Dios no va conmigo. Holly Ordway

Dios no va conmigo - Holly Ordway


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soberano, esto es también un boceto de cómo llegué después a amarlo como mi Salvador.

      Por último, esta no es esencialmente la historia de lo que hice gracias a haber sido lo bastante lista, sino la historia de aquello que fue hecho en mí y por mí gracias a haber sido lo bastante débil. Es un relato de la obra de Dios, la historia de la gracia que actúa en y a través de los seres humanos, pero que siempre parte de él y lleva de regreso a él. Y es la historia de cómo me llevaron de vuelta al hogar.

      II

      La selva oscura

      En medio del camino de la vida

      errante me encontré por selva oscura,

      en que la recta vía era perdida

      ¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,

      esta selva salvaje, áspera y fuerte,

      que en la mente renueva la pavura!

      ¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!

      Dante, La divina comedia: el infierno

      La palabra ateo viene del griego a theos; literalmente, ‘sin Dios’.

      Así me hubiera descrito yo a los treinta y un años, casi la misma edad de Dante en la selva oscura. Era una profesora universitaria atea y me encantaba verme de esa manera. Me lo pasaba bomba no siendo creyente; era divertido considerarme superior a las masas incultas y supersticiosas y hacer comentarios maliciosos sobre los cristianos.

      Pensaba que no tenía ninguna fe en absoluto. Ciertamente, a cualquiera que me hubiese preguntado le habría dicho que yo no buscaba a Dios, y era una afirmación cierta tal y como yo la entendía entonces. Estaba buscando algo —un fin, un sentido, una satisfacción—, pero, dado que entonces no creía que Dios existiese, no se me ocurrió (ni, desde luego, se me podía ocurrir) que lo que yo buscaba se pudiera hallar en Dios.

      Cuando tenía ocho o nueve años, mis padres se dieron cuenta de que veía muy mal de lejos: mis profesores me habían visto mirar a la pizarra con los ojos entrecerrados y acercarme hasta la primera fila para copiar los deberes en el cuaderno. Yo nunca me había parado a pensar en ello. Por supuesto que todo se ponía borroso cuando estaba a algo más de unos centímetros de distancia; ¿acaso no era igual para todo el mundo? Pues no, parece que no. Esa noche, para ayudarme a entenderlo, mi hermano me dio sus gafas y me pidió que me las pusiera.

      Se acercaban las Navidades, y lo primero que miré fue el árbol de Navidad, engalanado con sus tiras de luces de colores. Estaba asombrada: las habituales manchas borrosas de colorines se descompusieron en destellos de bordes definidos. Alcé la vista y pude ver por primera vez los detalles de los adornos que pendían por encima de mí, la franja roja que rodeaba los bordes de la estrella de la copa del árbol.

      Ahora, de adulta, me pongo un poco de los nervios si no llevo las gafas puestas constantemente, tal vez por culpa de demasiados encuentros con manchas negras de aspecto inofensivo que, vistas de cerca, resultaban ser arañas. De niña, sin embargo, aquella primera transformación de mi vista me tenía un pelín atemorizada. El mundo había perdido sus bordes difusos. Había que abarcar mucho más de lo que yo esperaba. Acabé acostumbrándome a las gafas nuevas y agradeciendo todo lo que ahora podía ver y hacer, pero, hasta que me puse las gafas de mi hermano, jamás me había imaginado siquiera que el mundo pudiese tener un aspecto tan diferente.

      Así era mi vida de atea. Cuando pienso ahora en aquella vida de antes de conocer a Cristo, reconozco cuán limitada era mi vista. Necesitaba a la desesperada la presencia de Dios en mi vida, pero habría negado de plano tal necesidad sin comprenderlo.

      Mi problema no se podía resolver escuchando a un predicador afirmar que Jesús me amaba y que quería salvarme. Yo no creía en Dios, para empezar, y daba por sentado que la Biblia era una colección de mitos y cuentos populares, igual que aquellas historias que había leído sobre Zeus y Thor, Cenicienta y la Bella Durmiente, solo que menos interesantes. ¿Por qué habría de molestarme en leer la Biblia, y mucho menos tomarme en serio lo que decía sobre ese tal Jesús? Desde luego que yo no creía que un Dios imaginario pudiese tener un hijo de verdad. Dado que no me creía en posesión de un alma inmortal, no me interesaba lo más mínimo su supuesto destino después de la muerte. Sin Dios, ni vida eterna, ni infierno…, no había motivo para seguir discutiendo la cuestión.

      La dificultad no era una ausencia de oportunidades de oír hablar de Dios. El problema era más profundo: descansaba en mi propio concepto de lo que era la fe. Pensaba que la fe era irracional por definición, que significaba creer que cierta afirmación era verdadera sin razones de ningún tipo. Jamás se me ocurrió que pudiese haber una senda hacia la fe en Dios en la que participase la razón, o que pudiera haber pruebas de las afirmaciones del cristianismo. Pensé que había que tener fe sin más, y la propia idea de la fe me dejaba perpleja y me horrorizaba.

      Aun así, era una idea que no me abandonaba. No tenía fe, no la quería, pero sentía el impulso de tener buenas razones para ello. Me construí una complicada analogía para mí misma, una analogía que a mí me daba la sensación de ofrecer una explicación satisfactoria de por qué la fe era imposible.

      La establecí del siguiente modo: imaginemos que me dices «si crees que hay un unicornio rosa invisible en el cielo, te daré un BMW nuevo». Veo el coche en el aparcamiento. Oigo el tintineo de las llaves en tus manos. Si soy capaz de creer lo que tú quieres que crea, el coche nuevo es mío. ¡Genial! Pero es una pérdida de tiempo: yo sé que no hay unicornio. Da igual lo mucho que yo desee el coche, soy incapaz de creer algo contrario a la razón con el único fin de obtenerlo.

      Creer en algo irracional como exigencia para obtener un premio, a eso me sonaba a mí aquella invitación del Evangelio que decía: «¡Acepta a Jesús y alcanza la vida eterna en el cielo!».

      Esta invitación imposible se volvía aún más desconcertante por el hecho de que el premio tampoco es que sonase muy tentador, para empezar. ¿Qué era eso del cielo? Mientras que el simple nombre de los Campos Elíseos de la mitología griega ya generaba un inmenso paisaje soleado en mi imaginación y el Valhalla nórdico evocaba la imagen colorida del festín de los guerreros cantando canciones, el cielo cristiano estaba asociado (en gran parte gracias a la televisión) con la imagen de una gente de sonrisa melosa y túnicas blancas desperdigada y sin mucho que hacer. ¿Se suponía que aquello debía emocionarme?

      Además, incluso aunque aceptase la palabra de los cristianos de que aquel cielo era deseable, es que no me lo podía creer, así de simple.

      Desde luego que, si pensase que me podía beneficiar de ello, podría fingir que creía y haber dicho «¡oh, sí, creo en Jesús!», pero yo habría sabido que estaba mintiendo, lo cual habría convertido aquella supuesta fe en una falsedad premeditada y repulsiva.

      La única opción alternativa, pensaba yo, sería tratar de convencerme de que creía. Desde luego que podría ser capaz de generar en mí un nivel de deseo del producto en oferta tal que, por un tiempo, pudiese creer que creía. Pero no sería lo mismo que creer de verdad, y la idea de tener que hacer el esfuerzo se me antojaba asquerosa e inmoral. Tal y como yo la entendía entonces, la fe era una falsa ilusión en el mejor de los casos y una hipocresía total en el peor.

      Para mí, el argumento decisivo contra la fe consistía en que yo era capaz de no creer por muchas ganas que pudiese tener de hacerlo. Si Dios existía y me iba a castigar por no creer, pues me quedaría con el castigo. Pensaba que fe era una palabra vacía de sentido, que los supuestos creyentes o bien eran unos hipócritas, o bien eran unos necios que se autoengañaban y que era una pérdida de tiempo detenerse a considerar siquiera cualquier afirmación que un cristiano hiciese sobre la verdad.

      Teniendo en cuenta lo que yo creía que era la fe y el censurable estado de mis conocimientos sobre el cristianismo, llegué a la conclusión (no del todo injustificada) de que tenía mejores cosas a las que dedicar el tiempo que ponerme a investigar los manidos relatos ad hoc de nadie. Había una gran cantidad de cosas por las que la gente sentía una honda preocupación, o quizá creyesen ciertas incluso, y que yo no sentía la


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