Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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      Se dirigió a la puerta de entrada. La abrió.

      La luz del descansillo estaba encendida.

      Pero no había nadie.

      El policía miró a un lado y a otro. Se acercó a la escalera. Oyó en la distancia unos pasos que se alejaban.

      9

      Se preparó en la cocina un bocadillo de tortilla a la francesa. Abrió una pequeña lata de aceitunas; cogió un tercio de cerveza; y con una bandeja lo llevó todo al salón, dejándola en una mesa baja situada frente al sofá.

      Se acercó al televisor y pulsó el canal UHF, la cadena residual de Televisión Española que ofrecía programas culturales o con audiencia minoritaria.

      Era la reposición de una obra de teatro emitida en el programa Estudio 1. Era en blanco y negro; de vez en cuando se emitía algún programa en color, pero aún en fase de prueba y de forma reducida.

      De inmediato adivinó de qué obra se trataba: Doce hombres sin piedad, de Reginald Rose.

      Le complacía una velada de teatro, y aquella obra le encantaba, amén de estar interpretada por los mejores actores de la escena teatral del momento: José María Rodero, José Bódalo, Ismael Merlo, Fernando Delgado, Luis Prendes, Jesús Puente, Carlos Lemos, Manuel Alexandre, Antonio Casal, Pedro Osinaga, Sancho Gracia y Rafael Alonso.

      Subió el volumen, agarró el botellín de cerveza y se dejó caer en el sofá.

      Se disponía a dar un trago cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta.

      10

      Abrió la puerta enérgicamente.

      Una voz femenina le saludó.

      —Hola.

      Valverde no le devolvió el saludo.

      Quedó sorprendido por la mujer que se hallaba frente a él. Era joven, pero con un atuendo sofisticado y provocador.

      Vestía un jersey o vestido corto de punto, de color púrpura y ceñido al cuerpo por un ancho cinturón de cuero negro con ornamentos metálicos. Sobre el jersey, un chaquetón de piel, de color negro. Botas altas de color granate. Y le cubría la cabeza una coqueta boina rosa.

      El policía se apercibió de tres grandes collares de distintas extensiones que colgaban de su pecho. En uno de ellos pendía una cruz metálica con incrustaciones de cristal.

      Su melena era corta, rubia; y sus ojos azules y expresivos.

      Sus carnosos labios estaban pintados de rosa.

      Era extraordinariamente hermosa. Por eso tenía Velarde la certeza de que nunca antes la había visto.

      11

      —Soy la vecina de arriba. Me he dejado las llaves dentro de casa y no me apetece esperar a mi madre sentada en la escalera. ¿Puedo esperarla aquí, en tu piso? No creo que sea más de media hora.

      —Claro, claro —reaccionó, Velarde, de forma timorata—. Pasa.

      Y la joven se dirigió al salón.

      —Anda, siéntate en el sofá. ¿Quieres algo de beber?

      —Sí, gracias, una cerveza; al igual que tú.

      Se quitó el chaquetón y lo lanzó sobre el respaldo del sofá.

      Es entonces cuando Velarde pudo apreciar la cortedad de su vestido y la esbeltez de sus piernas.

      Le entregó la cerveza y un vaso.

      Ella se sentó en el sofá y cruzó una pierna sobre otra, mostrando lascivamente sus muslos.

      —¿Ibas a cenar?

      —Sí. ¿Quieres que te prepare algo? ¿Te hago otro bocadillo?

      —¿Y si compartimos este?

      Velarde regresó con un cuchillo. Y se sentó en un butacón, junto al sofá.

      —¿Y dices que vives en este edificio? Es la primera vez que te veo.

      —Porque nunca estás. Sales temprano y siempre vuelves tarde.

      —¿Has sido tú quien ha llamado antes al timbre?

      —Oh, sí, perdona. Pero después de llamar, oí el ascensor y creí que era mi madre.

      —¿Y…, por qué yo?

      —¿Cómo?

      —De todos los vecinos que hay, ¿por qué me has elegido a mí?

      Ella se quitó la boina con extrema lentitud, casi de forma teatralizada, y la dejó sobre el chaquetón.

      —La portera me dijo que eres policía; de esos que no llevan uniforme. He pensado que era una buena ocasión para conocerte.

      La joven le ofreció medio bocadillo.

      —Toma.

      Y comenzó a comer de su mitad.

      —Está muy bueno —farfulló, ella, con la boca llena.

      —Le pongo bastante queso a la tortilla y unto el pan con mahonesa.

      —Pues está delicioso.

      —¿Qué edad tienes? —preguntó el policía, con inusitada curiosidad.

      —¿Cuantos años me echas?

      —El maquillaje y esa ropa sofisticada enmascaran tu verdadera edad. Pero no creo que tengas más de veintitrés años.

      —Vaya, eres un buen policía. Tengo veintidós.

      Y dio un nuevo mordisco a su medio bocadillo.

      —¿Estás viendo una obra de teatro?

      —Sí.

      —Parece un tostón; están encerrados en una sala y no paran de hablar.

      —Es lo que tiene el teatro.

      —A mí me aburre.

      —Es cuestión de ponerle interés; de abrir la mente y estar dispuesto a aprender y a disfrutar. ¿Sabes de qué va esa obra?

      Ella negó con la cabeza.

      —Es la deliberación del jurado en un juicio por homicidio. Al inicio, todos los miembros quieren acabar pronto y coinciden sobre la culpabilidad del acusado, a excepción de uno de ellos, que propone debatir todos los aspectos del juicio. La tensión que provoca el obligado encierro, las disputas y los ataques personales, unido al sofocante calor del verano, provocará que afloren los prejuicios y las miserias de los miembros del jurado.

      —Sí que parece interesante, tal y como lo cuentas, pero, por ahora, lo que más me atrae es la música y el cine americano.

      —¿Estudias?

      —Sí, en una academia para modelos.

      —Vaya; el mundo de la moda, de los desfiles, de las sesiones fotográficas…, debe de ser muy…, especial.

      —¿Qué hora tienes? —interrumpió la conversación.

      —Las nueve menos cuarto.

      Ella se levantó. De forma sutil, se estiró levemente la escueta falda.

      —Es hora de irme.

      Se colocó la boina. Después, el chaquetón.

      Velarde la observaba desde el butacón. Hizo ademán de incorporarse.

      —No, no te levantes. Hay confianza.

      Pero en lugar de irse se le quedó mirando.

      —¿De verdad mi ropa es sofisticada? —Mostró una fingida extrañeza.

      —A mí me lo parece.

      —Pues no puedo decir lo mismo de ti; con tu pantalón de traje y tu camiseta blanca de tirantes.


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