Modernidades, legitimidad y sentido en América Latina. Indagaciones sobre la obra de Gustavo Ortiz. Oscar Pacheco
supone proyectos ideológico-políticos con pretensión de asir la historia, de hacerla o, al menos, intervenirla. En fin, supone restarle importancia a los dispositivos que maniobran sobre la subjetividad. En aquellas lecturas el peso del sujeto-pueblo está sobredimensionado. Dicho de otra forma: el sujeto era el pueblo, no la historia. Suponer lo contrario era dejar el camino allanado para el “azar” y la “incertidumbre” que, las más de las veces, fueron mejor aprovechados por las burguesías y oligarquías.
La filosofía de la historia marxista tropieza bruscamente con la historia latinoamericana. (25) Esto parece afirmar Ortiz. Y ese tropiezo es también “desubicación histórica” o ideológica. Por eso señala las limitaciones del análisis marxista para un contexto dependiente periférico. Hay en Marx una imposibilidad para pensar la historia desde un contexto dependiente. ¿Por qué? Porque la plusvalía no es solo una carga de los proletarios de los “países centrales”; porque la revolución socialista no supone siempre un proletariado poderoso y un proceso de profunda industrialización; porque en los países dependientes la lucha principal es contra el imperialismo; porque en este contexto la noción de clase está determinada por lo político, antes que lo económico; por ello afirma:
Los teóricos de Izquierda que repiten en bloque a C. Marx, fracasan pues en el análisis de la historia latinoamericana. Sin desembarazarse de la óptica europea, universalizan el esquema marxista, agravado por un economicismo innato. Para nosotros, por el contrario, la contradicción principal de los países latinoamericanos es el de metrópolis-colonias y se sintetiza en la categoría de “dependencia” (Ortiz, 1972: 63).
Así expone su interpretación de la historia nacional; como la lucha entre “las minorías nativas representantes del capitalismo internacional” y “el pueblo”. Qué sea “el pueblo” hay que rastrearlo en la historia y supone responder a la pregunta por “el ser nacional”. Esta noción, afirma, “es rechazada instintivamente” por el “liberalismo conservador” y por la “izquierda extranjerizante”. La tercera posición que se supone en la distinción ortiziana huele a peronismo y cristianismo, un matrimonio complejo y que más de las veces fue caldo de cultivo para profundas ambigüedades políticas. Tampoco se salva el nacionalismo burgués que entiende al ser nacional con “brumoso contenido metafísico” de carácter reaccionario.
El ser nacional se expresa en la cultura nacional y su sujeto, afirma Ortiz, es el grupo de “hombres que lucharon por afirmarse en el ser-nación”; por eso su definición de cultura nacional: “expresión de la conciencia nacional, antiimperialista y antioligárquica, que son las dos concreciones unitariamente dadas del despojo y la dependencia” (Ortiz, 1972: 64-65). Y decir cultura nacional es decir cultura latinoamericana.
A partir de estos aprestos, Ortiz emprende la tarea de escudriñar en la historia la formación de ese “ser nacional” que supone:
retroceder a España y al hecho de la conquista, calar en las culturas indígenas y en el período hispano, vadear el más cercano de la caída del Imperio Español en América con el ascenso del dominio Anglosajón hasta llegar a 1872 año en que José Hernández compuso el Martín Fierro (Ortiz, 1972: 65).
Para ello tratará de la “fusión del espíritu español y del espíritu indígena”, allí culmina afirmando:
simbólico y a la vez poético es todo el sistema mental del aborigen. Frente a la lógica, el realismo y el sentido antropocéntrico de la cultura de occidente, el indio erige su mundo de afinidades misteriosas. Son precisamente esos símbolos cuyas claves se han roto para nosotros y cuyas sutilezas religiosas solo podrán interpretar pequeños grupos de iniciados (Ortiz, 1972: 74).
Las tesis indianistas y/o indigenistas seguramente señalarían a estas expresiones como producto del racismo enquistado en el pensamiento progresista/reformista que pretende lucidez crítica. Las “claves” se han roto. Habría una imposibilidad de llegar al núcleo profundo de los “símbolos” y las “sutilizas religiosas” ¿Imposibilidad? ¿Miopía? ¿Tal vez desinterés epistemológico?
Ortiz prosigue con su interpretación de la historia americana; ahora en los siglos XVII y XVIII y la formación de la conciencia política criolla que abonará los “brotes revolucionarios”. Apoyándose en los estudios del ensayista Mariano Picón Salas (26) interpreta la historia americana como el progreso de una conciencia entendida también como un despertar mestizo. Si bien es producto de una dialéctica histórica, lo mestizo se entendería como síntesis superadora donde confluye un “destino común hispanoamericano”. Esta lectura devela un presupuesto integracionista de lo indio, una sensibilidad blanca productora de negaciones por medio de la mestización nacional-popular. (27)
Su interpretación de la historia Argentina viene de la mano de las lecturas de Ciro Lafont, Rodolfo Puiggrós, Milcíades Peña, José Hernández Arregui, José María Rosa entre los más destacados y citados. No puede faltar en el análisis el tratamiento de la antinomia cultura popular - cultura ilustrada. El análisis, como hemos visto anteriormente, se asienta en la perspectiva dependentista. Ortiz habla de “nuevas determinaciones” en el concepto de “dependencia estructural”. La ambigüedad reside en las categorías desarrollo-subdesarrollo en tanto “versiones coloniales del neocapitalismo” (Ortiz, 1972: 92). Se recurre a los estudios de André Gunder Frank y sus tesis sobre la dependencia estructural de América latina: a) el subdesarrollo latinoamericano es consecuencia del desarrollo capitalista; b) los países periféricos alcanzan mayor desarrollo industrial capitalista clásico “cuando y allí donde sus lazos con las metrópolis son más débiles” (Ortiz, 1972: 93). Semejante reconstrucción tiene por objeto determinar quién es el sujeto de la cultura nacional y de la nacionalidad. De modo que “una cultura nacional solo puede ser forjada por aquellos que lucharon por un desarrollo autónomo y por un proyecto nacional” (Ortiz, 1972: 94). Para este análisis, la contradicción principal será imperio-nación. Y aclara: el imperialismo es un hecho fundamentalmente político previo al proceso económico social. Como tal, el imperialismo contó con la anuencia de Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca. La historia del imperialismo es una historia trágica:
contaría el exterminio del pueblo y la economía paraguaya, la aniquilación del gaucho y la montonera, la consolidación de la oligarquía terrateniente con la expulsión del indio, el fraude electoral, la entrega de nuestra economía (ferrocarriles–inversiones británicas que bajo Juárez Celman alcanzaban 154.000.000 de libras), las corrientes inmigratorias frente a una raza criolla vencida, el enriquecimiento de Buenos Aires y el empobrecimiento del interior; la ocupación militar del país; y como característica permanente, el vaciamiento de nuestra cultura y la irrupción de las corrientes europeas (Ortiz, 1972: 98).
2.2. c. La dependencia cultural y sus expresiones
Lo vimos anteriormente: más que el problema de la división de clases sociales y ante la imposibilidad de contar con el sujeto proletario, encargado de llevar a cabo la redención revolucionaria, se asume al “pueblo” como protagonista de la historia. Pero hay algo que impide que este pueblo pueda ser: su dependencia cultural. Aquí las afirmaciones de Ortiz contrastan con los guiños hechos a Heidegger en la primera parte de su escrito y con su interpretación posterior de América Latina. La cultura latinoamericana padece de europeísmo. Se entenderá entonces cuál será la función del intelectual latinoamericano. Veamos cómo esta interpretación se patentiza en aquel estilo de Ortiz, pocas veces conocido. La cita es larga, pero la transcribimos ya que no conocimos personalmente a ese Ortiz:
La infiltración cultural es quizá, el modo más sutil de dominación. Europa universalizó las creaciones de su espíritu, imponiéndolas como paradigmas a toda la humanidad. Sus categorías y conceptos, símbolos e intuiciones parecen agotar la creatividad del hombre. Su pensamiento se ha hecho “mundo” y sin reconocer límites ni fronteras, ha horadado las culturas y civilizaciones más dispares.
Existe una concepción “europea” del hombre, de la historia, de la razón, del arte y la filosofía, del progreso y la civilización, en fin, de la totalidad del saber. Quienes no los poseen y realicen, son nada. No tienen historia, ni ente, ni filosofía.
El filósofo elabora una filosofía de esa cultura europea. Porque la disyuntiva de ser o no