La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis

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embargo, actualmente la Dirección Nacional de Reciclado está a cargo de María Castillo, referente cartonera del Movimiento de Trabajadores Excluidos. La conocí en acción a María, cuando organizaba el proceso de recuperación de la basura en Lomas de Zamora. También la escuché varias veces en talleres en CTEP sistematizando y socializando, con trabajadoras y trabajadores de otras cooperativas, conocimientos de promoción ambiental, de negociación de contratos con los grandes generadores, de valor agregado al proceso de recuperación. Hablaba de la organización laboral, gremial y comunitaria, todo eso junto en la práctica cartonera. Más de una vez usó expresiones inesperadas: “La excelencia cartonera nos permitió” o “Nuestra capacidad de organización productiva es tal que pudimos lograr lo que los privados no supieron”. María sabe muchas cosas que resonarán ahora puertas adentro del Ministerio de Desarrollo Social. Pero en el Estado son miles los que dirigen pequeñas partes, y las trayectorias de este tipo un puñado. Tampoco es solo un problema de cantidades, sino de una fractura proyectada, los efectos de un distanciamiento social (en sentido estricto) que se incrustaron en la materialidad del campo estatal. Porque en las últimas décadas quedó relegada a la prehistoria la discusión sobre cómo construir el tejido político de un proceso de transformación, eso que en algún tiempo expresaron las tres ramas del movimiento peronista.

      Hoy se escuchan acusaciones: “Están de los dos lados del mostrador”, se dice sobre los referentes de movimientos sociales. Algunos de los que acusan son acusados también: “Hay dirigentes gremiales que parecen ministros sin cartera”. La improductividad triste de una política defensiva. Quienes integran el puñado en el que está María Castillo ¿podrían encarnar una doble representación, como funcionarios y referentes sociales? Inscribirse como la resultante que superpone barrio y lugar de trabajo en los pliegues estatales. Poder y conflicto. Calle y gobierno. Sin embargo, los canales para refrendar (o no) la doble representación no están diseñados, ni siquiera nombrados. El 2 de junio, casi cerrando estas líneas, Alberto Fernández se reunió con el secretario general de la UTEP: el Gringo Castro. Ojalá esta instantánea de reconocimiento se acompañara con formas duraderas, nuevas institucionalidades, como una personería gremial para la UTEP. O la ampliación de un salario social complementario para todos los desalarizados. Hoy, esto último se discute abiertamente. El sistema de seguridad social es insuficiente. La única verdad son los 12 millones de inscriptos en el IFE y los 9 millones de solicitudes aprobadas.

      Así y todo, la tensión es máxima, quien no moviliza su cuerpo cada día para trabajar está en riesgo. La recesión monumental se fagocita íntegramente la propensión a negociar con el sistema. En el presente concreto y real, quienes viven una cuarentena social de varias décadas porque no pueden salir de situaciones extremas encabezan el ranking de perdedores. Pero pierden muchos más: los cuentapropistas, los asalariados suspendidos y con miedo a perder su trabajo. No estamos viviendo un keynesianismo de nuevo tipo. Es importante recortarlo así. Lo que atravesamos es el deterioro fulminante de condiciones de vida de millones de trabajadores en nuestro país, y de miles de millones en el mundo.

      Los programas sobre rentas universales, ingresos mínimos o salarios sociales no son novedosos. En los años noventa, el libro del asesor de Bill Clinton, Jeremy Rifkin, se vendía en la sucursal de Walmart de avenida Constituyentes. Letras rojas, fondo negro: El fin del trabajo. Se podía leer:

      Para el creciente número de personas que no tendrán puesto de trabajo alguno en el sector de mercado, los gobiernos tendrán dos posibilidades: construir un mayor número de prisiones para encarcelar a un cada vez mayor número de criminales o financiar formas alternativas de trabajo en el sector de voluntarios.

      ¿Disyuntivas planteadas por el neoliberalismo progresista? (Esa especie de oxímoron fue la expresión acuñada por Nancy Fraser para dimensionar la envergadura de la desilusión que hizo posible que Trump gobierne hoy.)

      La moraleja de aquellos años es que posiciones políticas muy distantes parecían coincidir en una “misma” política. Recuerdo en especial al gran sociólogo del trabajo Robert Castel, autor de La metamorfosis de la cuestión social, que visitó numerosas veces nuestro país y desarrollaba las nociones de desafiliación y de individualidad negativa de “los inútiles para el mundo”. Solía cerrar con gran desazón sus intervenciones con una idea: no pueden constituirse en movimientos de transformación social, son “no-fuerzas sociales”. Castel se explayaba con orgullo nostálgico sobre “la seguridad social”, el cimiento de la sociedad salarial francesa. Con esa arquitectura en franco derrumbe, solo quedaba a su juicio esperar que el Estado fuera capaz de llevar a cabo una operación de salvataje.

      Tal vez no prestamos suficiente atención al hecho de que las categorías y las caracterizaciones muchas veces inciden y hasta determinan las políticas. Las propuestas de ingresos mínimos y rentas universales se desplegaron históricamente con una tonalidad emotiva de destino irremediable; la pérdida de puestos de trabajo se concibió como fulminante e irreversible, y las políticas públicas que surgieron de este diagnóstico fueron, de algún modo, formas de institucionalizar la pobreza. Veamos la serie de expresiones que quedaron adheridas ahí: “Los inservibles para el funcionamiento de la maquinaria social”, los que están afuera, los que no producen, los que no trabajan, los descalificados, los millones de pobres que no tendrán lugar alguno.

      Quienes apoyan la implementación de este tipo de medidas esgrimen argumentos éticos (debemos garantizar un piso de dignidad para todo ser humano) o bien sostienen posiciones pragmáticas como la de Rifkin (cárceles o “voluntariado”). Lo cierto es que la disyuntiva convalida una suerte de amnesia colectiva sobre la construcción económica y social de la desalarización masiva. Sobre los modos activos de desvalorización del trabajo. Sobre la microfísica cotidiana de transferencias del sector informal al sector formal. Finalmente, inadvertidos pero reales, están los patrones ocultos y las cadenas invisibilizadas del modelo de centrifugación de las empresas centrales.

      Olvidamos o naturalizamos una historia reciente e ilustrativa, y muy ligada al paisaje cotidiano de la cuarentena en la ciudad de Buenos Aires: que los repartidores en bicicleta fueron en el tiempo 1 empleados flexibilizados de McDonald’s y otras grandes empresas similares. En el tiempo 2, empleados tercerizados de una empresa contratada por McDonald’s para el delivery, abaratando y precarizando otras condiciones, pero aún asalariados, y contando todavía con la responsabilidad “solidaria” de la multinacional. Hoy son simplemente monotributistas. Y además de repartir, con su trabajo garantizan el big data, la ganancia financiera, la publicidad de las empresas de plataforma.

      Los límites aparecen más nítidos en momentos históricos que producen grandes conmociones. Por ejemplo, el límite delgado y resbaladizo entre el cuidado y el control punitivista, o entre el miserabilismo (el registro paternalista de los pobres como “carentes”) y el reconocimiento de las capacidades de los sectores populares organizados.

      Cuando los movimientos territoriales –y los sindicatos que acompañaron– protagonizaron hace unos años la creación del salario social complementario construyeron una pieza testigo, consecuencia de un prolongado proceso de reorganización social en los territorios que, como suele expresar el Gringo Castro, tiene una dimensión comunitaria y una gremial. Es la organización social para alimentarse, para poder trabajar, para construir la vivienda y mejorar el barrio, para reclamar y movilizarse, para el cuidado y para enterrar a los muertos (porque la emergencia en los barrios hace décadas que es, también, una emergencia funeraria). Este recorrido entraña además un proceso de reorganización de las estructuras profundas de la identidad. Es posible reconocer un temperamento popular capaz de rechazar los planteos miserabilistas y de conectar en cierto modo con la tradición peronista tal como la define el intelectual inglés Perry Anderson.

      En efecto, cuando compara el Brasil de Vargas y la Argentina de Perón, Anderson sostiene:


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