Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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que el resto de la inscripción se refería a una cita bíblica o versículo.

      —No cabe duda de que el asesino tiene cierta cultura religiosa —aseveró Velarde.

      —Es cierto que existe mucha literatura escrita en torno a los textos sagrados y a sus distintas versiones o traducciones, pero, como he dicho anteriormente, la Reina-Valera en su actualización de 1960 es la Biblia que rige en nuestro país; no requiere ser un erudito para tener conocimiento de su existencia.

      El policía quedó pensativo. Seguidamente miró su reloj y se alzó, abruptamente, de su asiento.

      —¡Vamos! La invito a comer.

      —¿Cómo? Pero…

      —Venga, no se haga de rogar, conozco un buen restaurante cerca de aquí.

      —Pero…

      —¿Las monjas no comen?

      Se produjo un breve silencio, como si la religiosa necesitase meditar su respuesta.

      —Claro que sí. —Aurora se levantó, lentamente.

      —¿Entonces…? —Velarde la miró de una forma peculiar, entre la dulzura y la seducción.

      19

      Gálvez se sorprendió al advertir un inusual número de furgones policiales en la puerta de la Jefatura Superior de Policía. Se acercó a un agente uniformado.

      —¿Ha ocurrido algo?

      —Los de la Político-Social.

      —¿A quién han detenido esta vez? ¿Más estudiantes?

      —No, a varios «húmedos».

      —¿Sabes quiénes son?

      —El capitán de Infantería Quijano, el comandante de Ingenieros Ribó y un guardiacivil, el teniente coronel Díez-Abad.

      —Hostia. Peces gordos.

      —Sí, un buen palo para esos traidores.

      El subinspector no respondió, se limitó a continuar su camino hacia el interior de la sede policial con su paquete debajo del brazo. Recorrió varios pasillos hasta llegar a un pequeño despacho con cuatro mesas de oficina. Se sentó en una de ellas, posiblemente la más desordenada; abrió uno de los cajones y depositó en él la pequeña caja de color añil.

      Se recostó sobre el sillón sin poder evitar pensar en los militares detenidos.

      Su mente, casi de forma instintiva, rememoró el origen de los «húmedos». En septiembre del año anterior se había constituido en Barcelona una asociación clandestina que aglutinaba a militares de los tres ejércitos y de la Guardia Civil. La Unión Militar Democrática, la UMD, personificaba la oposición democrática dentro del bastión sobre el que se sustentaba el Régimen: el Ejército.

      A los militares que pertenecían a esta asociación prohibida se les conocía despectivamente como «húmedos» por derivación de sus siglas.

      Los miembros buscaban concienciar a la mayor parte posible de los mandos castrenses que el Ejército no podía suponer un obstáculo a la transición democrática una vez muriese Franco. Consideraban que el Régimen tenía los días contados, pero sabían que la cúpula militar estaba formada por militares reaccionarios que no estaban dispuestos a perder el poder consolidado tras casi cuarenta años de dictadura.

      El Régimen franquista ordenó una contundente persecución de los militares «húmedos», temeroso de que en España pudiese reproducirse la Revolución de los Claveles habida en Portugal en abril de 1974, donde gran parte del ejército se enfrentó a sus generales y provocó la caída de la dictadura de Salazar.

      Gálvez recordó, asimismo, que una semana atrás, el capitán José Domínguez, de la Fuerza Aérea, exiliado en París, ofreció una rueda de prensa internacional recalcando que el único objetivo de la UMD era la transformación de España en un régimen democrático, y mostraba su apoyo al príncipe Juan Carlos siempre y cuando fuese la decisión del pueblo español refrendada en unas votaciones democráticas.

      La repercusión mediática de aquella rueda de prensa intensificó, aquí, en España, la represión hacia los militares rebeldes, pero también provocó un incremento exponencial de su dimensión política, hasta el extremo de que prestigiosos juristas de la oposición ofrecieron rápidamente sus servicios profesionales a los militares detenidos.

      Tal fue el caso de Enrique Tierno Galván, Joaquín Ruiz-Giménez, Enrique Múgica, José Bono o José María Gil Robles.

      Gálvez no comulgaba con ningún movimiento opositor al Régimen, e incluso albergaba serias dudas sobre la legalización futura del resto de partidos políticos, pero consideraba que las ansias de libertad de la sociedad española requerían, indefectiblemente, una transformación democrática. Por lo que lamentaba profundamente que en los estertores de Franco, con todo un futuro incierto por delante, se recrudeciese la persecución política.

      Tenía claro que aquellos militares detenidos por la Político-Social no eran delincuentes, ni un peligro para España, solo valientes patriotas que arriesgaban su privilegiado estatus social con tal de perseguir un sueño: los militares facilitando y liderando el cambio político y social que anhelaba la sociedad española.

      20

      La monja mostraba cierto nerviosismo sentada en aquel restaurante y acompañada de un hombre que le era prácticamente desconocido.

      En aquel instante cualquier nimia decisión suponía un dilema crucial: cómo colocar las manos, la postura más adecuada del cuerpo para transmitir seguridad y confianza, la actitud para interactuar con su acompañante, ¿sobriedad cordial o amabilidad mesurada?

      Con la espalda erguida y las manos entrelazadas sobre el mantel, miraba a un lado y a otro del salón mientras esperaba que el policía se sentase. Con el rabillo del ojo le observaba minuciosamente —sus gestos, sus movimientos, su entonación—, cómo saludaba efusivamente a una mujer de edad avanzada con atuendo de cocinera que no cesaba de abrazarlo y acariciarle la cara.

      Ella disimuló cuando el policía regresó a la mesa.

      —Disculpe, quería saludar a la dueña del restaurante.

      —Le tiene mucho aprecio.

      —Es un cariño recíproco. Hace más de diez años que nos conocemos, pero hacía meses que no me pasaba por aquí. Estoy seguro que le gustará la comida.

      Se produjo un silencio incómodo; ella sorbió de su vaso de agua mientras él untaba un poco de alioli sobre una rebanada de pan.

      —Bueno, hábleme de usted —propuso el inspector—, prácticamente no nos conocemos…, no obstante serme de gran ayuda.

      —Exagera.

      —No, de verdad, estoy entusiasmado por el hecho de que haya descifrado la inscripción de la frente. Un gran avance en la investigación que se lo debemos a usted.

      —Cualquier prelado podría haberlo hecho.

      —Puede, pero fue usted y no otro quien me facilitó esa información y, por ello, repito, le estoy muy agradecido.

      Ella bajó la mirada, quizá un poco avergonzada.

      —Hábleme de usted —insistió él.

      —Hay poco que contar, inspector Velarde.

      —¡Víctor!

      —¿Cómo?

      —Llámeme Víctor, por favor.

      —Bien… Víctor…, le decía que hay poco que contar sobre mí; ya le comenté que soy licenciada en Teología y profesora de Derecho Canónico. Desde los diecinueve años pertenezco al Instituto Secular Misioneras Apostólicas del Amor Divino.

      —¿Secular? —interrumpió el policía—. El canciller la presentó como la hermana Aurora, como una monja.

      —Y,


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