Lost in Music. Giles Smith
que mi madre me comprara en el Harper’s Music Store, salvando así una de esas mañanas de sábado.
Weeley queda al este de Colchester, de camino a Calcton. No hay gran cosa allí, excepto campo abierto y alguna casita rural tranquila, lo que lo convertía en el lugar perfecto para un fin de semana de rock en directo y abuso de sustancias. «T. Rex», proclamaban los carteles de la ciudad. «Lindisfarne, The Faces, Rory Gallagher, Caravan, Colosseum, Barclay James Harvest, Mott the Hoople, Curved Air…»
Ni siquiera me molesté en preguntarles a mis padres si podía ir. Hacía muy poco que había obtenido ciertos derechos relativos a montar en bicicleta sin acompañante, así que sugerir que me dejaran pasar tres noches inciertas en compañía de 30.000 fans del rock habría sido tentar a mi suerte. Además, en aquella época un festival de rock era un festival de rock: con Ángeles del Infierno cargados con motosierras, gente desnuda por todas partes y drogas de una sorprendente mala calidad. Baso esta afirmación en recuerdos vagos de algunas historias publicadas en el periódico local la víspera de Weeley que fueron debatidas en casa. Todos los artículos hablaban de «vecinos cabreados» y tal vez fueran un pelín exagerados. Aun así, apuesto a que existen numerosas diferencias entre el ambiente de Weeley en 1971 y los festivales de Glastonbury de la actualidad, que además de ser un producto envasado y accesible, se han edulcorado hasta convertirse en un fin de semana de compras alternativo con cobertura en directo en Channel 4.
En aquel momento, ese fin de semana de Weeley fue una agonía —y los días previos también, cuando vi la guía del festival gratuita y recortable publicada en el periódico la semana anterior—. Tan cerca y tan lejos. Y, aun así, pensé que si no podía ir y ver a Bolan, al menos podía interceptarle por el camino.
—Para ir de Weeley a Londres —le pregunté a mi padre en más de una ocasión— hay que pasar por Colchester, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
Tenía una imagen muy nítida del Bolan que quería ver, parado en el semáforo de London Road, de camino a Weeley. Estaba en el asiento del copiloto de una furgoneta Ford Escort, con un montón de instrumentos apiñados detrás. No había nadie más del grupo, solo Bolan (con purpurina bajo los ojos y la chaqueta de plata y los pantalones de raso). Así que, el primer día del festival, recorrí en bicicleta la carretera que antes de construir la circunvalación recibía el tráfico de Londres y lo hacía rodear la población. Dejé la bicicleta apoyada a la entrada de la sucursal del banco NatWest y esperé casi toda la tarde. No obstante, no dio señales de vida. Típico de Colchester.
En aquella época era T. Rex o Slade. Toda la historia del pop parecía haberse reducido a ese eje crucial. En realidad, la historia en sí parecía haberse reducido a este eje crucial. La agitación industrial de principios de la década de 1970 no era más que un murmullo de fondo durante la guerra de temas entre Slade y T. Rex de 1972/73; «Mama We’re All Crazy Now» contra «Children of the Revolution»; «Cum On Feel the Noize» contra «20th Century Boy»; «Skweeze Me, Please Me» contra «The Groover».
Después de la división entre chicos y chicas, Slade o T. Rex era la manera más sencilla de dividir a la gente que conocía en la escuela. Slade tenía a Noddy Holder, con unas patillas como las del dueño de una fábrica de la época victoriana, un sombrero de copa con discos reflectantes y una voz que sonaba como hacer gárgaras con azufre. Sin embargo, T. Rex tenía a Marc Bolan, con su rostro angelical, los morritos que ponía y sus preciosas «t» y «s» cantadas con la parte anterior de la boca. Noddy Holder nunca fue Slade de la forma en la que Marc Bolan era T. Rex. Las tres personas situadas detrás de Bolan en el programa Top of the Pops, tiesos como palos de manera más o menos premeditada, no llamaban la atención de nadie, mientras que Slade era un grupo, un puñado de tíos duros, juerguistas estridentes, cuyo sonido era más pesado y denso que los brillantes solos de guitarra de Bolan. La verdad es que no tragaba a Slade. Mi problema no era con Holder, sino con el otro, ese del pelo largo y liso y la sonrisa bobalicona: Dave Hill. Me parecía un imbécil. Lo mismo me pasaba con el batería, que se limitaba a permanecer sentado mascando chicle. Así pues, como había que mojarse, opté por Bolan.
Está claro que había mucho más detrás de esta elección. ¿Preferías jugar en equipo, atraído por los garrulos de Slade, o eras un individualista, embelesado por la singularidad de Bolan? ¿Te gustaban los chicos que parecían chicas o los chicos que parecían dueños de fábricas victorianas? Las chicas en general se decantaban por Bolan, así que ser un chico al que le gustaba T. Rex era ser del grupo de las chicas. Yo tuve la suerte de conocer a Karen Jones, a quien no le gustaba ninguno de los dos, así que le pareció bien cambiarme el póster en color de Bolan de su ejemplar de la revista Jackie por solo cuatro caramelos Black Jacks, lo cual me pareció un trato realmente bueno. Acabó colgado en la puerta de mi dormitorio, junto con la selección de imágenes de las revistas y periódicos de mis hermanos que conformaban mi mural de Bolan. Al final, en la puerta no cabía un alfiler: había unos treinta Marc Bolan mirándome, en unos casos poniendo morritos, otros enfurruñado y otros sonriendo.
¿Tenía que ver con el sexo? Creo que en parte no era algo tan sensual como masculino. No estaba tan interesado en acostarme con Marc Bolan como en pegar artículos recortados sobre él en mi libreta especial de T. Rex y en dibujarle intentando reproducir con exactitud la forma de su guitarra. No sentía un deseo hacia él que latiera tan fuerte como mi deseo de coleccionar sus discos, guardarlos juntos en un estado impecable y etiquetarlos con rotulador con el nombre del artista y la canción en la esquina superior izquierda de la funda, el número de disco en la esquina superior derecha, una enorme «G» mayúscula en la parte superior central, un par de paréntesis simétricos y de estilo barroco a ambos lados del agujero central de la funda y con la siguiente frase escrita alrededor del agujero en grandes letras mayúsculas: «ESTE DISCO PERTENECE A GILES SMITH». Me temo que lo que empezó con Bolan define una parte sustancial de mi relación con el pop. No hay muchas cosas tan relacionadas con la pasión y tan francas en su emotividad como la música pop; por otra parte, tampoco hay nada como ella para sacar el bibliotecario que llevo dentro.
Pero, más allá de este reflejo, nunca fui consciente de querer tener con Bolan un rollo amoroso preadolescente. La excitación que sentía en cuanto aparecía en Top of the Pops —una especie de agitación nerviosa, en la parte baja del estómago, justo al límite de lo desagradable— y que me daba energía para media o una hora de actividad frenética en la libreta de dibujo, o para poner sus discos una vez tras otra; una excitación en la que yo desaparecía por completo, o eso esperaba. En esos momentos mágicos no me imaginaba con Bolan, sino como Bolan; lo cual, bien pensado, habría complicado nuestra unión.
Mi fanatismo por Bolan tenía que soportar las burlas continuas de mis hermanos; tenía tres, y ninguno formaba parte del público objetivo de Bolan. Escuchaban a Free, Led Zeppelin y los Rolling Stones, y se creían muy listos por hacerlo. De todas formas, sus burlas solo servían para reafirmarme en mis creencias. El mayor, Nick, que tenía veinte años, se tomó la molestia de enviarme cartas desde la universidad mofándose de Bolan, con frecuencia usando el estilo de los libros de Molesworth de Geoffrey Willans. «Marc Bolan es un blandengue llorica», escribió. «Le aborrezco con toda mi alma.» Yo le escribí en respuesta: «Van Morrison es un hippie».
Mientras tanto, Jeremy y Simon, en plena adolescencia, perfeccionaron una versión exagerada y aguda del grito característico de Bolan («¡Au!»), que proferían burlones cada vez que me veían. Su campaña de desdén se intensificó cuando salió «Telegram Sam», que sonaba casi igual que «Get It On». «Todas sus canciones suenan igual», gritaban al unísono. «No vale nada.» Se equivocaban de cabo a rabo. La innovación no era algo que yo buscara tanto como la coherencia. Me gustaba «Get It On», así que cuanto más se parecieran a ella los demás singles de Bolan, mejor para mí.
Teniendo en cuenta las horas de diversión que les proporcionaba a mis hermanos mi obsesión por Bolan, estaba claro que les interesaba animarme a seguir con ella. Y si no hubiera sido por ellos, nunca habría descubierto el programa Power Play de las tardes en Radio Luxembourg, donde ponían una misma canción cada hora durante una semana. Por las tardes, Radio Luxembourg era una proporción de ocho partes