Lost in Music. Giles Smith
con calma, miré hacia el patio y me mordisqueé las mejillas pensativo. Me pregunté si debía reservarme para tocar en un supergrupo, pero pensé que sin duda iba a hacerlo muchas veces en el futuro, cuando mi carrera despegara, así que ahora no tenía sentido ser maleducado y arisco. «Claro», le respondí, «claro que sí.»
En esos momentos sentí como si tuviera en el estómago una fila de animadoras levantando los pompones al aire y agitándolos en señal de alegría. ¡Un bolo! ¡Delante de todo el colegio! ¡A la guitarra! A partir de entonces me mirarían de otra manera, pues eso es lo que me parecía que estaba en juego. Era la oportunidad que el pop me brindaba con una amplia sonrisa, así, de repente. Era un cambio de rumbo en la historia de mi vida.
No siempre se nos presenta la oportunidad de ser rebeldes, no con tanta frecuencia como nos gustaría. En el colegio yo siempre iba con demasiado cuidado para no causar problemas. No era el que deja el gas abierto durante la clase de química. Tampoco era el que se escabulle durante el recreo de la mañana para llamar a un taxi a nombre del profesor de Historia, de forma que la secretaria de la escuela tenía que atravesar el pasillo a toda prisa para avisarle en mitad de una clase. Ojalá pudiera decir que había sido yo. De verdad. Pero no me salía. Me faltaba iniciativa.
Sin embargo, ahora sí que tenía una oportunidad de verdad. Quiero decir que si podía plantarme, aunque fuera por poco tiempo, en el escenario de la escuela (en otras palabras, justo en el centro de la vida institucional de la escuela, en el corazón mismo) con las piernas abiertas, las rodillas dobladas y la lengua provocadoramente fuera y lanzar un grito salvaje de feedback y distorsión que llegara hasta el final de la sala de actos de paredes de roble y de estudiado refinamiento, entonces lograría cambiar la forma en la que me veían, qué duda cabe. Ya podía imaginarme a toda la gente agolpada a mi alrededor al acabar, las palmadas en la espalda mientras yo intentaba contener mi sonrisa de satisfacción. «Pensábamos que eras un estirado, Smith, pero hemos visto que te va el rock. Buen trabajo.»
Unos años después, Elmore Leonard escribió una novela en la que uno de los personajes lleva una camiseta con la frase: «Tal vez me confundes con alguien a quien le importa una mierda». Mi mayor anhelo era que, en el escenario con Fallout, lanzando poderosos y estridentes acordes contra la placa que rezaba «Palmarés de éxitos de Oxbridge 1947-55», me pondría esa camiseta, metafóricamente hablando.
Fallout (influencias: Hendrix, Zeppelin, Thin Lizzy y cualquier cosa capaz de mezclar guitarras distorsionadas con una apaciguante perspectiva hippie) se parecía mucho al grupo de Rick. Rick iba un curso por delante. Llevaba el pelo largo y andaba a grandes zancadas con los hombros encorvados. Llevaba una chaqueta de pana negra raída bajo la cual iba alternando un pequeño guardarropa de jerséis de cuello alto de color marrón estropeados, de corte clásico y algunos casi sin duda no acabados. Tenía una sonrisa de ir permanentemente colocado, lo que a grandes rasgos era cierto. Acudía en coche a la escuela. Conducía un destartalado Cortina Estate gris con cintas de Hendrix, Zeppelin, etc., aullando por sus altavoces lisiados. A veces, si calculaba bien el momento de la salida, conseguía que me llevara a casa.
Eso sí, un trayecto en coche con Rick implicaba someter tus oídos a un difícil reto sónico. Hoy en día, el sonido que asociamos a los equipos de música de los coches de otras personas, el que oímos en los semáforos o cuando pasan por delante de nosotros en la calle, es un trueno que hace temblar el chasis. Los avances en tecnología acústica han permitido que sea posible generar un ruido tremendo lleno de matices usando un altavoz barato y pequeño (como esos aparatos diminutos para uso doméstico, con sus altavoces de pared virtualmente invisibles. En otra época habrías necesitado un par de cajas de madera del tamaño de cubos de basura para conseguir ese estruendo). No obstante, en la década de 1970 parecía imposible conseguir un equipo de música para el coche que pudiera gestionar las frecuencias del bajo a menos que estuvieras dispuesto a gastar el equivalente a tener un coche blindado y con tapicería de piel. En el interior del Cortina de Rick la música debía abrirse camino por encima del ruido del motor mediante una potencia bestial, haciendo que hablar fuera imposible, provocando que los tornillos sueltos temblaran, que el salpicadero retumbara, que la tapicería se levantara un poco y que el aire interior se cargara de una peligrosa electricidad estática, hasta que salías del coche al llegar a tu destino y pisabas en estado de shock la acera, ensordecido, con el pelo de punta y caminando haciendo eses como un borracho.
Sin embargo, cuando Rick conducía, parecía totalmente ajeno al ruido. De hecho, solía balancearse a un ritmo que solo él parecía oír. El mejor amigo de Rick era su compañero de grupo David, y ambos tenían un estilo único. Los dos eran grandes aficionados al pachulí, el aceite aromático que hace que huelas a porro. Y los dos creían firmemente en la increíble fuerza emocional del bálsamo de tigre, ese ungüento grasiento que se vende en latitas y que da sensación de calor cuando se aplica sobre la piel, como un Vicks para hippies.
Así pues, perfumados y aceitosos, su idea de pasarlo a lo grande era llevarse un recipiente de plástico con setas alucinógenas recogidas a mano a una proyección de Woodstock en el club de cine de la Universidad de Essex (donde se proyectaba casi todas las semanas en el mismo repertorio junt a Easy Rider). En el segundo puesto por lo que a pasarlo en grande se refiere, estaba el conducir hasta la costa de East Mersea («lejos de la opinión pública», como le gusta decir al autor de la Rock Gazetteer), fumar hasta quedarse en la parra, tumbarse en la playa y hacer volar cometas. En algunos aspectos, el hippie original de la década de 1960 no era ni de lejos tan real como su modelo derivado de mediados de la década de 1970.
El efecto combinado de los diferentes bálsamos, aceites, resinas y hongos tendía a alejar a David y a Rick de la realidad, algo que preocupaba sobremanera a las personas encargadas de su educación. No obstante, desde mi posición, un año por debajo y con uniforme escolar, me parecían una pasada. Si me vieran tocar con ellos —y además la guitarra eléctrica— aunque solo fuera una vez, aunque fuera como invitado y de forma temporal, las cosas iban a cambiar.
Los ensayos para mi aparición se limitaron a dos sesiones agotadoras. La primera fue una sesión preliminar en la sala de música, al acabar la escuela. La atrevida guitarra de color naranja brillante de Rick contrastaba insolentemente con las panderetas, los xilófonos, los tambores y los demás instrumentos infantiles de la orquesta. Yo le había pedido a mi hermano que me prestara su Gibson Les Paul de color rojo fuerte (bueno, en realidad era una copia de una Gibson Les Paul, fabricada por una empresa llamada Avon, que no creo que estuvieran relacionados con el gigante de los cosméticos, aunque podría estar equivocado). Todavía hoy en día se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso que mi hermano mayor era el tipo de hermano que te deja su guitarra eléctrica. Los guitarristas no prestan sus guitarras tan a la ligera. Son como sus mascotas, pero más humanas. Por supuesto el préstamo había sido duramente negociado y acordado hasta el milímetro bajo una serie de duras condiciones que incluían la promesa de prestármela siempre y cuando no le pusiese un dedo encima. Pero, incluso así, me emocioné entonces y me sigo emocionando ahora al recordarlo.
David había olvidado llevar su bajo al colegio ese día y el batería no podía llevar la batería. Además, tenía que irse en el autobús de las cinco y cuarto. De todas formas, los dos se sentaron y observaron encantados mientras Rick y yo nos dedicábamos a elegir mis dos temas como artista invitado: «Rosalie» de Thin Lizzy (elegida por su progresión de acordes de máxima potencia) y «All Along the Watchtower» de Dylan (elegida por su secuencia de acordes a prueba de idiotas).
—¡Sí! ¡Mola! —dijo Rick.
El segundo ensayo, esta vez con todo el grupo, tuvo lugar en la planta superior de un granero de una granja situada a las afueras de la ciudad. Era de unos amigos de la familia del batería que, con una considerable magnanimidad y ningún respeto por las normas rurales, nos lo dejaron un sábado por la tarde. Una vez allí, aunque nos pareció que disponíamos de todo el tiempo del mundo, las horas pasaron tan rápido que no llegamos a hacer nada. Primero, tuvimos que subir al piso de arriba toda la pesada parafernalia (amplificadores, batería, estuches de guitarra…) por unas escaleras que, aunque sin duda habían sido fabricadas a la medida de un granjero del siglo XIX que cargara con una azada, estaba claro que no habían sido diseñadas pensando en un amplificador Marshall 4x12. Pasamos una