Lost in Music. Giles Smith

Lost in Music - Giles  Smith


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ventajas de tener hermanos mayores: heredar aparatos electrónicos (no solo el Ferguson, sino un buen puñado de amplificadores desechados, platos hechos polvo y altavoces maltrechos), descubrir las revistas New Musical Express y Melody Maker, en una época en la que muchos de mis amigos no tenían más remedio que obtener sus conocimientos en materia pop del Look In, y ser testigo de prototipos de sistemas de archivado (yo aprendí todo lo que sé sobre el arte de coleccionar discos observando a mi segundo hermano con sus pegajosas etiquetas y su horrible letra). Además, si tienes suerte, dos de ellos formarán un grupo de rock y te llevarán a verlos tocar.

      Así es como llegué al Lexden Church Hall una noche de sábado en 1972 para la primera aparición pública de Relic. A la guitarra y cantando los coros estaba Jeremy, con el pelo que le llegaba a los hombros y que en breve se marcharía a la universidad para convertirse en maestro. A la batería estaba Simon, con más pelo aún, cuyo mayor interés en la vida era destripar los motores de los coches (solo había que verlo tocar la batería para darse cuenta). Pertenecía a la escuela de Keith Moon, aunque es posible que «escuela» no sea exactamente la palabra para lo que es sin lugar a dudas una forma de absentismo musical, basado en el principio de que, si no se conmueve, golpéalo con un palo hasta que se conmueva. En la parte delantera del bombo había escrito su apodo con cinta adhesiva negra: Sniff. La gente preguntaba si el grupo se llamaba Sniff, y él tenía que responder que no, que se llamaba Relic.

      Los demás miembros procedían de su grupo de amigos, que eran una panda de tíos grandes, peludos y nada carismáticos con nombres como Nuts, Fitch y Spiney. Relic había tomado forma en el transcurso de varios ensayos ruidosos que tuvieron lugar en el salón de una casa situada en nuestra misma calle. Ahí vivía Fred; Fred se había presentado voluntario al principio para ser el roadie de Relic. Es un mito que los roadies son personas que quieren formar parte de un grupo pero son incapaces de tocar. A algunas personas les gusta ser roadies y punto. Cuando Relic ensayaban en casa de Fred, podías oírlos a trescientos metros desde nuestro jardín.

      La víspera de ese concierto inaugural, tuve el privilegio de asistir a un ensayo de Relic que se celebró en la casa de su nuevo cantante. Su familia vivía en una lujosa mansión que tenía un desván con el suelo completamente revestido y una iluminación genial (sitio que, solo tal vez, habría facilitado su entrada en el grupo). Las tres cosas que puntúan más para entrar en un grupo, aparte del talento musical, son las siguientes (en orden de importancia descendiente):

      1 Ser propietario de una furgoneta.

      2 Ser propietario de unos altavoces.

      3 Tener acceso a un lugar donde ensayar.

      Relic estaba reunido en el desván del cantante intentando aprender a tocar «All Right Now» de Free. Se produjeron tensiones evidentes. El segundo guitarra, calzado con unas zapatillas deportivas, estaba enfrascado en perfeccionar un salto hacia adelante, un movimiento que, según él, quedaba genial. Sin embargo, el resto del grupo pensaba que, en ese momento, eso no era importante. Esa misma mañana, todos ellos habían posado para unas fotografías publicitarias en los asientos de un Cadillac descapotable propiedad del padre del cantante. Conviene mencionar que, incluso a una semana vista del concierto, habían pasado muchas menos horas ensayando que diseñando el logo del grupo (Relic, escrito con una florida Gothic Script).

      Aun así, cuando tocaron el tema, me impresionaron. Me impresionó el ruido, que era exagerado; me impresionó que la canción pudiera reconocerse, aunque con dificultad, como «All Right Now»; me impresionó la forma en la que Simon aporreaba la batería, en apariencia decidido a abrir un agujero en el suelo; me impresionó la forma en la que el cantante se movía por el desván como si hubiera cuatro mil personas observándole, en lugar de solo Fred, el roadie, que se había quedado dormido, y yo.

      Tras las negociaciones que terminaron en una hora digna de volver a casa, mis padres decretaron que podía ir al Lexden Church Hall para la gran noche de Relic. Eran los teloneros de Plod. Está claro que solo a principios de la década de 1970 podría parecerte una buena idea ponerle a un grupo un nombre tan horriblemente pedestre como Plod [«arduo camino», en inglés]. Pero Plod tenían seguidores en la zona, así que mis hermanos estaban convencidos de que acudiría un buen número de personas. La gente iría a ver a Plod.

      Qué extraño eso de ir a «ver» a un grupo. Es probable que, cuando mis padres eran jóvenes, hablaran de ir a oír tocar a un grupo o ir a bailar, y no habrían reconocido ni entendido el ritual que evolucionó con el rock: una masa de gente reunida solemnemente frente a un escenario. Años después, fui testigo de cómo esto era llevado al extremo en una gira de John Peel que recalaba en la Universidad de Essex, donde casi todo el público se agolpaba a los pies de la cabina de la discoteca. Lo que miraban tan embelesados era a un disc-jockey (aunque era uno famoso y con muchos fans) poniendo discos. «No sé por qué me miráis», comentó Peel a mitad de la sesión. «No estoy haciendo nada especial.» El público se puso a reír, pero, después de tantos conciertos y como no sabían comportarse de otra manera, siguieron mirando.

      Yo me moría de ganas de ver a Relic. Me había pasado toda la semana esperando ansioso. Me puse unos vaqueros y una camiseta de fútbol amarilla para la ocasión. Simon había estado ocupado en la sala casi todo el sábado, pendiente de las pruebas de sonido y colgando la sábana de telón de fondo con el nombre «Relic» pintado. Yo me dediqué a pasear arriba y abajo histérico por casa hasta que me recogió cuando quedaba poco para el concierto. Parecía nervioso, con la expresión un poco tensa. Yo también estaba poniéndome de los nervios. Recorrimos el camino en silencio hasta llegar a la puerta lateral de la sala.

      Lexden Church Hall era el típico edificio municipal moderno: cortinas naranjas y verdes, un suelo chirriante y un ligero olor a hospital. Para adecuar el ambiente, se habían apagado casi todas las luces. Me colocaron en unas escaleras junto al escenario, en un sitio donde no molestaba. Mi hermano desapareció hacia el camerino. Estaban empezando a entrar adolescentes y veinteañeros que mostraban sus muñecas desnudas a la entrada para que les marcaran con un sello con la fecha. En una barra improvisada situada en una esquina se ofrecía cerveza y Pepsi en vasos de plástico. El DJ tenía los platos y las cajas de discos colocados sobre una mesa de caballete. De vez en cuando encendía una luz estroboscópica blanca, la dejaba unos segundos y luego volvía a apagarla. Por fin, todas las luces de la sala se apagaron y se oyó al DJ decir: «¡Demos la bienvenida con un aplauso a… Relic!».

      De la oscuridad del escenario brotaron cuatro compases de charlestón (la insolente apertura de Relic). Luego se abrió el pesado telón y se encendió una luz, iluminando a Jeremy, que le daba al pedal de distorsión y se agitaba al tocar un riff monstruoso, apenas discernible como el arranque de «Paranoid» de Black Sabbath.

      BLAN, BLAN, BLAN, DIDEL-DIDEL-DIDEL-DIDEL

      BLAN, BLAN, BLAN, DIDEL-DIDEL-DIDEL-DIDEL

      Luego se encendieron más luces y apareció el resto del grupo.

      Yo ya me había puesto en pie cuando se abrió el telón, pero tuve que volver a sentarme porque me mareé debido a una combinación de emoción y miedo, sensación que iba a volver a experimentar no mucho después en el circuito automovilístico de Ipswich mientras veía competir a un amigo de la familia en una carrera de bólidos. No obstante, el concierto era más intenso que eso porque incluso entonces ya pensaba que te exponías mucho menos a la humillación pública y a sufrir daños personales conduciendo un Ford tuneado a gran velocidad por un circuito que tocando con Relic.

      Retumbaron con «Long Train Running» de los Doobie Brothers. Retronaron con «Locomotive Breath» de Jethro Tull. La velada le ofreció a Fred algo más que una pequeña intervención. Salía a toda prisa, cada dos por tres, y se agachaba en el mejor estilo roadie para llevar a cabo reparaciones en el fatigado metal de la batería de Simon, protegiéndose con cuidado mientras trabajaba de las astillas que salían volando de las baquetas y de las esquirlas de los platillos.

      Nadie tenía la confianza suficiente para moverse por el escenario durante las canciones, a excepción del cantante, que tenía confianza para dar y regalar. Llevaba una camiseta apretada y escotada y un par de pantalones blancos tan apretados


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