Lost in Music. Giles Smith
versión arrolladora, aunque se quedaba un poco corta de notas negras y no cambiaba ni una sola vez de tecla con la mano izquierda, ya que, después de haber dado con ese arpegio que da fuerza a la melodía —bum, ching, bum, ching—, no estaba dispuesto a perderlo.
La mayor parte de las veces, empezaba con la versión a medio tiempo y luego seguía con la más rápida. Mi madre me preguntaba nerviosa por qué no podía aprender algo que supiera tocar de principio a fin.
Sospecho que en su momento llegó a imaginarme con el pelo peinado con raya al lado y unos modales exquisitos, tal vez con un esmoquin de terciopelo, bajando de mi cuarto a última hora de la tarde para amenizar la velada y distraer a sus amigos con magníficas piezas de Mozart. Sin embargo, esa visión se había desvanecido. Ahora veía el piano como una horrible carga que ocupaba espacio en el salón, así que decidió tomar cartas en el asunto. Además, estaba bastante harta de la sintonía de Robinson Crusoe. Así pues, un día quedé con la Sra. Forbes, una profesora que me había recomendado mi cuñada, y empecé a ir a clases en la recalentada sala de estar de su casa adosada de Drury Road. La Sra. Forbes era más joven que la Sra. Galley, aunque no mucho más. Llevaba el pelo teñido de negro y sujeto en un recogido con horquillas y clips. También llevaba blusas de algodón blanco con volantes en el cuello y los puños. En la puerta de su casa me cruzaba con otra estudiante que salía, una niña de cinco años con coleta. Tal vez porque había encontrado su tono en la hora anterior y luego no podía modificarlo, la Sra. Forbes me hablaba como si yo también fuera una niña de cinco años con coleta, en lugar de un chico de diecisiete con un apetito voraz por conseguir un contrato de grabación con una discográfica.
Intentó que tocara «Trois Gymnopédies» de Satie (que era a finales de la década de 1970 lo que «The Entertainer» de Scott Joplin había sido a mediados de la misma década y que luego se devaluó mucho debido a su uso en anuncios de televisión de desodorante y mascarillas faciales). Al tocarla se me agarrotaban los dedos. Más o menos en la cuarta clase, a fin de aligerar el ambiente, le toqué una pieza que había compuesto hacía poco («…he estado trabajando en esto últimamente…»). Pensé que la disfrutaría porque se parecía al tipo de música con la que habíamos estado trabajando. En realidad, es probable que la pieza fuera más del estilo de Eric Sykes que de Erik Satie. Cuando acabé, dijo con una sonrisa: «Vaya, parece que tenemos un pequeño compositor en ciernes».
Duré un trimestre y no conseguí aprender a leer partituras, aunque me seguía consolando el hecho de que Paul McCartney tampoco supiera.
Debió de ser más o menos por aquella época cuando apareció el afinador del piano —un hombre alegre con bigote que andaba a saltitos como si acabara de salir de una fantástica sesión de cabaret— en lo que parecía otra de sus visitas rutinarias. Sin embargo, después de cinco minutos a solas con el piano, salió de la habitación con una expresión grave impropia de él. Dijo que tenía malas noticias. No había razón para alargar la agonía, iba a ir directo al grano. Se trataba de la caja: la cosa no tenía buen aspecto. Ajustar el piano al tono de concierto habría implicado tensar tanto las cuerdas que la caja se habría doblado y tensado como una trampa para animales, con el riesgo de explotar en mil pedazos letales que saldrían disparados por toda la sala. Ni que decir tiene que no me apetecía nada estar sentado al piano tocando una de mis versiones cuando eso pasara. Podía afinarlo un poco —dentro de unos límites— para mejorarlo en cierta medida. Pero, básicamente, era inoperable y no había nada que pudiéramos hacer aparte de mentalizarnos para el final que se avecinaba.
Pero, según mi madre, sí que había algo que podíamos hacer: podíamos llamar a un hospital para enfermos mentales y preguntarles si querían un instrumento desafinado. Unos días más tarde, enviaron una furgoneta para llevárselo.
Ya es bastante malo ser pianista, pero todavía es peor ser un pianista sin piano, lo cual fui durante unos tres años. Había tocado fondo.
10cc
Todo el mundo sabe que los grupos de pop no son como la familia ni como un equipo de fútbol. No permaneces a su lado en lo bueno y en lo malo. Casi siempre permaneces a su lado en los buenos tiempos sabiendo que, cuando lleguen los malos, no pasa nada por dejarlos y comprar los discos de otro. Esta es la fantástica democracia del pop: sube o baja según los votos populares. No obstante, debería decir que en mi caso mi carrera como comprador de discos se ha visto marcada por extraños vínculos prolongados con grupos cuya fecha de caducidad había pasado hacía tiempo y por episodios que solo puedo describir como de compra por lealtad.
Tomemos el ejemplo de 10cc. En su tercer año en la escuela normal de Londres, mi hermano Jeremy fue nombrado secretario de asuntos sociales y su mayor triunfo fue contratar a 10cc para la fiesta de final de trimestre. Era junio de 1974, cuando «Wall Street Shuffle» estaba en las listas de los más vendidos y justo antes de que la fama del grupo se disparara. Fue la última escuela en la que tocaron. Yo tenía doce años y mis padres no me dejaron ir, pero una de las novias de mis hermanos se aseguró de conseguirme sus autógrafos: los de Lol Creme, Graham Gouldman, Kevin Godley y Paul Burgess (el batería sustituto), pero no el de Eric Stewart, que era el que realmente quería.
Como compensación, cuando en 1975 10cc vinieron al Ipswich Gaumont, mis hermanos me llevaron a verlos. Fue el primer concierto de rock de mi vida. (El primero al que fui sin carabina fue el de la Tom Robinson Band en la Universidad de Essex en 1978, con Stiff Little Fingers como teloneros.) Recuerdo cómo Eric Stewart salió de entre bastidores con su guitarra muy lentamente, mientras el resto del grupo ya estaban colocados en su sitio, lo cual me pareció una pasada. Abrieron con «Silly Love» y cerraron con «I’m Not in Love» y mis oídos me pitaron durante todo el día siguiente.
En cierto sentido, ahí debió de ser cuando me convertí en seguidor de 10cc. Poco después celebraron en el colegio una aburrida exhibición de natación y los que no participaban se suponía que debían quedarse mirando. Sin embargo, yo me escondí con algunos amigos detrás de los vestidores, escuchando la lista de los más vendidos del martes al mediodía en Radio 1. Cuando quedó claro que «I’m Not in Love» de 10cc había llegado al número uno, agité el puño al aire en señal de victoria.
—¡Sí, sí, sí!
El tema es que no había ninguna razón para ir más allá con 10cc. Los primeros dos álbumes fueron divertidos —irritantes de vez en cuando y un poco cargantes, pero qué demonios—, los dos siguientes fueron irregulares y, cuando Godley y Creme se marcharon, el grupo perdió todo el encanto que había tenido en su momento. Pero, por alguna horrible razón, yo estaba atrapado. Seguía comprando los álbumes: Deceptive Bends, Bloody Tourists, Live and Let Live (el álbum doble en directo)…
Recuerdo un artículo de Julie Burchill en NME, muy al final de la carrera de 10cc, más o menos sobre el año 1979, en el que decía sin venir a cuento que le gustaba bastante la voz de Eric Stewart. Sentí un gran alivio y gratitud hacia ella por haber sido capaz de dar la cara y admitirlo. (También es posible que se estuviera burlando, claro.) No obstante, decidí guardarme su halago, listo para sacarlo y usarlo como arma arrojadiza en caso de ataque: «Bueno, pues Burchill opina lo mismo que yo…».
Nunca tuve que usarlo porque al final dejé incluso de fingir que mi relación con 10cc era defendible en términos de méritos. ¿Para qué molestarse? Volviendo a la escuela tras la hora de la comida con un ejemplar del álbum Look Hear? (¡1980!), me vi por desgracia obligado a sacarlo de la bolsa porque alguien quería ver la portada. Fue horrible, y también el disco lo era —no había ni una sola canción decente—, pero yo estaba hundido en aguas demasiado profundas. Un año después compré Ten Out Of 10 (su décimo álbum y el mío también), aunque estoy bastante seguro de que nunca llegué a escuchar la cara B.
Me cuesta explicarlo. Solo puedo decir que 10cc fue el primer grupo que vi en directo y supongo que nunca olvidas las primeras veces. O tal vez solo sea el ejemplo más claro entre muchos otros de que mis compras de discos no tienen nada que ver con la música o, en cualquier caso, la música es solo una parte lejana y casi olvidada de lo que las motivó.
PONY
Cuando