La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis

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argentina. Bonos que pagan intereses muy por encima del promedio mundial, entre otras razones porque el país recae cíclicamente en cesaciones de pagos. Esos intereses terminan por engordar todavía más las fortunas de quienes debieron financiar al Estado pagando impuestos y no prestándole ese mismo dinero a altas tasas de interés. El antiguo maridaje entre fuga y endeudamiento sobre el que echaron luz Eduardo Basualdo y Daniel Aspiazu[9] hace ya décadas.

      Cuando llegan las crisis, los dueños de las mayores empresas argentinas ven divididos sus intereses. Como capitalistas les conviene que el Estado renegocie sus deudas y vuelva a empujar el crecimiento. Como acreedores, en cambio, les conviene que ajuste y pague. Si el fisco impone una quita en la deuda pública afecta a las fortunas de los millonarios (un stock), aun cuando podría favorecerlos en sus ganancias (un flujo) una vez relanzada la actividad.

      La catástrofe del covid-19 expuso nítidamente cómo razonan los ricos argentinos y qué parte de sus patrimonios determina su conducta. Que piensen más en el stock (las fortunas fugadas, declaradas o no) que en el flujo (sus empresas) explica por qué son tan recurrentes los empresarios ricos con empresas pobres. También sirve para entender por qué tan frecuentemente apoyan gobiernos y políticas económicas que perjudican a sus compañías, como les pasó a muchos industriales con Macri.

      Las 10.000 familias ricas o las 1000 superricas, así, sienten el impuesto a las grandes fortunas como una “doble imposición”. Aun cuando todas tributen bienes personales solo por el valor fiscal ficticio de sus campos y mansiones; aun cuando muchas registren las ganancias de sus empresas en guaridas fiscales para pagar menos impuestos acá; y aun cuando la mayoría mantenga gigantescos depósitos en negro en el exterior. Es sencillo: buena parte de su riqueza offshore está invertida en los bonos que se multiplicaron vertiginosamente en los últimos años. Y si va a haber una quita sobre esa deuda –termine como termine la renegociación–, es lógico que respondan como el vecino de un suburbio residencial cuando le toca el timbre el segundo o tercer pordiosero del domingo: “Ya colaboré”.

      Tal vez hacía falta que un germen microscópico nos empuje a la peor crisis de nuestra historia para cambiar todo esto de una vez.

      [3] Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, Buenos Aires, FCE, 2014.

      [4] Thomas Piketty, Capital e ideología, Buenos Aires, Paidós, 2019.

      [5] Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1994.

      [6] Walter Scheidel, The great leveler: violence and the history of inequality from the Stone Age to the twenty-first century, Princeton University Press, 2017.

      [7] Según estimó JP Morgan en mayo, el colapso económico 2017-2020 va a ser más rápido y profundo (21,4% desde el pico) que la crisis de la convertibilidad 1999-2002 (caída de 20,4% acumulada).

      [8] Gustavo García Zanotti y Martín Schorr, Informe especial sobre Anuario Estadístico 2017 (AFIP).

      [9] Daniel Azpiazu, Eduardo Basualdo y Miguel Khavisse, El nuevo poder económico en la Argentina de los años ochenta, Buenos Aires, Siglo XXI, 1986.

      3. El tiempo de la necroética

      Ximena Tordini

      1. Ella tiene 75 años, tres hermanas y un diagnóstico de esquizofrenia. Vive en un geriátrico. Cuando aparecen los síntomas respiratorios es internada en una clínica. Desde ese momento nadie puede visitarla. Varios días después muere sola. Su hermana, de 77 años, hace sola los trámites de la muerte. Tiene que “reconocer el cuerpo”, como llama la burocracia al requisito que establece que una persona viva debe afirmar que conoce a la persona muerta para registrar “la defunción”. Lo hace a través de un vidrio: una hermana de cada lado. Al día siguiente maneja su auto, solo ocupado por ella; sigue al coche fúnebre hasta Chacarita. Presencia sola el entierro, que no fue precedido por una ceremonia, y las maniobras de los empleados estatales para poner el ataúd en la tierra. Atraviesa de nuevo el cementerio para volver a su auto, y la ciudad para volver a su casa. Un día después, sabe que su hermana no tuvo covid-19, que todas esas soledades fueron pura prevención.

      La historia me la cuenta N., por WhatsApp:

      [15:18, 20/4/2020] N.: hizo todo en la vida para estar con su hermana cuando muriera y no pudo.

      [15:19, 20/4/2020] N.: dice que si la hubiera dejado en el geriátrico al menos moría en un contexto familiar.

      Conversamos sobre que las políticas de prevención de la enfermedad privan a las personas de estar acompañadas en el momento de morir; suprimen los rituales funerarios, todos, los religiosos, los laicos, los consolidados por la sociedad en instituciones y negocios, los que cada grupo afectivo construye para sí mismo; fuerzan formas inéditas de atravesar los primeros días de la falta; obligan al duelo solitario. Ni las medidas de salud pública, ni los discursos de política sanitaria de cada mañana pronuncian eso. Como si no mencionarlo hiciera que nadie pensara en la forma de morir a la que nos arroja la gestión de la pandemia. O como si el duelo fuera un asunto privado, como si la política no lo tocara, como si no hubiera allí nada que planificar. Nos acordamos de Chernóbil, la serie: de la mujer que se rebela cuando le prohíben tocar a su novio radiactivo. Le pido al robot de Telegram que busca libros que me ayude a encontrar una escena. Lo logra, por supuesto: “Ahora, en lugar de las frases habituales de consuelo, el médico le dice a una mujer acerca de su marido moribundo: ‘¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar’”. Son las primeras páginas de Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévic. “Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd”, dice la mujer en el capítulo del libro en el que la autora le facilita la toma de la palabra. Una muerte sin sentido del tacto. Tres días después, N. me manda una nota de Mariana Carbajal en Página/12. Un hijo que no pudo acompañar a su mamá durante sus últimos días viva dice: “Es como si se hubiera esfumado”.

      2. El covid-19 aterriza en Guayaquil, la segunda ciudad más grande de Ecuador, en enero: cruza el Atlántico en el cuerpo de una mujer de 71 años, una ecuatoriana que vivía en España, al igual que otras decenas de miles que limpian las casas y cuidan a los hijos del Norte. Semanas después, ella, la paciente cero, muere en una unidad de terapia intensiva. Su hermana también, muchos integrantes de la familia enferman; mientras se recuperan, cuentan el desprecio y la indiferencia que recibieron. El relato no trasciende, en esos momentos la Tierra ofrece imágenes más llamativas de la catástrofe.

      Nueve días después, la palabra Guayaquil se expande como una gota de tinta negra en un vaso de agua. Un ataúd arde, sobre el asfalto; las llamas blurean el fondo: unas calles que se parecen a las de cualquier ciudad de Sudamérica. Cuatro personas, jóvenes, dejan a una quinta, muerta, en una vereda, y corren. Otra cámara asoma de la ventanilla izquierda de un auto: en la parte central de un boulevard hay un sillón, sobre él, una persona muerta, arropada con cuidado en una manta celeste, una flor roja sobre su pecho. No se entiende qué ocurre; según el gobierno, el día en que estas imágenes comenzaron a circular el virus había matado a 60 personas en esa provincia,


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