Dios no va conmigo. Holly Ordway

Dios no va conmigo - Holly Ordway


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definición, y así, por definición, no podía ayudarme del único modo en que estaba dispuesta a aceptar ayuda.

      Así, cuando era una atea tan firme, no habría escuchado ni entendido —y tampoco habría podido hacerlo— los argumentos que acabarían convenciéndome. Me había encerrado en mi fortaleza y había tirado la llave.

      Pero incluso una fortaleza puede tener ventanas, y sobre ella se encuentra el cielo y sus piedras descansan sobre tierra firme…

      Primer intermedio

      Era mi tercer año como cristiana y, mientras la Iglesia atravesaba el ciclo litúrgico de la vida de Cristo, yo estaba una vez más con ganas de verlo culminar en la Semana Santa: la solemnidad y el dramatismo del trayecto por el Domingo de Ramos, el Jueves Santo, el Viernes Santo y, por fin, la gozosa Pascua, la resurrección de nuestro Señor.

      La congregación de St. Michael bytheSea contaba con un activo grupo de miembros que se encargaban de las lecturas en los servicios de la iglesia. Unos meses antes, había empezado a leer una vez a la semana en la oración vespertina. Después, poco antes de Semana Santa, uno de los lectores para los servicios de las festividades se tuvo que marchar de la ciudad de manera inesperada, y me pidieron que lo reemplazase. ¿Quién, yo? Sí, tú.

      Y así fue como me encontré el Viernes Santo en el atril ante una iglesia abarrotada. Dirigí la lectura del salmo penitencial 51 y después comencé a leer la oración de los fieles.

      Oremos por todas las naciones y pueblos de la tierra, y por quienes ostentan la autoridad entre ellos, para que con la ayuda de Dios encuentren la justicia y la verdad, y vivan en paz y concordia.

      En Viernes Santo, la iglesia era un lugar solemne. No había decoración en las paredes, ya que había quitado todos los carteles al comienzo de la Cuaresma. El altar había sido despojado de todos sus manteles. El gran crucifijo sobre el altar estaba cubierto con un velo. No sonaron las campanas durante la ceremonia, no se cantó un himno; entramos y salimos en silencio.

      Oremos por todos los que sufren y por los afligidos física o mentalmente, para que Dios en su misericordia los reconforte y los alivie, y les conceda conocer su amor y despierte en nosotros la voluntad y la paciencia para atender a sus necesidades.

      Mientras leía las oraciones en nombre de la congregación, sentí de manera muy profunda que en verdad no había un ellos y un yo en la oración, sino un nosotros.

      Oremos por todos aquellos que no han recibido el evangelio de Cristo.

      Ya había oído antes aquellas palabras, en la misa del Viernes Santo los dos años anteriores. Una vez más, me llamó poderosamente la atención que aquella no era solo una oración genérica por quienes estaban perdidos: había sido una oración por mí.

      Por aquellos que nunca han oído la palabra de salvación.

      ¿Tendría alguna idea aquella gente de St. Michael de que, en los años anteriores, al orar en aquella misma liturgia estaban rezando por mí?

      Por aquellos endurecidos por el pecado o la indiferencia; quienes viven en el desprecio o el desdén, por los enemigos de la cruz y los que persiguen a sus discípulos.

      Oí cómo me temblaba la voz al finalizar.

      Para que Dios abra sus corazones a la verdad y los conduzca a la fe y la obediencia.

      Qué fácil habría sido descartarme a mí: una causa perdida, una pérdida de tiempo, una enemiga de Cristo. Y aun así habían rezado por mí aquellos que me conocían y aquellos que no. Por un solo instante, sentí una red viva de oración, fuerte y brillante, que conectaba el pasado, el presente y el futuro, lo lejano y lo cercano.

      IV

      La lámpara invisible

      Crea usted un mundo [le escribía un lector a Tolkien] en el cual parece haber por todas partes una especie de fe sin un origen aparente, como la luz de una lámpara invisible.

       Cartas de J. R. R. Tolkien

      Como atea, yo habría dicho que la fe de cualquier tipo era algo ajeno a mí, y que la fe era ajena a mí desde allá donde llegaban mis recuerdos. Nunca en mi vida había dicho una oración, nunca había asistido a una misa.

      Un recuerdo de mi primer curso en la escuela parecía representativo: el profesor nos daba palabras desde la pizarra para que los niños las deletreásemos. Yo fui precoz en leer y escribir, así que escribí confiada mi palabra: dios. Sin embargo, las alabanzas por deletrearlo correctamente se las llevó el niño bajito que estaba sentado a mi lado y había escrito Dios, y no yo. Gracias a mis libros de historias sobre mitos griegos y noruegos estaba familiarizada con muchos dioses, así que la D mayúscula me había desconcertado. No entendía que Dios pudiera ser un nombre propio.

      En cierto sentido, tuve una infancia sin religión. La Pascua significaba conejitos de chocolate; la Navidad significaba regalos. Sin embargo, aunque solo recuerdo unos pocos de los regalos que recibí con el paso de los años, sí recuerdo de forma vívida la celebración de las fiestas. Galletas de azúcar y muñecos de jengibre que nunca se hacían en otra época del año. Poner el árbol el día después de Acción de Gracias: nada de bobadas de andar esperando hasta el último momento (sí, era un árbol artificial, no tan auténtico pero menos lioso. Mientras que había familias con la tradición de salir a escoger el árbol y traerlo a casa, la de nuestra familia era «ayuda a papá a montar el árbol»).

      Por la noche, a veces me metía debajo del árbol y miraba hacia arriba entre las ramas engalanadas con minúsculas luces de colores; o me sentaba en la oscuridad y observaba cómo los colores salpicaban las paredes y el techo, emplumados con las sombras de las agujas de las ramas. Hacía que me doliese el alma con aquella belleza y con una sensación de asombro y sobrecogimiento que no era capaz de convertir en palabras.

      Mi madre rara vez ponía música en el equipo estéreo durante el resto del año, pero en el mes que precedía a las Navidades —el tiempo que la Iglesia marca como el Adviento, aunque por entonces yo no sabía nada de temporadas litúrgicas—, ponía discos navideños, y la casa se llenaba de canciones y villancicos. Noche de paz, We Three Kings, God Rest Ye Marry, Gentlemen, O Come All Ye Faithful, Silver Bells y, mi favorito, Hark! The Herald Angels Sing.

      Cuando por fin me hice cristiana, tuve que aprenderlo todo desde el padrenuestro en adelante, pero cuando celebré mis primeras Navidades como cristiana, ¡me encantó descubrir que ya me sabía muchos de los himnos de la temporada!

      Nunca había pensado en si aquellos villancicos hablaban sobre algo que había sucedido realmente. No se trataba de que creyese que fueran falsos, es que la cuestión nunca se me había ocurrido, en un sentido o en otro. Yo no sabía nada sobre Jesús, y no iba a la iglesia. Carecía de los contenidos de la fe y también de su práctica, pero aquella música formó un pequeño hueco en mi alma, como una copa que aguarda a llenarse, que por su propia forma sugería que algo debía ir allí dentro.

      Me tenía fascinada, también, el belén de mi familia. Allá que salía todos los años, sin la menor explicación en absoluto, un conjunto de figuras de madera hecho en la propia Belén. Allí estaban María, José, el Niño Jesús, los tres Magos de Oriente con sus camellos y —lo que más me gustaba— unas vacas y una docena de ovejitas con su pastor; no jugaba con ellas, pero me gustaba moverlas por ahí y colocarlas en distintas disposiciones en torno al pesebre, en el centro. Las figuras no estaban pintadas y la talla era basta, pero de algún modo eran sugerentes para la imaginación. Allí había una historia.

      Era una semilla que aguardó allí aletargada durante mucho tiempo, pero era una semilla.

      Conforme fui creciendo tuve una vida paralela en la imaginación que discurría junto a la vida exterior, visible, de experiencias en la escuela, con los amigos y la familia: me encantaba leer.

      Soy muy introvertida, con mi buena dosis de típica reserva de Nueva Inglaterra, y de niña era tímida y me inquietaba


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