Dios no va conmigo. Holly Ordway

Dios no va conmigo - Holly Ordway


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el lugar equivocado al respecto de cuestión alguna.

      Hay quien ha venerado la creación o ha utilizado el cuidado de la creación como eslogan para el materialismo funcional. Otros utilizan la teología del cuerpo para dar pie a la laxitud en la moral cristiana. Ya tenemos demasiados académicos cristianos, intelectuales cristianos y artistas cristianos para quienes el cristianismo es simplemente un adjetivo que modifica la esencia de sus vidas o de sus carreras profesionales. Ordway es una rareza: es una cristiana que hace cosas, una cristiana académica, una cristiana intelectual, una cristiana artística.

      Este libro demuestra que dicho matiz lingüístico es importante.

      Ella acepta el Evangelio al completo, no porque siempre le guste, sino porque piensa que es la mejor idea, la más verdadera, la más bella de la historia de la humanidad. Ordway es lo suficientemente realista como para aceptar los fallos de los cristianos, y no defenderá nuestros cismas, nuestros genocidios o nuestra decadencia.

      Nunca pierde de vista a Jesús: encarnado, triunfal, vivo.

      Yo sé que ella es del tipo de persona a quien le va Dios, un tipo que el siglo XXI tal vez no sea siempre capaz de asimilar. Es lista, potente, femenina y tradicional. Sus puntos de vista son impredecibles, porque los forma sobre la base de la Palabra de Dios.

      Hay gente muy lista que desea amar a Jesús, pero prefiere pasar por alto a su novia, la Iglesia. Estos maleducados no salen mejor parados que en esas situaciones en que un marido enamorado conoce a un zafio que se muestra condescendiente con su amada, la ignora o la insulta. Ordway ama al pueblo de Dios porque ama a Dios. Esto no la ciega ante algunos de los problemas de la Iglesia visible, pero su razonamiento no acaba en un cinismo fácil.

      La historia de Ordway es la historia de cómo Dios siembra su palabra dentro de ella, cómo Ordway responde «hágase en mí» y acto seguido encuentra su senda hacia un hogar eclesiástico. Ella piensa por sí sola, pero no en soledad. Busca la mente de Cristo y la comunidad de la fe en todas las épocas.

      Aunque no comparta todas sus conclusiones sobre la naturaleza de la Iglesia, sí comparto su consciencia de que la Iglesia es al tiempo visible e invisible. Ordway no es un ser de instituciones, sino de la encarnación. Sabe que exactamente igual que los hombres han de tener un cuerpo para ser hombres, así la novia de Cristo ha de ser visible para ser la novia de un Cristo encarnado.

      Al mismo tiempo, la Iglesia es mística y solo se la ve en su plenitud en el paraíso. Ordway sabe razonar (preguntemos a sus alumnos), pero no le da miedo detenerse y ponerse a venerar cuando alcanza lo inefable. Tiene la sensación de que la belleza puede ser un engaño, pero también puede ser una señal.

      La de Ordway es una historia en la que el amor reemplaza al miedo. Dios no teme las preguntas, las dudas, las preocupaciones o los errores. No teme a nada porque es el amor perfecto. Ordway ya presintió esta verdad cuando aún se hallaba alejada de Dios, y de ese modo intercambió sus temores y sus dudas sobre sí misma por amor.

      Encontró a una persona, pero al hallarlo a él también halló a su familia: la Iglesia. Ordway no es tan arrogante como para exigir que la familia esté a la altura de sus expectativas, ¡aun cuando esas expectativas están justificadas!

      ¿Debe contar su historia una persona de quien esperamos que aún se encuentre a medio camino en dicha historia? Si la motivación fuese el orgullo o la autocomplacencia, ningún cristiano podría justificar unas memorias, pero este libro se halla en la tradición del testimonio. Cuando era un crío me encantaba oír lo que contaban aquellos que después serían santos acerca de lo que Jesús estaba obrando en sus vidas. Tales historias alientan a los creyentes para seguir adelante. Sabemos que la Iglesia perdurará, pero flaqueamos.

      Las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia, pero con frecuencia tengo la sensación de que a mí me están aplastando. En ese momento, el testimonio de una creyente sobre el estado de su caminar con Dios es de lo más alentador. La doctora Ordway es una luchadora feliz, un estado que no solo implica dar voces de alegría, algo que ella hace sin duda, sino también estar dispuesta a luchar.

      Conozco a muchos luchadores de la cultura, pero a pocos luchadores alegres de la cultura: Holly Ordway es uno de ellos.

      Si estuviera en mi mano, nombraría a Ordway doncella guerrera de Rohan. Si el lector entiende la referencia y la disfruta, es entonces como esos alumnos a los que la doctora Ordway inspira todos los días aquí, en la HBU. Al igual que Lewis, Tolkien o Sayers, Ordway es imaginativa y está llena de una fe viva, pero, al contrario que ellos, es norteamericana. Es producto del país en que nació, aunque no en un sentido limitado y patriotero.

      Ordway creció inmersa en la cultura norteamericana y en el cristianismo norteamericano de las últimas décadas. Veía la televisión americana, escuchaba música americana y asistió a colegios americanos muy buenos. En aquel entorno, un secularismo inicial y perezoso se convirtió en un ateísmo más militante, pero Ordway tuvo finalmente la posibilidad de cruzarse con algunos cristianos con todas las letras. Si los norteamericanos tienen una sola virtud nacional, esta ha de ser la esperanza.

      Ordway dirige ahora un programa de Apologética Cultural en la Houston Baptist University. ¿Acaso hay algo más norteamericano, más lleno de esperanza, que eso?

      Ahora, la lectura de sus reflexiones nos asoma a la vida de una luchadora intelectual, una cristiana y una académica.

      John Mark N. Reynolds

      17 de julio de 2013, festividad del Zar Mártir

       Houston Baptist University

      Introducción

      Escribí la primera versión de este libro apenas a los dos años de haber iniciado mi viaje cristiano, pensando que conforme fuera pasando el tiempo vería sin duda más de lo que veía en el momento de escribir y que la historia se iría aclarando de manera gradual al continuar con mis reflexiones. Sin duda ninguna, este ha resultado ser el caso.

      Tras la primera publicación de Not God’s Type, concedí muchas entrevistas y di charlas sobre el viaje de una atea hacia la fe, y me hicieron las preguntas de rigor: ¿qué experiencia tuve de la fe en la infancia?, ¿cómo me hice atea en un principio?, ¿qué fue lo que cambió para que yo me encontrase dispuesta a escuchar los argumentos sobre la veracidad del cristianismo?

      Me di cuenta de que las respuestas a estas preguntas se encontraban en la obra de la gracia, que se había iniciado en un punto de mi vida muy anterior a lo que en un principio yo había percibido. Era necesario hablar más sobre las primeras etapas de mi viaje.

      A medida que me fui involucrando cada vez más en la apologética, reconocí también la importancia de la imaginación como catalizador y como pilar de mi exploración racional de la fe. Fue la imaginación lo que hizo que los conceptos cristianos tuvieran sentido para mí. Hasta que unos términos como Dios y Jesús tuvieron pleno sentido —literalmente, se llenaron—, en lugar de ser unos significantes abstractos, las discusiones sobre religión no fueron más que juegos intelectuales sin una verdadera importancia en el mundo real.

      Con demasiada frecuencia en la apologética actual, los cristianos tienen la tentación de buscar el argumento mágico, la frase precisa que decir en el momento justo para que la otra persona reconozca «¡me he estado equivocando de plano, todo el tiempo!, ¡traedme una Biblia!». O peor, los apologetas pueden tratar los argumentos como si fueran una llave de kungfu retórico que sirve para derrotar o aplastar al ateo. En otras ocasiones, los cristianos presionan a la gente para que se percate de la existencia de Dios y reconozca su propia condición pecaminosa, y, cuando el escéptico se resiste, se apresuran a declarar tal hecho como la prueba de su dureza de corazón. Se nos olvida que el cristiano y el no creyente a menudo carecen de un significado compartido de términos como Dios y pecado. Con demasiada frecuencia entablamos un diálogo de sordos justo con las personas a las que tratamos de ayudar.

      Tenemos que ser conscientes de la manera en que se relacionan la razón y la imaginación y advertir también el modo en que se forcejea con el sentido y este se forma a largo


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