Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola
aire de resignación, prácticamente sin mirar al agente y mientras acababa de pinchar con un palillo el último trozo de tortilla española.
El agente se inclinó levemente y con su dedo índice golpeó dos veces sobre el periódico que estaba leyendo, señalando una concreta noticia.
El inspector de la Brigada de Investigación Criminal del Cuerpo General de Policía quedó petrificado. Dejó caer la tortilla sobre el plato.
—¡La hostia! —exclamó.
3
LA VANGUARDIA ESPAÑOLA
Valencia
Lunes, 20 de octubre de 1975
8 pesetas
SOLEMNE TOMA DE POSESIÓN DEL OBISPO COADJUTOR DE VALENCIA
«Los fieles abarrotaron la Catedral de la Asunción de Santa María, sede de la Archidiócesis de Valencia, para aclamar al nuevo obispo coadjutor de Valencia, el sacerdote Gregorio Luengo, de sesenta y un años y uno de los más destacados y prometedores miembros de la actual jerarquía eclesiástica.
La ceremonia tuvo lugar a las diez horas de la mañana de ayer y asistieron el nuncio de su santidad Pablo VI, el arzobispo Juan Pedro Morago y las primeras autoridades políticas y civiles de la ciudad de Valencia.
El nuncio papal, en su breve elocución, no escatimó elogios sobre la figura del nuevo obispo coadjutor, Gregorio Luengo, a quien describió como un venerable cristiano, ejemplo de buen pastor que se desvive por servir y entregar su vida por su rebaño, en comunión con la piedad, humildad y la fe cristiana.
Gregorio Luengo agradeció las palabras del nuncio y enalteció la virtud de dar consuelo a los desamparados, cobijo a los pobres y comprensión a los sencillos. Y se comprometió públicamente a ejercer su nuevo cargo desde la piedad y el perdón que le son exigibles a un buen cristiano».
El artículo se ilustraba con una fotografía del nuevo obispo coadjutor: corpulento, pero no grueso, espalda ancha, estatura media-alta, cuello robusto, rostro cuadrado con rasgos faciales pronunciados, piel tersa y bien rasurada, sin gafas y un cuero cabelludo poblado sin signos de alopecia, con pelo oscuro corto que empezaba a encanecer por la zona de las patillas.
4
El inspector Velarde entró con paso acelerado y se detuvo frente al cadáver. En ese instante solo se encontraban en la habitación el médico forense y el policía con la cazadora marrón, el subinspector Gálvez.
—¡Todo un obispo! —farfulló.
—Sí, el obispo coadjutor de la Archidiócesis de Valencia. ¡Con la iglesia hemos topado! —respondió Gálvez.
—¿Coadjutor?
—A mí no me preguntes.
—Le llegó el día del juicio final.
—Alguien se tomó ciertas molestias para que así fuese.
—¿Qué sabemos?
—No mucho. En la recepción del hotel nos han confirmado que la habitación fue alquilada hace nueve días por un tal Juan García Gracia, que facilitó un DNI falso y que abonó al contado un total de doce días. Las limpiadoras no recuerdan haber visto a nadie ocupando esta habitación; es más, como de costumbre, entraban cada mañana alrededor del mediodía para limpiarla, pero la habitación estaba siempre impoluta, como si nadie la hubiese ocupado. Hasta esta mañana, en la que se han encontrado al muerto que, al parecer, falleció en la tarde/noche de ayer.
—¿Y no recuerdan a quién le entregaron la llave?
—Han pasado demasiados días.
Y el inspector se acercó aún más al cadáver.
—¿Lo de la frente…?
—Con una navaja o un bisturí —intervino, rápidamente, el médico forense.
—¿Alguien sabe lo que significa?
Ambos negaron con la cabeza.
Velarde sacó del bolsillo interior izquierdo de su chaqueta un pequeño bloc de notas y un bolígrafo; se inclinó hacia el cuerpo inerte y anotó lo que estaba escrito con sangre en la frente del obispo.
—Parece que pone «quince – trece – once y erre – uve – erre – sesenta» —puntualizó Gálvez—. Pero no tenemos ni puta idea de lo que puede significar.
Velarde quedó pensativo, intentando buscar una interpretación a aquel enigma.
—¿Causa de la muerte?
El médico y Gálvez esbozaron al unísono una sonrisa.
—Eso es lo más sorprendente —espetó el forense.
El inspector frunció el ceño ante la exclamación del médico, quien seguidamente abrió la boca del cadáver ante la mirada atónita del recién llegado.
Con unas largas pinzas comenzó a extraer, con lentitud, un rosario negro.
—Asfixia por taponamiento de las vías respiratorias.
—¡No me jodas!
Gálvez soltó una ligera carcajada ante la reacción de su superior.
—Y aún hay más. Mira lo que hay encima de la cama.
Se acercaron a la misma.
—¡Una sotana, un fajín y un alzacuello!
—Cuidadosamente extendidos.
—¿Habéis hecho fotos? —preguntó el inspector.
—Todo documentado.
—¿Y el resto de la ropa? ¿El pantalón, la camiseta, los calcetines y los zapatos?
—No hay nada. Quienquiera que haya hecho esto, tuvo mucho cuidado de llevarse la ropa y de dejarnos únicamente elementos que constituyen símbolos religiosos —señaló Gálvez.
—Mata sirviéndose de un rosario; parece un mensaje macabro.
—¿Mensaje? ¿Cuál?
—Es incuestionable el simbolismo cristiano del rosario, utilizado para el rezo, compuesto de cincuenta y nueve cuentas y coronado por un crucifijo. Es como si el asesino quisiera recalcar que el auténtico autor de la muerte es el propio Dios.
—Una ejecución ritual.
El inspector asintió con la cabeza.
—Nos enfrentamos a un sujeto que alardea de su nivel de planificación. No le importa escenificar su crimen. No nos tiene miedo; nos está retando.
Seguidamente, el inspector Velarde volvió a acercase a la cama, esforzándose en interpretar aquellos mensajes.
Clavó su mirada sobre la sotana.
Su ceño volvió a fruncirse.
—¿Y los botones?
—¿Botones? —exclamó, extrañado, Gálvez, quien no había advertido tal circunstancia.
— Parece que han sido arrancados.
—Sí.
—El asesino, después de cometer el crimen, se detiene para…, para arrancar los… —Velarde detuvo su razonamiento al asaltarle una duda—. ¿Cuántos botones tiene una sotana?
—Treinta y tres. Uno por cada año que vivió Jesús —respondió, con rotundidad, el médico forense.
—¡Coño! ¿Cómo sabes eso?
—Estudié en un colegio de curas —especificó con cierto aire de resignación—. Por cierto, yo ya he acabado; a la tarde le haré la autopsia.
Y con la mano llamó a dos enfermeros