Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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ofreces una imagen de hombre rudo y varonil, como Marlon Brando en Un tranvía llamado Deseo.

      Ella sonrió.

      —Disculpa si mis palabras te escandalizan.

      Él no respondió, se limitó a devolverle la sonrisa.

      La joven le lanzó un beso al aire, dio media vuelta y comenzó a andar, pero se detuvo bajo el quicio de la puerta y se giró.

      —Por cierto, me llamo Desirée.

      12

      Martes, 21 de octubre de 1975

      Velarde escrutaba, absorto, la pintura de San Sebastián mientras recordaba la explicación del canciller. Se encontraba solo en aquel gran salón de la sede de la Archidiócesis de Valencia. Su inseparable compañero estaba de camino al Instituto Anatómico Forense.

      Oyó acercarse unos pasos cortos y casi imperceptibles. Se giró y quedó sorprendido al encontrarse con una mujer de aproximadamente treinta y tantos años, tan erguida que simulaba un saludo castrense, de melena corta que le llegaba a los hombros, y vestida con inusual sobriedad: falda marrón por debajo de la rodilla, una blusa beige abotonada hasta el cuello y una rebeca de color marrón claro. Las manos entrelazadas sobre el vientre. Rostro hermoso, pero adusto, como si estuviese enojada.

      —Buenos días, soy la hermana Aurora. El canciller me ha elegido para mostrarle el despacho del señor obispo coadjutor, que Dios tenga en su gloria. Asimismo, quedo a su disposición para aclararle cualquier duda de índole religioso.

      —¿Usted? —recalcó, extrañado.

      —Sí, soy licenciada en Teología y profesora de Derecho Canónico en la Universidad de Valencia. Podría afirmarse que, aunque mujer, soy una experta en todo lo que concierne a la religión católica, sus ritos, simbología, historia.

      —Disculpe, nada tiene que ver mi sorpresa con su condición de mujer; esperaba a un miembro de la jerarquía eclesiástica. No pongo en duda sus conocimientos y estoy convencido de que será de gran ayuda en nuestra investigación.

      El policía advirtió que aún no se había presentado.

      —Soy el inspector Víctor Velarde, de la Brigada Criminal.

      Y extendió su mano, que fue estrechada con escaso entusiasmo.

      —Acompáñeme.

      Y la religiosa comenzó a andar con paso firme y marcial, rompiendo con el crepitar de sus zapatos negros el silencio sordo que imperaba en aquel edificio.

      Ambos emprendieron un largo paseo por enrevesados pasillos hasta llegar al despacho del fallecido.

      La religiosa sacó una vieja llave del bolsillo de su rebeca y abrió la puerta, apartándose para que entrase primero el policía; Velarde le cedió el paso en un acto de cortesía, pero ella se mantuvo impasible.

      El despacho era extremadamente sobrio y oscuro; con muebles muy antiguos, casi reliquias. El escritorio era de color negro con patas en forma de columna salomónica o entorchada, con un gran sillón de madera y dos sillas confidente. Una enorme librería, también de color negro, cubría la pared ubicada tras el sillón.

      El inspector se sentó y comenzó a abrir cajones de forma arbitraria; únicamente encontró material de oficina perfectamente ordenado.

      La mujer quedó de pie, inmóvil, frente a él, y de nuevo entrecruzó sus manos, como si esperase pacientemente a que el policía acabase su labor de inspección.

      Velarde, sentado, miró a un lado y a otro de la estancia para acabar fijando su inquieta mirada en aquella mujer de rostro imperturbable.

      —No veo ningún archivo.

      —El canciller ordenó ayer recoger toda la documentación en la que estaba trabajando don Gregorio.

      Se produjo un incómodo silencio por parte del policía.

      —¿Puede darme alguna información acerca del señor obispo?

      —¿A qué se refiere?

      —¡No sé! Si tenía algún enemigo o…

      —¿Enemigo? —interrumpió la religiosa—. Don Gregorio era un hombre de Dios, profundamente cristiano, todo fe y corazón.

      —Ya, pero ha sido asesinado.

      Ella guardó silencio.

      El policía respiró hondo.

      Seguidamente, señaló una de las sillas confidente, invitándola a sentarse; la mujer rehusó con la cabeza.

      —Por favor —insistió.

      Ella tomó asiento. Las rodillas juntas y la espalda recta, sin apoyarse en el respaldo.

      —Solo quiero hacer mi trabajo: encontrar al asesino de don Gregorio. Pero en estos momentos únicamente tengo dudas; y unas pocas pistas que no sé cómo interpretar. Por eso preciso de su ayuda, que colabore conmigo. ¿Lo hará? —su voz se volvió cadenciosa, como si su pregunta fuese, en verdad, un ruego.

      Ella se le quedó mirando fijamente, sin pestañear. Sus ojos eran verdes, nítidos y luminosos. Pero su rostro seguía rezumando desconfianza y recelo.

      —¿Es usted ateo?

      Velarde se recostó sobre el sillón.

      —Mas bien…, un hereje.

      Ella, a duras penas, pudo reprimir una sonrisa.

      —Bien, le ayudaré, pero desconozco los detalles de la muerte de don Gregorio. Se dedicaba exclusivamente a su función pastoral; desconozco sus relaciones privadas y la existencia de potenciales enemigos.

      El policía la miró, agradecido; seguidamente se levantó de un brinco de su sillón y comenzó a pasear por el despacho.

      —En primer lugar…

      —¿Sí?

      —¿Cómo he de dirigirme a usted? ¿hermana, sor Aurora…?

      En esta ocasión la religiosa no reprimió la sonrisa, la cual quedó plasmada en la comisura de los labios.

      13

      El subinspector Gálvez entró en una de las salas de autopsias del Instituto Anatómico Forense empujando con ímpetu la doble puerta de vaivén que quedó batiendo hasta detenerse.

      —Buenos días, Balmes, a ver qué me cuentas esta vez.

      El médico forense le esperaba ataviado con su bata verde.

      —Te va a encantar; el obispo es una caja de sorpresas.

      El cuerpo desnudo del prelado se hallaba sobre una mesa metálica; destacaban, por un lado, la extraña inscripción de la frente y, ahora, una gran cicatriz en forma de Y, aún sin suturar, sobre el pecho y el abdomen.

      Al policía le sorprendió, desagradablemente, el tono amarillento de la piel.

      —¿Ya sabéis el significado? —El médico señaló la frente.

      —Todavía no. Aparte de la asfixia, ¿sabemos algo más?

      —Sí. Ven, te enseño. —Y ambos se inclinaron sobre la cara del fallecido—. ¿Ves esta ligera abrasión sobre la zona de la boca?

      —¿Cloroformo?

      —¡Bingo! Y juraría que es casero.

      —¿Se puede hacer en casa? —preguntó Gálvez.

      —Es muy fácil; basta con mezclar doscientos mililitros de lejía y diez mililitros de acetona en un recipiente cerrado y esperar dos horas para que la reacción se materialice; transcurrido ese tiempo, la mezcla se habrá convertido en dos líquidos claramente diferenciados: en la parte inferior el cloroformo, transparente, y sobre él, un residuo acuoso que debe ser desechado. Basta con una simple jeringuilla para aislar el cloroformo.

      —Gracias por la lección


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