Lost in Music. Giles Smith

Lost in Music - Giles  Smith


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y lo movía por el escenario como si fuera una pértiga, al estilo de Rod Stewart; saltaba por el escenario arrastrándolo, lo inclinaba hacia el suelo como si bailara un tango agresivo, daba alaridos con el micrófono pegado a la boca y luego estiraba el brazo para alejarlo. El techo bajo fue lo único que le disuadió de lanzarlo al aire.

      Durante los fragmentos instrumentales —sobre todo los solos de guitarra— se mantenía en su sitio en el centro del escenario, con la boca abierta, las fosas nasales ensanchadas, sacudiendo su largo pelo rubio, dando palmadas y contorsionándose en posturas desquiciadas. Era una actuación absolutamente imponente, la actuación de un hombre que sabía exactamente quién era el dueño del espectáculo. Por ello, justo al acabar el concierto, el resto del grupo acordó sustituirlo por alguien mucho más calmado, que se presentó con una bufanda de tres metros y se pasaba todo el tiempo fumando frente al micro. Perdieron el local de ensayo, pero debieron de pensar que había valido la pena.

      La iluminación del escenario provenía de un grupo de cajas de conglomerado pintadas de negro y unidas con clavos por Jeremy en nuestro garaje. Un tipo se encargaba del manejo de una primitiva mesa de luces para que la iluminación siguiera el ritmo de la música —todas las luces encendidas y parpadeando como una ambulancia durante las canciones rápidas y, durante la lenta (solo había una lenta, que era «Nights in White Satin»), todas apagadas a excepción de las tenues bombillas verdes situadas detrás de la batería—.

      Cada cinco segundos yo miraba hacia la sala para ver qué efecto estaba teniendo entre el público. Cabe decir que el efecto era bastante discreto. Solo se había llenado una cuarta parte del aforo y casi todos los tíos, ataviados con diversas combinaciones de cuero, tejano y borrego, se encontraban apoyados contra la pared del fondo con los pulgares engarzados en las trabillas del pantalón. Me fijé en que el puñado de personas que bailaban animadas en la parte de delante eran las novias de los miembros del grupo. Sin embargo, había otras tres o cuatro chicas que no conocía observando con atención. Miraban de forma acaramelada ese despliegue de pantalones blancos de campana y guitarras eléctricas baratas.

      Casi al final de los veinte minutos de los que disponía Relic, Simon cerró «Honky Tonk Women» con una magnífica floritura final de batería. Por desgracia todavía quedaba una estrofa. Todos los demás, captando la fuerza imperativa de ese último redoble final, tuvieron que detenerse también. Se produjo una pausa, probablemente solo de unos dos segundos, pero de repente el tiempo pareció tan pesado como el plomo. Relic se intercambiaron miradas desconcertadas. Yo estuve a punto de vomitar. Pero entonces, como una reagrupación de caballería, empezaron a tocar de nuevo, consiguieron recuperar el ritmo, se abrieron paso hasta la estrofa final y volvieron a acabar. La floritura de Simon sonó un poco más tímida esta vez. Después de eso, salieron del escenario. No hubo bises.

      En el breve intervalo de tiempo que discurrió entre la actuación de Relic y la llegada de Plod, la sala se llenó por arte de magia. Plod tenía más equipo, más luces, más maquillaje y más pelo. No obstante, solo vi la mitad de su actuación porque llegó uno de mis hermanos y me gritó al oído: «Tengo que llevarte a casa».

      Esa noche me tumbé en la cama y me pitaban los oídos. Con los años, he llegado a pensar que Relic fue por defecto el primer grupo punk de Colchester, aunque no por méritos propios. No obstante, es algo que no pensé en ese momento. Entonces pensaba en el ruido, las luces y los saltos por el escenario. Pensaba en las chicas de mirada acaramelada. Pensaba que se abría un camino ante mí.

      FACES

      Mi padre, que odiaba la música pop, preguntaba: «¿Por qué tiene que estar tan alta?». En ocasiones se trataba de una reprimenda retórica, pero otras veces lo preguntaba con franca curiosidad. Porque el silencio era uno de sus proyectos. Anhelaba una vida silenciosa. Iba por la casa bajando el volumen de las cosas (la radio, la televisión, el tocadiscos) con expresión de dolor y luego cambiaba a otra de alivio exagerado cuando se erguía, exhalaba y decía: «Ahora sí, mucho mejor». (Esta manía se extendía a una determinación tenaz por eliminar cualquier ruido interno extraño del coche de la familia —traqueteos, zumbidos, chirridos—, una lucha infructuosa teniendo en cuenta la edad del vehículo. Huelga decir que mis peticiones para poner un equipo de música en el coche fueron totalmente obviadas.)

      Mi padre también me decía otras cosas sobre el pop: que no entendía qué le veía, que a él todo le parecía igual, que no era más que ruido. Bueno, es posible, ¡pero qué ruido! Sobre todo si subías el volumen. Algunos temas te obligaban a ser generoso con el volumen, como «Pool Hall Richard» de los Faces, de 1973, que no tanto empieza como tropieza y luego convierte ese traspiés en una carrera. Y cuando lo oía lo bastante alto y la puerta del dormitorio estaba cerrada, podía correr con él, frente al espejo, simulando con las manos que tocaba una guitarra imaginaria, con el pulgar y el índice de la mano derecha apretados y pegados al muslo mientras le cantaba la letra a mi reflejo, si bien no era nada fiel a la realidad porque Rod Stewart, que cantaba, no tocaba la guitarra en esas canciones. Pero el disco era tan bueno que quería hacer las dos cosas a la vez, y si hubiera podido tocar también la batería al mismo tiempo, lo habría hecho. (Existe un ensayo de psicología que relaciona tocar la guitarra y fingir tocar la guitarra con la masturbación, pero creo que puedo rebatirlo con un par de frases. Tocar la guitarra no se parece en nada a masturbarse. Tocar la guitarra es mucho más difícil.)

      Sin embargo, a veces necesitabas el ruido por otras razones. Necesitabas comportarte como un adolescente, así que pasabas horas en el dormitorio, tumbado boca arriba en la cama, con un disco puesto y desbordado por una aflicción inconmensurable. Esos eran tus años de Samuel Beckett. Y en ocasiones el pop conseguía sacarte de ese estado, aunque a menudo te hundía más en él, que es donde querías estar. Entonces, le dabas la vuelta al single de «Pool Hall Richard» y ponías la otra cara, que era «I Wish It Would Rain» [«ojalá lloviera», en inglés].

      No hay nada como el pop para abstraerte, pero sucede al revés: no hay nada como el pop para centrarte en ti mismo. Ahí está el pop, esa fuerza positiva y extrovertida, capaz de acelerar el corazón y disparar el pulso. Así pues, era extraña la naturaleza solipsista de todos esos placeres que encontrabas en él: las horas pasadas en el dormitorio (no solo, según Roddy Frame, sino a solas), los bailes sin nadie más, las imitaciones frente al espejo y pasar el rato a oscuras con los auriculares puestos, que sigue siendo mi manera preferida de escuchar cosas, hundirme en ellas y aislarme sin distracciones. En ese momento el pop no era la banda sonora de tu vida, era tu vida.

      ¿Por qué tiene que estar tan alto? Porque cuando está alto, el bajo se oye latir y la batería patalea y las guitarras se deslizan por toda la habitación y el conjunto te golpea en el pecho. Porque cuando está alto, no puedes oír nada más, en especial a las personas que te preguntan por qué tiene que estar tan alto.

      SCOTT JOPLIN

      El destino no me sonrió cuando truncó mis planes de dominación mundial a través del rock el día que me convirtió en pianista. Y mi madre tampoco fue de gran ayuda el día que regaló mi piano a un hospital psiquiátrico de la zona, aunque de eso hablaré más tarde.

      Creo que es sencillo encontrar el origen de la angustia del pianista: no eres guitarrista. Cuando quedó claro al principio de mi adolescencia que yo era lo primero y no lo segundo, entré en un periodo de negación desesperada y me abalanzaba sobre cualquier cosa que se pareciera vagamente a una guitarra: esos ukeleles casi sin cuerdas, una guitarra de juguete de los Beatles de plástico naranja encontrada por ahí y, cuando mis hermanos no estaban en casa, sus impresionantes guitarras acústicas y eléctricas de verdad. Tocaba y tocaba hasta que me sudaban y me dolían los dedos, pero nunca fui capaz de extraer nada de esos instrumentos más allá del nivel más rudimentario y básico. El riff de «Jeepster» tocado en una cuerda de ukelele habría podido ser un triunfo, pero nunca se hizo realidad. Poco después, Jeremy me enseñó los tres acordes de «Bad Moon Rising» de Creedence Clearwater Revival, de la que, tras meses de dedicación absoluta, conseguí sacar una versión bastante decente y chula (si no te importaba esperar dos minutos entre cada cambio de acorde mientras conseguía recolocar los dedos en su sitio, a veces usando incluso la mano derecha para poner los dedos donde les correspondía).

      El


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