Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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       © Guillermo Sendra Guardiola

       Diseño de edición: Letrame Editorial.

      Diseño de cubierta: Marco Bittner

       ISBN: 978-84-18362-62-0

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      .

      A todos aquellos miembros del colectivo homosexual que sufrieron persecución durante la dictadura franquista, especialmente a los que fueron encarcelados en campos de concentración como el de Fuerteventura —eufemísticamente denominado «Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía»— o en módulos creados a tal fin en las prisiones de Carabanchel, Valencia, Barcelona, Badajoz o Huelva.

      Y a los jóvenes universitarios, disidentes y sindicalistas que sufrieron vejaciones y torturas a manos de la brigada político-social de la ciudad de Valencia.

      A todos ellos, mi admiración y recuerdo.

      NOTA DEL AUTOR

      La trama policial y los personajes de esta novela son ficticios, pero las localizaciones y las historias que ellas encierran, las referencias jurídicas, las cifras, los datos y los acontecimientos históricos que se describen son reales.

      .

      «¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!

      Que sois como sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y podredumbre.

      Así también vosotros, por fuera os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y maldad».

      MATEO 23: 27-28

      .

      Dios es una invención del hombre para no responder por sus culpas.

      1

      El rostro petrificado del joven policía uniformado delataba la magnitud perturbadora de la escena que se proyectaba ante sus ojos. Quedó inerte, perplejo, temeroso de cruzar el quicio de la puerta de aquella habitación de hotel y acceder a una vorágine de confusión y delirio.

      Frente a él, otros agentes que ya habían superado el impacto inicial se afanaban en escudriñar cualquier rincón u objeto de la pequeña estancia en busca de pruebas o evidencias incriminatorias.

      Un murmullo sordo de cuchicheos e improperios levitaba en el enrarecido ambiente: la muerte incipiente huele a hierba recién cortada.

      —¡Con sumo cuidado! ¡Quiero que os esmeréis en la búsqueda! ¡Cualquier cosa que nos pueda servir: notas manuscritas, hebras, huellas, pelos…! ¡Cualquier cosa! —vociferó un hombre de pelo canoso y pronunciada barriga, cuya edad rondaba los cincuenta años y que por su actitud gesticulante parecía ser el superior jerárquico de todo el operativo policial; destacaba del resto de agentes por no ir ataviado del característico uniforme gris; es más, su atuendo era bastante informal, con un pantalón vaquero, camisa azul a cuadros y una cazadora de ante marrón.

      El joven policía ni siquiera había oído las órdenes de su superior y seguía con la mirada clavada sobre aquella figura de piel pálida, sentada en el centro de la habitación.

      Era el cuerpo sin vida de un hombre, prácticamente desnudo a excepción de unos clásicos calzoncillos de color blanco, con las manos atadas con bridas por detrás de la espalda y aseguradas al respaldo de la silla.

      Al agente le llamó la atención el viso lechoso de su piel, que contrastaba con los uniformes grises de los policías que revoloteaban alrededor de aquel peculiar lecho mortuorio.

      El cadáver tenía la cabeza echada hacia atrás, por lo que no podía verle bien el rostro; advirtió que el policía que estaba al frente del operativo no cesaba de escrutar la cabeza mientras que otro agente la fotografiaba incesantemente. Intuyó que ahí se encontraba la causa de la muerte; «quizá un disparo», pensó.

      La curiosidad empujó al joven a acercarse unos cuantos pasos. Sus ojos se abrieron como platos al descubrir aquello que focalizaba la atención del policía de paisano quien, en ese instante, preguntó al médico forense.

      —¿Cómo le han hecho la inscripción?

      —Seguramente con una navaja o un bisturí bien afilado... y post mortem.

      En la frente del fallecido habían tallado, a base de minúsculos cortes, una serie de números y unas pocas palabras. Una secuencia o código que, aparentemente, carecía de sentido.

      El policía de paisano se giró y se acercó a la cama de matrimonio, situada a espaldas del cadáver. Sobre la cama estaba cuidadosamente extendida una sotana, un fajín de color morado y, a su lado, un alzacuello.

      —¡Orduña! —gritó, sin separar la mirada de aquellos atuendos religiosos.

      —¡Señor! —Se acercó un agente uniformado.

      —Baja a la recepción del hotel y telefonea a jefatura. Que me traigan, de inmediato, a Velarde.

      2

      Del vehículo oficial de la Policía Armada descendió un agente; se movía apresuradamente, denotando cierta premura; empujó la puerta del bar y accedió a un pequeño local vetusto, compuesto por una barra y escasamente cuatro mesas cuadradas, con el suelo de baldosas verdosas, mugriento y lleno de servilletas, donde destacaba un fuerte olor a fritanga que se adhería a la garganta.

      El policía uniformado se acercó a un hombre trajeado, de unos cuarenta años, con barba incipiente, sentado en un taburete de la barra, que hojeaba el periódico La Vanguardia mientras apuraba una copa de vino blanco junto con un pincho de tortilla.

      —¡Inspector!

      El hombre le mandó callar de inmediato con un simple gesto de su mano izquierda.

      —Arturo, ¿puedes subirle la voz al televisor?

      El mesonero se giró y se puso de puntillas para alcanzar los botones del aparato.

      Un avance informativo había interrumpido la programación habitual y apareció una conocida presentadora televisiva, con gesto sobrio y voz solemne.

      —Informamos que su excelencia, el jefe de Estado, ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda que está evolucionando favorablemente. El doctor Vicente Pozuelo, médico personal de Franco, ha sido requerido desde El Pardo para que supervise su convalecencia. Daremos cuenta de esta importante noticia en el Telediario del mediodía.

      —¡Dios nos coja confesados! —exclamó el camarero—, si Franco se muere nos vamos al garete.

      —Algún día tendrá que morirse, digo yo —balbuceó un cliente, de edad avanzada.

      —¡Cállate, borracho! —le recriminó.

      El miembro de la Policía Armada carraspeó sutilmente para llamar la atención del hombre del traje oscuro que estaba sentado frente a él, de espaldas.

      —Dígame, agente —giró levemente el taburete.

      —El subinspector Gálvez le requiere


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