Lost in Music. Giles Smith

Lost in Music - Giles  Smith


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es autosuficiente y versátil y sociable. Sin embargo, ninguna de estas ventajas compensa su principal inconveniente desde una perspectiva pop: tu capacidad limitada para adoptar poses de naturaleza roquera mientras lo tocas.

      En toda mi vida, nunca me he puesto delante del espejo en mi dormitorio fingiendo tocar el piano, mientras que sí he fingido tocar la guitarra alegremente en todas las habitaciones de todas las casas en las que he vivido. Al cumplir los diez años, estaba saturado de imágenes de Bolan y su guitarra Flying V, inclinándose hacia delante y hacia atrás con las rodillas dobladas, pegando brincos y deslizándose y pasándolo en grande. Gilbert O’Sullivan, con los hombros caídos frente a un enorme piano y con su jersey, no acaba de conseguir el mismo efecto.

      Un amigo me confesó una vez que se pasó gran parte de los momentos íntimos de su juventud fingiendo ser Ray Manzarek de los Doors. Ponía los discos de los Doors y movía los dedos sobre un plano horizontal imaginario. A veces usaba el borde de la cama. Estaría dispuesto a afirmar que se trata de un caso aislado de deseo hacia un teclado. En los conciertos es poco frecuente que los solos de teclado produzcan la excitación con la que se reciben los solos de guitarra, el público no levanta los brazos y se da las manos, ni mueve los dedos como si tocara. No tenemos una idea clara de cómo sería fingir tocar el teclado.

      Cuando cumplí doce y trece años y quedó claro que el piano era el único instrumento en el que me defendería, busqué en vano algún modelo al que imitar. Sin embargo, los teclistas parecían ser gente como Tony Banks de Genesis, quizá el hombre menos expresivo del rock, cuya idea de descontrol frente a la masa es asentir con amabilidad. Ray Charles y Stevie Wonder están geniales, meciéndose y balanceándose frente al micrófono, pero en parte sus movimientos son debidos a la ceguera, son reflejos propios de invidentes, así que imitarles es arriesgarse a caer en el mal gusto. He visto a Elton John subirse al piano con unas gafas ridículas y trajes llenos de volantes y pegar saltos sobre la tapa, aunque eso no parecía hacerle muy feliz. Siempre pensé que, si hubiera sido guitarrista, no tendría que haberse esforzado tanto.

      Reparando en el vacío trágico en el centro de la vida del pianista, durante la década de 1970 unos fabricantes inventaron un teclado que podías llevar colgado al cuello con una correa, como si fuera una guitarra, forzándote a tocar las teclas como te tocarías los bolsillos, pero permitiéndote cambiar de posición y sacudir esa cosa con el resto del grupo. Se hizo bastante popular entre los miembros de Earth, Wind & Fire, pero a mí no me hizo gracia, aparte de que no podría habérmelo costeado. Este triunfo de la ingeniería técnica no conseguía que parecieras un guitarrista, sino que parecías un teclista con un caso grave de envidia instrumental.

      El teclista no puede apoyarse espalda contra espalda con el bajo en una demostración de colegueo. Tampoco puede dejarse llevar y alejarse del micrófono para acometer un punteo corto o un solo. Estás atrapado, como un vendedor detrás del mostrador. Me fijé en que Rick Wakeman decidió compensarlo con un desafiante despliegue de sintetizadores y situándose en el centro de varias filas de tambaleantes teclados, muchos de los cuales no tenían utilidad alguna, pero destacaban en forma de amenaza (era la versión musical de una marcha militar). El reducido tamaño de la tecnología actual, gracias a la cual un único teclado puede hacer el trabajo de diez, te arrebata incluso esa satisfacción (a menos que seas Wakeman, que continúa apilando en el escenario teclados antiguos como en los viejos tiempos).

      Como pianista, sabía que al menos podía cultivar el modelo de baladista sensible, que es la opción de Billy Joel. Tú, ese solitario un poco salvaje, inexpresivo excepto en esos momentos bien entrada la noche cuando te sientas al teclado y lo das todo. Y ella se acerca al piano, copa de vino en mano, emocionada e impresionada.

      —¿Qué estás tocando?

      —¿Esto? Bueno, no sé, es… estoy improvisando.

      Ahora, con treinta y dos años, no me parece algo tan malo. Podría sacarle partido a algo malo al máximo. Pero de adolescente la cosa no tenía ningún atractivo para mí.

      Está claro que lo mejor que puede hacerse ante el teclado es comportarse como Vince Clarke de Depeche Mode y luego Yazoo y luego Erasure, o como Chris Lowe de Pet Shop Boys. Hoy en día, los teclados son tan sofisticados que puedes generar el sonido de una orquesta entera con un solo dedo, y una de las mejores cosas de la solución de Clark y Lowe al problema de ser teclista (casi siempre sin expresión alguna y quietos como estatuas) es su honestidad sobre la cantidad de trabajo que hace la máquina. Lowe sabe que una gran parte de lo que él hace corre a cargo de un ordenador. No tiene inconveniente en reconocer que, de vez en cuando, se aburre como una ostra. Ojalá hubiera estado presente en la década de 1970 para mostrarnos el camino.

      En el piano que teníamos en casa tenías que pelearte para extraer de él el sonido de un piano. Es probable que hubiera sido rechazado como atrezo para las escenas de taberna de un Western de bajo presupuesto. El instrumento había pertenecido a mi abuelo, quien, viejo y encorvado, todavía lo tocaba cuando venía a casa, aunque solo tocaba una canción, «In an English Country Garden», al tiempo que silbaba la melodía para suplir las notas que se saltaban sus dedos. Es curioso, pero siempre la tocaba de pie, como Little Richard. Solo que no era Little Richard.

      Con unos adornos horrorosos, y tal vez diseñado para un Liberace decimonónico que no había conseguido colmar las expectativas, el piano poseía un par de candelabros de latón atornillados en la parte delantera, aunque las copas que habían sostenido las velas habían desaparecido hacía mucho tiempo. Si pisabas el pedal fuerte, se oía un crujido dentro, como si alguien estuviera cambiando de marcha en un motor de tracción. El mayor inconveniente era que la caja era una de esas viejas de madera que no se habían fabricado para soportar bien las presiones ambientales de una casa moderna de la década de 1970. Lo que pasaba siempre es que el afinador acudía cada seis meses más o menos, afinaba el piano para dejarlo perfecto y se marchaba. Luego se encendía la calefacción y a los cuatro minutos esa cosa sonaba como una guitarra hawaiana.

      Cuando tenía siete años, mis padres decidieron que mi profesora de piano sería una anciana llamada Sra. Galley, que daba clases a domicilio como si fuera una enfermera de barrio. A menudo me he preguntado lo bueno que podría haber sido si la clase semanal del jueves por la tarde no hubiera coincidido justo con el principio de Scooby-Doo en la tele. Eso me convirtió en un alumno quisquilloso e indiferente y no solo por cómo conseguía atraparme de principio a fin Scooby-Doo, sino también porque perdérselo equivalía al ostracismo social; al día siguiente, en el patio, la gente preguntaría: «¿A que fue una pasada cuando Shaggy mordió a Velma?». ¿Y qué sabría yo si en ese momento había estado ocupado estropeando de mala gana una versión simplificada del «Himno a la alegría» de Bach?

      Supongo que las clases tampoco eran un camino de rosas para la Sra. Galley, aunque no creo que estén relacionadas directamente con su muerte a mitad del segundo curso. Insisto en que era vieja. De todas formas, su muerte no ayudó a mejor las cosas en relación con mis progresos frente al teclado. Lo que sí supuso fue la llegada de un periodo de varios años en los que tuve carta blanca para aporrear sin trabas el piano, aprender siguiendo mi instinto y crear mi propio estilo interpretativo. Ya podía verme dando entrevistas en el futuro en las que mencionaría de pasada algo que había dicho Paul McCartney (o Paul o Macca, como esperaba llamarlo para entonces) sobre cómo él siempre se había alejado del aprendizaje clásico —incluso más adelante, cuando tuvo la posibilidad de hacerlo— por miedo a que conocer algunas de las reglas significara dejar de hacer lo que había estado haciendo durante todos esos años de ignorancia. Yo diría algo así: «Sí, coincido con Macca en ese aspecto».

      Abandonado a mi propia suerte, desarrollé dos formas indefinidas de bugui-bugui, una a medio tiempo y la otra más rápida. También creé una versión a dos dedos de la sintonía de la serie de televisión Robinson Crusoe, una de las grandes sintonías melancólicas de la televisión. Creo que la serie estaba doblada del francés de la versión original, pero había pasado algo raro con toda la banda sonora, incluyendo la música de los créditos, haciendo que sonara apagada, un poco desorientada y triste. También saqué de oído una versión de «The Entertainer» de Scott Joplin que podría haberme granjeado la acusación pública, y con razón, de haber sucumbido a la presión popular. A mediados de la década


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