Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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seguidamente pulsó el botón correspondiente.

      —Buenas tardes, soy el inspector Velarde. ¿Con quién hablo?

      La voz del interlocutor era pausada, sosegada.

      —No me conoce, por lo que mi nombre no le dirá nada.

      —¿Qué es lo que quiere?

      —Hablar con usted; lo antes posible.

      —¿Por qué motivo?

      —Quiero facilitarle información de su interés.

      —¿De mi interés?

      —Sí, que atañe a su pasado.

      —Oiga… —reaccionó enérgicamente el inspector.

      —No me malinterprete, no pretendo sacar ningún trapo sucio. Solo contarle cosas que quizá desconozca.

      —En la misma acera de la jefatura, a unos treinta metros en dirección al cauce del río, hay una cafetería llamada Merengue. ¿Nos vemos en una hora?

      —Allí estaré.

      25

      Sentados en una cafetería, los dos policías recapitulaban sobre lo acontecido a lo largo del día.

      —Y cuando he regresado a jefatura me he encontrado con el mogollón de periodistas y a Ballesteros sacando pecho por la detención de los militares «húmedos». Ha dado una rueda de prensa junto con Carmona, Ruiz y Ayala. ¡Gilipollas! —Y bebió de su vaso de tubo.

      —Voy a pedir otro ponche Caballero con hielo. ¿Te pido otro gin tonic?

      Velarde negó con la cabeza.

      —No me has contado nada del ayudante que te ha asignado el canciller y que ha descifrado el versículo de Isaías. ¿Es otro cura hosco y malencarado?

      Velarde sonrió.

      —Te equivocas. Es una monja.

      —¿Qué? Pero será una anciana de esas con hábito.

      —Para nada. Es unos años más joven que yo; viste con sobriedad, pero sin el hábito de monja ni nada que le tape la cabeza. Y es muy inteligente.

      —Vaya. ¿Habéis congeniado?

      —La verdad es que en todo momento se ha mostrado desconfiada y distante conmigo; podría decirse que en ocasiones ha estado hasta borde. Pero después de comer se ha abierto mucho más y…

      Gálvez le interrumpió.

      —¿Habéis comido juntos?

      —Claro, se nos hizo tarde.

      —Hostia, ¿y si no te pregunto no me hubieses contado nada?

      —Bueno, te he contado lo trascendente: que esta persona ha descifrado la inscripción gravada en la frente del obispo; pero si era un cura o una monja, pues no lo he considerado importante.

      —¿Y que te has ido a comer con ella?

      —¡Y dale Perico al torno! Hemos estado trabajando toda la mañana y lo normal era invitarla a comer. Lo cortés no quita lo valiente.

      —¿Y es guapa?

      —¿A qué viene eso? ¡Es una monja!

      —Entonces es guapa; joven y guapa —sentenció Gálvez.

      —Pues sí, es muy guapa, no lo voy a negar —claudicó Velarde—. Pero lo que más llama la atención es su personalidad arrolladora…, su conversación lúcida y perspicaz, la contundencia de sus principios.

      —¿Una monja con criterio?

      —Así es; te sorprendería gratamente.

      Un camarero les interrumpió, trajo un nuevo ponche con hielo para el subinspector.

      26

      —¡Ahora tienes que marcharte! Acaba de entrar la persona que espero.

      Gálvez giró la cabeza hacia la puerta del local; allí vio, de pie, a un hombre de unos cincuenta años de edad, corpulento, con barba prominente, pantalón vaquero, camisa de felpa azul a cuadros y, sujeto con la mano derecha, un maletín de piel marrón.

      —Ya me contarás.

      Y el subinspector se levantó de su silla.

      El desconocido se acercó a la mesa y saludó a los dos policías.

      Velarde le invitó a sentarse con un leve gesto.

      —Bueno, mañana pasa a por mí.

      Y Gálvez abandonó la cafetería.

      —Es mi compañero.

      —Lo he supuesto.

      —Bien, empecemos. ¿Quién es usted?

      —Me llamo Jerónimo Mengual, licenciado en Historia. Pero mi actividad profesional es la de investigador genealógico.

      —¿Busca personas?

      —Algo parecido. En ocasiones hay complejas herencias que se remontan a varias generaciones donde requieren de mis servicios para escarbar en los registros públicos y desgranar los lazos sanguíneos hasta llegar a los herederos actuales.

      —Por desgracia, no creo que haya tenido esa suerte —ironizó, Velarde.

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