declarado por esos 32.484 acaudalados (U$S 104.000 millones) apenas hay U$S 4000 millones de participaciones en empresas. El grueso son títulos públicos (U$S 46.000 millones), depósitos (U$S 22.000 millones) e inmuebles (U$S 18.000 millones). En otros términos, lo que engorda esas fortunas son los intereses y las rentas obtenidas por activos financieros y no las ganancias derivadas de innovaciones técnicas o comerciales exitosas.
La relación entre la élite económica argentina y el resto de la sociedad está mediada por la fuga de capitales. El fenómeno bloquea la discusión sobre el excedente económico y le otorga a esa élite un poder de veto sobre cualquier política redistributiva que se proponga cambiar profundamente el reparto injusto de las últimas décadas. Sus bienes están sencillamente fuera del alcance de la democracia. Y eso no cambió con el virus.
Pero hay algo peor. Como cuando la economía crece y las fortunas engordan sus dueños fugan divisas al exterior, los dólares escasean. Y como no pagan los impuestos que deberían por esas riquezas fugadas, la recaudación tampoco alcanza a cubrir el gasto público necesario para mantener la paz social en el país-dormitorio. Ahí suelen hacer tronar los tambores del ajuste, pero la relación de fuerzas con el resto de la sociedad impide aplicar ese recorte del gasto con el rigor que haría viables a la vez la fuga y la evasión que generaron el problema en un principio. Las cuentas públicas entran entonces en déficit y el balance de pagos también. Y el Estado suple las dos necesidades endeudándose en dólares.
Con sus dólares depositados en el exterior,