Sepulcros blanqueados. Guillermo Sendra Guardiola

Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola


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en sus estrictos términos. Los institutos seculares son una de las últimas formas de vida, de consagración a la fe cristiana, que nacieron para atender las necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar su misión social. Fueron reconocidos por el papa Pío XII en 1947.

      Velarde quedó pensativo.

      —Pero…, ¿es una…?

      —Soy una monja secular.

      —¿Y tienen las mismas…, obligaciones que una monja normal?

      Aurora sonrió.

      —¿Quiere saber si también profesamos el voto de castidad?

      El policía quedó aturullado, sin saber cómo reaccionar, sabedor de su indiscreción.

      —Bueno… —carraspeó, azorado.

      —Nos consta que la severidad de nuestras responsabilidades u obligaciones pueda sorprender a la mayoría de la gente, más, si cabe, tratándose de un hereje empedernido como usted. A saber qué imagen perturbadora y patológica tendrá usted de nosotras; seguro que nos considera unos bichos raros: mujeres sin voluntad propia e intelecto decadente que reducen su marco vital a abrazar la fe y a una convivencia humilde sin excesos.

      La religiosa parecía haber superado la barrera del nerviosismo y la incomodidad, y se atrevía con comentarios jocosos e irónicos.

      —Se equivoca. Es cierto que tengo una idea preconcebida de todo lo que envuelve a la religión católica, o a cualquier otra religión, sea la que fuere.

      —¿Un prejuicio?

      —Un juicio de valor. Es inherente a la condición humana juzgar y valorar las percepciones que nos llegan sobre cualquier materia. Pero no es mi intención participar en disquisiciones o debates tan profundos o sesudos —intentó zanjar el tema de conversación regresando a la pregunta inicial—. Solo pretendía conocer la esencia o la naturaleza de una monja secular.

      La religiosa contestó de inmediato, casi de corrido, como si fuese una respuesta aprendida de memoria o expresada en numerosas ocasiones.

      —Entregamos la propia vida a la consagración de Cristo y al apostolado de la Iglesia, pero con la plena vocación de una presencia y de una acción renovadora desde dentro del mundo para perfeccionarlo y santificarlo.

      —Ya —exclamó, casi de forma inaudible.

      Ella sonrió al ver el rostro confuso del policía.

      —Hay dos formas de entender la entrega y vocación cristiana: la vida contemplativa, basada en la oración, el recogimiento, el aislamiento de la realidad que nos rodea; es el ejemplo de las órdenes católicas tradicionales que visten sus hábitos y conviven de forma silenciosa agrupados en los conventos o monasterios.

      —Sí, las monjas de toda la vida, las que todos tenemos en mente —intervino el inspector para transmitir su interés en la conversación.

      —Pero también hay otra forma de consagración de la fe cristiana, quizá más actual, quizá más moderna, que busca comprender las necesidades materiales y espirituales del rebaño de Cristo, y ello exige, indefectiblemente, nuestra presencia, la de las monjas seculares, en todos los estamentos de la sociedad, en igualdad de conocimientos y capacidades que el resto de ciudadanos, con implicación y actitud activa frente a esa sociedad que se pretende conocer. Resumiendo, las monjas seculares hemos elegido servir a Dios desde dentro de la sociedad, no apartándonos de ella; queremos desplegar el evangelio sobre los problemas cotidianos.

      —Ahora distingo las diferencias entre ambas formas de consagrarse a Dios.

      —Para impartir la fe a nuestros conciudadanos hay que ser como ellos, conocer sus problemas, sus ansias, hay que embarrarse, remangarse, mancharse las manos si hace falta, sudar, sangrar, reír, disfrutar de nuestros trabajos…, siempre junto al resto de creyentes. Esa es la vocación de las órdenes católicas seculares. ¿Lo tiene claro ahora?

      Velarde asintió con la cabeza. Iba a responder, pero oyó de nuevo la voz de Aurora.

      —Y sí, las monjas seculares seguimos los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.

      Él volvió a ruborizarse.

      —Lo siento, creo que he sido muy indiscreto.

      —No tiene por qué disculparse. La curiosidad es inherente a un policía.

      —Ya. La curiosidad mató al gato.

      A ella se le escapó una sutil carcajada que animó a un ofuscado Velarde.

      21

      La comida entre el policía y la religiosa se desarrolló de forma distendida.

      Fueron diversos los temas de conversación. Él se interesó por las rígidas normas de convivencia que suponía trabajar en la archidiócesis, dentro de una jerarquía dominada absolutamente por hombres. Ella le confesó la satisfacción que le suponía el contacto con los jóvenes estudiantes cuando impartía clases de Derecho Canónico en la Universidad de Valencia.

      Velarde orilló su habitual corrección y mesura y se esforzó en mostrarse afable, recurriendo a amenas anécdotas profesionales o de su época de estudiante universitario.

      Aurora también se despojó de su halo de circunspección y formalidad y adoptó una postura relajada con un lenguaje gestual que denotaba cordialidad. Incluso llegaron a bromear sobre la hipotética conversión de Velarde al clero y su similitud con el escalafón policial y el reparto de competencias.

      —Ambos pertenecemos a organizaciones piramidales donde las órdenes se deslizan en cascada. Y en ocasiones ni las entendemos ni las aceptamos, pero no queda más remedio que cumplirlas a regañadientes —aseveró Aurora.

      El policía asintió con la cabeza, de forma silenciosa, con resignación; su rostro, de pronto, devino sombrío. Ella se percató de ello.

      —¿He dicho alguna impertinencia?

      —No —se esforzó en sonreír—, sus palabras me han traído a la memoria conflictos personales derivados de la actual situación política.

      Ella se inclinó, como signo de atención.

      —¡Cuénteme!

      —Usted lo acaba de decir. Hemos de cumplir órdenes aunque no las consideremos adecuadas o…

      —¿Justas? —espetó Aurora.

      —Eso..., justas.

      —¿Se refiere a la represión?

      —¡Vaya! No se le escapa nada para ser una… —Velarde se frenó en seco, al considerar inapropiado su comentario.

      —Para ser una monja.

      Ambos sonrieron.

      —Así es —continuó el policía—. Llevo años viendo como muchos de mis compañeros se limitan a perseguir a chavales imberbes en las universidades, o a sindicalistas o a cualquiera con ansias de que todo cambie para bien. El cumplimiento del deber frente a la conciencia personal. Todo un dilema para un policía.

      De forma inconsciente, la religiosa depositó sus manos sobre las de él.

      —La conciencia siempre.

      Y las retiró de inmediato cuando se percató de ello, ruborizada por aquel inocente acto reflejo.

      Velarde se apresuró a cambiar de tema y le señaló una pequeña medalla que le colgaba del cuello.

      —He observado que en muchas ocasiones la acaricia con los dedos.

      —Oh, sí. —Y la religiosa la tomó con ambas manos—. Es Santa Inés de Roma, una niña que sufrió martirio en la época romana. Siempre se la representa con un corderito en brazos, símbolo de su virginidad e inocencia. Yo, a veces, también me sorprendo acariciándola, es como si esta medalla me transmitiese fuerza y confianza. ¿Y usted? ¿No tiene fe en alguien o algo?

      —No,


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