Dios no va conmigo. Holly Ordway

Dios no va conmigo - Holly Ordway


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sin fin, y mi respuesta creativa a ese mundo era escribir, hacer dibujos, montar unos conjuntos muy complicados de animales y de personas hechas de papel para representar mis propias historias imaginarias, desde la migración de los caribús hasta unos caballeros con dragones y sus batallas o unas familias de náufragos en unas islas desiertas.

      La pasión por la lectura fue el mejor regalo de mi infancia. Al echar la vista atrás me percato de lo pobres que éramos cuando yo crecí; mi padre estaba en las Fuerzas Aéreas, y los militares nunca han recibido sueldos desorbitados. Mis padres no tenían formación universitaria, ninguno de los dos, pero sí que eran unos ávidos lectores; en mi casa había libros por todas partes, y me los estuvieron leyendo con regularidad hasta que aprendí a leerlos yo sola. Todas las semanas íbamos en familia a la biblioteca, en bicicleta o en coche, y regresábamos con montones de libros.

      ¿Que qué leía? Aun resuenan en mi memoria mis títulos favoritos: El viento en los sauces; la saga de La casa de la pradera; Belleza negra; Mujercitas; los mitos griegos en una colección que se llamaba Los mitos que todo niño debería conocer; Alicia en el país de las maravillas, con ilustraciones de Tenniel; El Robinson suizo; los cuentos de Hans Christian Andersen; Las crónicas de Narnia o En los días de los gigantes, una colección de mitos noruegos en un volumen antiguo con ilustraciones.

      Después, maravilla de las maravillas, cuando tenía unos diez años, mis padres me suscribieron a la serie de TimeLife El mundo encantado. Todos los meses, o cada dos, llegaba un volumen nuevo por correo. Estos libros, encuadernados en tela de colores vivos y con imágenes llamativas y evocadoras, me abrieron la puerta al mundo del mito, el folclore y la fantasía: Hadas y elfos, El rey Arturo, Fantasmas, Hechiceros, Bestias mágicas…, me pasaba horas devorando aquellos libros que se abrieron a un mundo más amplio de imágenes literarias que disfrutaría explorando más adelante, de adulta: El Mabinogion, El Kalevala, La muerte de Arturo.

      Mucho antes de dedicar un solo pensamiento a si el cristianismo era verdad, y mucho antes de que me plantease cuestiones de fe y de práctica, mi imaginación se estaba viendo alimentada de un modo cristiano. Me deleitaba con las historias de los caballeros del rey Arturo y la búsqueda del santo grial sin saber siquiera que el grial era la copa de la última cena. No tenía la menor idea de que las Crónicas de Narnia tuviesen nada que ver con Jesús, pero las imágenes de aquellas historias se me grabaron en la memoria, tan claras y vívidas como si de verdad hubiese visto un paisaje, como si hubiera tenido un verdadero encuentro, con una relevancia muy por encima de lo que era capaz de aprehender.

      Y en algún momento de mi infancia encontré El hobbit y El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien, y eso lo cambió todo. No de golpe, ni siquiera de forma inmediata, sino de un modo lento y seguro. Como la luz de una lámpara invisible, de las obras de Tolkien estaba empezando a surgir el resplandor de la gracia de Dios, que iluminaba con una visión cristiana aquella imaginación mía en la que no había un dios.

      No recuerdo leer El señor de los anillos y El hobbit por vez primera, tan solo releerlos una y otra vez. Imaginativamente hablando, la Tierra Media de Tolkien siempre parecía cuadrar a la perfección: poseía los placeres ordinarios y las decepciones de la vida, así como los temores y emociones más elevados. Había lugar tanto para la esperanza como para la contrariedad, para el logro y para el fracaso. Igual que el mundo en el que yo vivía, la Tierra Media tenía unas profundidades mayores de lo que era capaz de asimilar en un momento dado. Era un mundo en el que hay oscuridad, pero también una luz verdadera, una luz que brilla en la oscuridad, y no se extingue: la luz de Galadriel y la luz de la estrella que Sam ve filtrarse a través de las nubes de Mordor, y la luz del rayo de sol que se posa sobre la cabeza coronada de flores de la maltrecha estatua del rey en el cruce de caminos.

      El señor de los anillos fue donde me encontré por primera vez con el evangelium, ‘la buena nueva’. Por entonces no sabía que mi imaginación había sido —por así decirlo— bautizada en la Tierra Media. En mi lectura de Tolkien, no obstante, arraigó algo que florecería muchos años más tarde.

      Mientras tanto, el universo ficticio que se apoderó de mi imaginación entre los diez y los trece años, aproximadamente, fue el de la saga de los Jinetes de dragones de Pern, de Anne McCaffrey, con aquellos dragones que exhalaban fuego y sus valerosos jinetes. Me encantaba la idea de tener un hermoso y enorme dragón como amigo de por vida con el que tú (y solo tú) podías hablar por telepatía. El mundo de McCaffrey apelaba a dos de los grandes anhelos que menciona Tolkien: el deseo de volar como un pájaro y el de comunicarse con los animales.

      Pern, sin embargo, era también un mundo de elegidos y no elegidos. Solo unos pocos selectos eran los elegidos como candidatos a jinete de dragón, y menos aún los seleccionados por los dragones que acababan de eclosionar. Los que protagonizaban las aventuras ya eran especiales, y su superioridad tan solo aguardaba a la espera de ser reconocida. Cuando me imaginaba a mí misma en Pern, tenía que ser yo en versión estrella de cine: atlética, enérgica, ingeniosa, con un atractivo peligroso y, o bien (a) popular, o bien (b) tan segura de mí misma como para que me diese igual la popularidad. No había lugar para mí en mi propio yo, una cría normal y corriente. Lucy Pevensie tampoco habría encajado. Tal vez ese fuera el motivo de que me viese en Narnia con una facilidad con la que no me veía en Pern.

      En mi adolescencia buscaba un mundo imaginario que me ayudase a encontrarle el sentido a la ansiedad y la incertidumbre que sentía, a punto de marcharme a la universidad y vivir sola por primera vez, enfrentada a la necesidad de estar a la altura del potencial que todo el mundo parecía ver en mí, estudiante del cuadro de honor, de sobresalientes.

      Pasé un tiempo fascinada con Harlan Ellison, cuyas historias de ciencia ficción, sombrías y cargadas de ira, expresaban algo de lo que por fin me había dado cuenta: que algo iba profundamente mal en el mundo y, de manera más concreta, que algo le pasaba a la gente. Más allá de mi propia experiencia cuando me tomaban el pelo y me apartaban (ser la chica tímida de las gafas de culo de vaso que iba adelantada un curso no era exactamente una garantía de popularidad), descubrí todo un panorama de maldad en el ser humano, desde los horrores del Holocausto hasta la caza indiscriminada de las ballenas, desde los animales domésticos abandonados y maltratados hasta la gente a la que atracaban y mataban en las calles de Nueva York. Me importaba mucho, tanto que pensaba que ojalá no me importase, porque no veía la manera en que nada de lo que yo hiciese pudiera aportar el menor bien. Aquellos iracundos gritos de Ellison contra la crueldad del mundo me ofrecieron una amarga satisfacción por una temporada, pero me cansaron. No había nada sólido debajo de tanta ira.

      Star Trek ocupó el lugar central del escenario como mi mundo imaginario preferido con su oferta de un futuro claro, brillante y audaz. El capitán Picard se convirtió en mi héroe, hombre inteligente, íntegro y decidido. La tripulación corría sus aventuras, se tomaban el pelo los unos a los otros y se mantenían unidos contra viento y marea. Incluso cuando se enfrentaban a una situación con un problema de carácter moral, encajaba en el marco de un universo ordenado y fundamentalmente seguro.

      Por ahí fuera hay todo un inagotable manantial de afición a Star Trek, y yo bebí de él a base de bien. Me leí cantidades ingentes de novelas de Star Trek de dudosa calidad, escribí relatos de fan fiction y asistí a convenciones de la saga donde la mitad de los asistentes iban disfrazados. Estaba buscando algo, y aquello se acercaba, pero… seguía sin ser satisfactorio. Continué yendo a las convenciones, pero se fueron volviendo cada vez menos interesantes. En retrospectiva, el problema era este: no te puedes comprar una pistola phaser o un tricorder; solo te puedes comprar un juguete que hace un ruido como el de la serie. No te puedes comprar un tribble como mascota; solo puedes llegar a tener una bola de pelo de mentira con un motor a pilas que ronronea. La propia existencia física de estos juguetes es un recordatorio de que Star Trek no es un mundo real.

      Yo quería el de verdad: un verdadero sentido, la aventura de verdad, una verdadera sensación de pertenencia. No sabía dónde encontrarlo… o si existía siquiera.

      V

      La pluma y la espada

      Lo


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