Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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podrán venir.

      —Nos gustaría verlo…

      —¡Mañana! —sentenció el prelado.

      —Bien —acató Velarde.

      El canciller dio media vuelta con la intención de abandonar el salón, pero se detuvo al oír de nuevo la voz del inspector.

      —Una última petición: la peculiaridad de esta investigación requiere conocimientos especiales; necesitamos a alguien que nos asesore sobre terminología y simbología eclesiástica.

      —Conozco a la persona adecuada. —Y sin mediar palabra, abandonó el salón.

      Resopló Velarde, con gesto azorado.

      —¡Que Dios nos coja confesados! —bromeó Gálvez.

      7

      Ambos policías se introdujeron en un Citroën GS propiedad de Velarde. De inmediato comenzó a oírse la radio: la voz ampulosa de un locutor lanzando un mensaje tranquilizador sobre el estado de salud del Caudillo.

      —¡No te lo crees ni tú! —espetó Gálvez, cuestionando la información—. Todos saben que Franco está agonizando; no entiendo el empeño del Gobierno en ocultar algo que es irremediable.

      —El Régimen se resquebraja y nadie sabe qué pasará tras su muerte. Todos están nerviosos: gran parte de los ciudadanos temerosos de una nueva guerra o, cuando menos, de disturbios; los opositores al Régimen esperan su oportunidad, pero saben que el ejército sigue fiel a Franco y a Juan Carlos; y al Gobierno parece ser que la enfermedad del Caudillo les ha cogido por sorpresa, sin capacidad de reacción.

      —¿Tú que piensas? ¿Qué sucederá?

      —Creo que ya va siendo hora de pasar página: Franco morirá en su cama y, con él, la dictadura. Eso es lo que pensamos la gran mayoría, creo. Lo más probable es que Juan Carlos sea nombrado nuevo jefe del Estado y que los partidos socialista y comunista sean legalizados.

      —¿Tú crees? ¿El pueblo español está preparado para ello?

      —La sociedad española está con ansias de cambio, de modernización, de democracia.

      —Lo que jode al españolito medio es que se le prohíba aquello que es normal más allá de los Pirineos.

      —Cierto, que se tenga que viajar a Perpiñán para ver Emmanuelle o El Último Tango en París.

      —O a San Juan de Luz para jugar al casino, o a comprar un condón casi de forma clandestina; o ir a Inglaterra a abortar quien pueda permitirse ese lujo.

      —Sí, creo que la sociedad española vive en una perenne contradicción: es apolítica, pero manifiestamente franquista; desea nuevos aires de libertad, pero teme perder sus privilegios de clase media, como la segunda vivienda en la costa o los veraneos en Benidorm; apostólica-romana de misa semanal, pero con ansias de destape y de que se acabe la censura moralista.

      —Te entiendo: una España que teme al cambio, pero que sueña con él.

      —Muy bien definido —exhortó Velarde.

      —Al españolito de a pie le importa bien poco la legalización de los partidos políticos; está más preocupado por verle las tetas a Victoria Vera o la separación de Carmen Sevilla y Augusto Algueró. En este país hay cosas que nunca cambian. —Ambos rieron.

      El Citroën cruzó el antiguo cauce del Turia por el puente de San José, camino de jefatura.

      —¡Solo faltaba el gilipollas del Hassan ese! —exclamó el subinspector, refiriéndose a una nueva noticia de la radio.

      «El rey Hassan II, aprovechándose de la enfermedad del Caudillo, amenaza con anexionarse los territorios españoles del Sáhara Occidental.

      El ministro del Ejército, el teniente general don Francisco Coloma Gallegos, ha confirmado a Radio Nacional de España que todas las guarniciones militares de la zona están en alerta y preparadas para intervenir, especialmente la División Acorazada Brunete, que desde septiembre del año pasado está destinada al norte del Sáhara, junto a la frontera marroquí».

      Tras la noticia, Gálvez giró el botón de la radio para apagarla.

      Aprovechó su compañero para preguntarle.

      —Oye, ¿tú sabes mucho acerca de la religión católica?

      —¿Yo? Para nada. Voy a misa casi todas las semanas, pero me limito a reproducir siempre los mismos gestos y las mismas frases, pero casi nunca escucho lo que dice el cura. Y en cuanto a la oración, mi Reme reza por los dos.

      —Pues tendremos que ponernos las pilas y volver a estudiar Religión. Yo recuerdo aún bastantes cosas; cuando estudié la carrera de Derecho una de las asignaturas era Derecho Canónico.

      —Pues lo dejo en tus manos. Sabes que confío en ti —afirmó Gálvez con aire socarrón.

      —Es curioso, pero de aquella época de estudiante recuerdo haber leído un episodio histórico relativo a la religión católica que me impresionó de tal manera que aún hoy lo recuerdo en lo esencial.

      —A ver, cuéntame.

      —Se le conoce como la matanza de Béziers.

      —¿Tiene que ver con la Santa Inquisición?

      —No, pero sí con los cruzados.

      —Soy todo oídos.

      —Te lo cuento grosso modo. A principios del siglo XIII, las tropas del papa Inocencio III asediaron la ciudad de Béziers, al sur de Francia, donde se ocultaban varios centenares de seguidores de la religión cátara. Los ciudadanos, tanto de una religión como de otra, se refugiaron en las iglesias temerosos de la ira y violencia de los cruzados. Cuando estos llegaron a las puertas de los templos, no se atrevieron a entrar en los mismos, pues eran incapaces de distinguir a los católicos de los herejes, por lo que consultaron al representante del papa, que fue tajante en su sentencia: «Entrad y matadlos a todos. Ya se encargará Dios de separar a los buenos de los malos».

      —¡Qué cabrón!

      —Quien dictó la orden de matar a todos, que era un abad católico, le envió una carta al papa Inocencio III alardeando del éxito de la batalla: «Nuestras tropas, sin perdonar rango, sexo ni edad, han pasado por las armas a veinte mil personas. Tras una enorme matanza de herejes, toda la ciudad ha sido saqueada y quemada. La venganza de Dios ha sido admirable».

      8

      Se abrió la puerta del ascensor y de su interior salió Víctor Velarde portando dos bolsas de plástico con productos del supermercado.

      Dejó las bolsas en el suelo para buscar las llaves en el bolsillo y, seguidamente, acceder a su vivienda.

      Encendió la luz del recibidor.

      Se dirigió a la cocina y depositó las bolsas sobre la encimera. Las vació y almacenó los productos comprados, unos en los armarios y otros directamente en el frigorífico.

      Seguidamente se dirigió al salón-comedor; allí, encendió el televisor, se quitó la chaqueta, dejándola cuidadosamente sobre el respaldo de una silla; y se quitó la camisa blanca, quedándose en camiseta interior de tirantes.

      Una sintonía pegadiza recabó su atención; giró la mirada hacia la televisión; era el nuevo capítulo de una serie americana que mostraba las vicisitudes de una humilde familia en un pequeño pueblo del oeste americano: La Casa de la Pradera. Se habían emitido pocos capítulos, pero la familia Ingalls ya había conquistado el corazón de millones de españoles.

      Velarde no tenía el cuerpo para historias sensibleras.

      Marchó al cuarto de baño, donde se refrescó la cara abundantemente; quedó apoyado sobre el lavabo, mirándose, fijamente, en el espejo.

      Se sentía cansado.

      De repente, el sonido estridente del timbre le sobresaltó.

      Miró


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