Dios no va conmigo. Holly Ordway

Dios no va conmigo - Holly Ordway


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un trasfondo bíblico no conduzca a una conversión inmediata. Un deseo bienintencionado de compartir la verdad se puede convertir en impaciencia arrogante: «¿Es que no ves lo equivocado que estás? Tus objeciones no son válidas. ¡Deja ya de dar la nota y conviértete de una vez!».

      Si, en efecto, pretendemos comunicar hoy en día el evangelio a algo más que un minúsculo porcentaje de la gente y ayudar a los cristianos a mantener una relación robusta, duradera y transformadora con Cristo, tenemos que dedicarnos a ello a largo plazo, con la capacidad de utilizar enfoques tanto racionales como imaginativos al respecto de la creencia y la práctica.

      De manera que empecé a pensar en cómo había hablado sobre mi viaje hacia la fe, qué había incluido, qué había dejado fuera, qué me había limitado a apuntar sin más. Me di cuenta de que aquellos breves meses de intensa búsqueda y reflexión en los que reconsideré mi ateísmo no habían supuesto un gran cambio como punto de inflexión. Cuando me encontraba con argumentos e indicios a favor del cristianismo, mi razón era por fin capaz de alinearse con mi imaginación, la cual, como la aguja de una brújula, había señalado trémula hacia el verdadero norte durante muchos años.

      Con la oportunidad de ofrecer una versión más completa de mi conversión al cristianismo llegó también la oportunidad de contar también cómo se había seguido desarrollando mi historia. Por la gracia de Dios, mi historia ha sido la de amar a Dios de un modo más pleno y más profundo de manera gradual y la de continuar por la senda de su verdad allá donde esta condujese, que ha resultado ser la Iglesia católica.

      Se diría que esperar lo inesperado es una manera útil de afrontar la vida cristiana. Cuando escribí la primera versión del libro, era episcopaliana y también era una profesora titular de Literatura Inglesa en el sur de California que se estaba sacando un título de Apologética en una universidad protestante; mientras escribo esto, soy católica y la directora de un máster de Apologética Cultural en la Houston Baptist University de Texas. Todo esto no sale de uno sin más…

      Pues bien, este libro mira tanto hacia delante como hacia atrás desde ese primer fotograma de mi viaje que se ofrecía en Not God’s Type. Hacia delante, para cruzar el Tíber y ser recibida en plena comunión con la Iglesia católica, y hacia atrás, para remontarme a las raíces más profundas tanto de mi ateísmo como de mi fe.

      I

      Una derrota gloriosa

      Me pareció ver un árbol, el más maravilloso,

      elevado en la altura, y envuelto en luz,

      la cruz más brillante. Aquella almenara

      refulgía en oro. Joyas

      desperdigadas brillaban a sus pies; y

      otras cinco fijas sobre los brazos.

       El sueño de la cruz

      Me dispongo ahora a acometer algo que podría parecer una tarea sencilla: recordar cómo fue que me alejé del ateísmo y me adentré en la fe cristiana.

      Sin embargo, contar esta historia no es tan sencillo.

      Cuando le di el sí a Cristo pensé que había llegado al final de mi camino, pero me encontré con que simplemente había coronado la colina más cercana. El camino, al parecer, seguía y seguía, y no tardé en percatarme de que la vida cristiana no iba a ser fácil.

      Era emocionante aprender más sobre teología y sobre doctrina —ya ves, soy académica—, pero resultaba mucho más complicado integrar aquellos conocimientos nuevos en mi vida diaria. Tenía que aprender a rezar y a formar parte de una comunidad integrada por esa gente rara y un tanto intimidatoria de los llamados cristianos. Tenía que reconsiderar mi postura como feminista liberal; gran parte de lo que creía hasta entonces había resultado ser falso, fundamentado como estaba en una manera incompleta y distorsionada de entender lo que significa ser humano (y sexo femenino). Tenía que descubrir cómo ser un testigo cristiano en un entorno hostil, como profesora de literatura en una escuela universitaria secular.

      Y tenía que aprender a verme a mí misma de un modo nuevo. Hasta entonces me había considerado una persona razonablemente agradable y buena, pero entonces entendí que aun en mis mejores momentos me quedaba muy lejos de la perfección de Dios, fuente de toda bondad. Sin embargo, la Iglesia decía que mi Padre celestial me ama de forma plena y sin reservas. A la luz de aquel amor inmerecido, me formé el deseo de una relación más fuerte y más profunda con mi Salvador, y también el deseo de recibir su ayuda con el fin de convertirme en aquello para lo cual él me había creado.

      Tal vez la parte más difícil y la más transformadora de mi nueva vida era la de encontrarme por primera vez —y después de forma repetida— al pie de la cruz; allí fue donde descubrí la realidad de la gracia.

      En la época en que me hice cristiana, se diría que de cara al exterior guardaba la compostura, pero estaba herida por dentro al acabar de salir de una relación larga y desastrosa, una relación en la que me había visto inmersa de mala manera —tal y como enseña la Iglesia, aunque yo no lo sabía en aquel momento— y que había finalizado de un modo doloroso.

      ¿Podría llegar a alcanzarme la gracia de Dios y sanar las heridas ocultas en mi corazón? Yo no sabía lo suficiente como plantearme siquiera la pregunta; seguía estando demasiado anestesiada como para saber que necesitaba ayuda de una forma tan desesperada. En mi viaje a la fe cristiana, me había centrado en la resurrección; pero, tras mi bautismo, esa entrada sacramental en la muerte y la resurrección de Cristo, empecé a descubrir que la cruz es el manantial de la gracia sanadora y transformadora: no es una simple parte de los sucesos históricos de la pasión y la muerte de Jesús, sino el lugar donde el Dios encarnado cargó con todo el oscuro peso de la miseria humana y quebró su poder para todos, para mí.

      La cruz, hablando en plata, es donde toda la m—— se acaba. Toda ella. Son tantas las formas en que un ser humano puede hacer daño a otro, tantas las crueldades mezquinas, los abusos de poder, las palabras denigrantes; sentí la acumulación de la miseria mundana, gota a gota, hasta temer que me ahogaría, e incluso empecé a desear que ocurriese. Los cortes de la soledad, la traición, la ansiedad y la depresión son profundos, y no siempre dejan marcas externas. Todo el sufrimiento, sin embargo, se carga sobre la cruz y halla su lugar en las marcas de los clavos en las manos y en los pies de Cristo, en la lanzada en su costado: cinco preciosas heridas que él luce ahora y lucirá para siempre en su cuerpo resucitado y glorificado.

      «Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros». No se trata de una gracia demasiado exquisita y espiritual como para que yo la capte, sino cuerpo y sangre, pan y vino, entregados por mí; conmueven, transforman, renuevan mi mente, mi cuerpo y mi alma. No de golpe, sino lentamente, como la llegada de la primavera en la Nueva Inglaterra de mi niñez: un día se chapotea en la nieve que se funde en el suelo; otro día aparece un trazo verdoso en las yemas de las ramas desnudas del invierno; otro día, un petirrojo se pasea por el césped con sus ojos brillantes, y el invierno ha pasado. El verano se hará realidad.

      Este relato no pretende tener una precisión fotográfica. No soy capaz de representar con exactitud cómo fueron las cosas, porque la palabras no dan para más y, en cualquier caso, ya no soy la persona que era entonces. Aunque estoy lo suficientemente próxima como para recordar gran parte de lo que sentí y pensé, los cambios que he sufrido han sido verdaderos cambios.

      Lo que es más importante, el sentido de mi viaje hacia la fe se ha desplegado más todavía conforme ha ido pasando el tiempo. He llegado a percibir aspectos de mis experiencias de los que no me había percatado y de los que, desde luego, no me podía haber percatado en su momento. He empezado a reconocer la forma en que la gracia ha estado influyendo en mi imaginación durante muchos años sin que yo me dé cuenta, igual que un río que fluye soterrado, profundo, bajo la superficie de un desierto, hasta que un día, para gran asombro del cansado viajero, borbotea hacia la superficie con unas aguas claras, dulces y frescas.

      Pues bien, este es el relato de una gloriosa derrota, una renuncia a mi adorada independencia, renuncia que no buscaba, pero necesitaba de manera desesperada: una rendición incondicional


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