La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis
manejado desde el poder. Perón los galvanizó como combatientes activos contra el poder oligárquico movilizando las energías proletarias en una militancia sindicalista que lo sobrevivió. Uno apelaba a lacrimógenas imágenes de “el pueblo”, mientras el otro invocaba la ira de los descamisados, los sans culottes locales.[2]
Está en juego, y en acto, una transformación subjetiva que “la política” todavía no ha logrado decodificar. Se escucha algo de esto: “Los barrios somos nosotros, la capilaridad es nuestra, el Estado sin nuestras mediaciones no llegaría nunca a ninguna parte”. La pandemia potencia estas resonancias, y por eso las mediaciones organizativas podrían convertirse en el soporte fundamental para imaginar y hacer efectivas políticas de distribución y redistribución de los ingresos y del poder social.
El botón es otro
¿Será posible que alguien, el día después de la pandemia, se anime a hablar de nuevo sobre meritocracia? Poco tiempo antes de la cuarentena, sobre este mismo mundo inmóvil y entrampado por el sistema actual, en columnas del diario La Nación se filosofaba con solemnidad acerca del esfuerzo y el sacrificio como llave del ascenso social. Posiblemente conscientes del ridículo, el domingo 29 de marzo, en el mismo diario se incorporan reflexiones de intelectuales más sofisticados que reconocen sin titubear lo que es obvio: “El hijo de un hogar pobre probablemente será pobre (la movilidad social, en la Argentina y en el mundo en general, es muy baja)”.
Eduardo Levy Yeyaty y Andrés Malamud, los autores de la nota, ofrecen otro razonamiento, recurriendo al dilema del tranvía: imaginemos que una formación fuera de control se tope en su recorrido con cinco personas atadas. Un botón permite desviarla hacia un ramal en el cual solo hay una persona atada. ¿Debemos pulsar el botón?, se preguntan. Desde un criterio utilitario estricto, pulsar el botón permite la reducción de muertes. Trasladan el dilema al covid-19: “Ahora estamos en la oficina del presidente, que tiene que elegir si abre la cuarentena aumentando (por mano propia) el conteo inmediato de muertes por contagio a cambio de salvar potencialmente muchas vidas (¿más o menos?) a lo largo del tiempo (¿cuánto tiempo?)”. Pero, complejizan, en países con pobreza extendida como el nuestro, los pesos perdidos también son vidas perdidas. “En nuestro caso real, la cuarentena es el botón y la pobreza el tranvía”.
Los dilemas tienen supuestos. Y en este caso el supuesto es que el funcionamiento del capitalismo financiero permanezca idéntico a sí mismo. Porque, como es evidente en las sociedades contemporáneas (incluso en una con tanta pobreza como la nuestra), la concentración económica produce una desigualdad creciente. El covid-19, el gran catalizador de todos los ajustes, podría convertirse en el gran catalizador de todas las contradicciones si decidimos iniciar una ruptura redentora con la elección más perversa: que mate el virus o que mate la pobreza que se acrecienta en cuarentena. El límite es tan abismal que no es posible seguir evadiendo el problema de la riqueza descomunal y de la legitimidad de su origen.
[1] Maristella Svampa, Certezas, incertezas y desmesuras de un pensamiento político. Conversaciones con Floreal Ferrara, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2010.
[2] Perry Anderson, Brasil. Una excepción (1964-2019), Madrid, Akal, 2020.
2. Ya colaboré
Poniendo estaban los ricos
Alejandro Bercovich
San Martín les cobró un impuesto especial a los ricos en Cuyo para financiar el cruce de los Andes y neutralizar el peligro realista. Güemes hizo lo propio en Salta para frenar a los españoles del Alto Perú en plena guerra por la independencia. Franklin D. Roosevelt empezó a enterrar la Gran Depresión cuando consiguió que se aprobara la Tax Revenue Act de 1935, que llevó el impuesto a las ganancias al 75% para quienes tuvieran ingresos por más de U$S 500.000 al año. Winston Churchill había hecho otro tanto en Gran Bretaña, a sus 35 años, cuando empujó con David Lloyd George el People’s Budget de 1910, que no solo fijaba impuestos más altos para los mayores ingresos sino que también introducía tasas sobre la herencia y la propiedad de tierras para modernizar la Armada y proteger al imperio. Después de la Segunda Guerra Mundial, toda Europa forzó a sus acaudalados a pagar contribuciones especiales para la reconstrucción; Alemania y Japón picaron en punta con tributos sobre los más altos ingresos: llegaron al 70 y 80%, respectivamente.
Las grandes guerras del siglo XX, como puso de manifiesto Thomas Piketty,[3] funcionaron como inigualables niveladores sociales. Mientras el 1% más rico de la población concentraba el 20% de los ingresos nacionales en los Estados Unidos, Japón y Europa a fines de los años treinta, su porción de la torta cayó a bastante menos del 10% en 1945. Y nunca volvieron a superar ese 10% hasta la revolución neoconservadora de los setenta y el posterior “relato hiperdesigualitario” de los ochenta y noventa, sobre el que se explaya Piketty en su último libro.[4]
Esa nivelación, por supuesto, no fue un efecto natural de las guerras sino una consecuencia de la destrucción de capital que generaron y del modo en que se financiaron. Así como las familias pobres aportaron el grueso de los soldados muertos, como siempre, la mayor parte de los gastos recayó sobre las clases poseedoras y esa lógica se mantuvo después, durante toda la Guerra Fría. Los que trascurrieron bajo aquellos regímenes tributarios progresivos fueron, según Eric Hobsbawm, los “treinta años dorados del capitalismo”.[5] Nunca las clases trabajadoras del mundo desarrollado habían vivido ni volverían a vivir tan bien.
Antes, otras catástrofes también achicaron los abismos socioeconómicos que se ensanchaban en tiempos de paz. El historiador Walter Scheidel enumera los que considera “los cuatro jinetes de la nivelación social”:[6] las guerras, las revoluciones, los colapsos estatales y las epidemias. Durante las plagas y enfermedades muere mucha gente, igual que en las guerras, pero no hay catapultas, bombas ni misiles que destruyan instalaciones productivas. Por eso en las epidemias, específicamente, Scheidel sostiene que el efecto es demográfico: como cada vez que ocurrió una las filas de quienes trabajan se vieron diezmadas, su remuneración (tomara la forma que tomase) subió. Un asunto simple, de oferta y demanda de seres humanos.
¿Cuánta gente debería matar el coronavirus para que los salarios empezaran a subir en todo el mundo por escasez de mano de obra, como aumentó la parte del excedente social que recibían los siervos de la gleba durante la Peste Negra del Medioevo? Como mínimo, diez veces más de lo que marcan las proyecciones más pesimistas de la Organización Mundial de la Salud. Por eso estudiosos de la distribución como Branko Milanović sostienen que, salvo que los Estados actúen de modo tan inédito como lo hicieron durante y después de las guerras mundiales del siglo XX, el reparto de ingresos y patrimonios al interior de los países occidentales después del covid-19 va a ser más injusto.
Quién paga los respiradores atificiales
Apenas estalló la pandemia, todos los gobiernos del mundo se entregaron a una carrera por ver quién gastaba más. El golpe del aislamiento social obligatorio a las cadenas globales de valor fue tan fulminante que los Estados debieron salir inmediatamente al rescate de los caídos. Los planes de ayuda fiscal a empresas y a personas que perdieron su sustento llegaron a representar cerca de una cuarta parte del PBI en Italia y Alemania y un 10% en los Estados Unidos, donde muchos desocupados pasaron a ganar más de lo que cobraban en sus trabajos minimum wage, lavando copas o clasificando paquetes.
Sin distinción de signos políticos, aunque a menor escala, en América Latina también se desplegaron programas sin precedentes de sostén y reanimación económica. En la Argentina se alcanzó de facto