Dios no va conmigo. Holly Ordway
K. Chesterton, La inocencia del padre Brown
A los diecisiete años me marché a la universidad. Había desarrollado por la religión la misma falta de curiosidad que tenía por otras actividades que no me interesaban, como el golf o el ajedrez. Aun así, igual que me podía haber convencido de que el golf tenía algunos puntos a favor como juego (el minigolf era divertido, al fin y al cabo), tampoco es que sintiese un completo antagonismo hacia la religión per se.
En mi primer invierno universitario se me metió en la cabeza la idea de celebrar el Yule y salir una noche a arrastrar los pies por una zona boscosa y nevada junto a la residencia universitaria para encender una vela en un acto de una espiritualidad indefinida. Cogí frío, y la madre naturaleza no me concedió ninguna revelación, pero los bosques eran bonitos, así que tampoco me importó.
La puerta seguía abierta, pero no tardaría en cerrarse.
En la universidad absorbí la idea de que el cristianismo era un artificio histórico o una mancha en la civilización moderna, o tal vez ambas cosas. Mis clases de ciencias decían de forma implícita que los cristianos eran unos antintelectuales por los que había que sentir lástima a causa de su rechazo supersticioso del darwinismo. Mis clases de antropología presentaban a los misioneros cristianos como unos colonialistas de mentalidad estrecha que habían erradicado las expresiones auténticas de la religión nativa (no sabía muy bien qué pensar en cuanto al papel esencial que desempeñaban los sacrificios humanos en la expresión auténtica de la religión azteca). Mis clases de literatura y de historia omitían o restaban importancia a las referencias a la fe de los personajes históricos, como si sus creencias fueran del todo privadas y subjetivas.
Recuerdo una clase de grado superior de Literatura Inglesa sobre los Cuentos de Canterbury de Chaucer. Comentamos su crítica de la corrupción y la hipocresía de la Iglesia medieval sin tener en consideración la fe que, en primera instancia, movía a la gente a peregrinar; me quedé con la impresión de que Chaucer era un humanista de mentalidad abierta, no un cristiano que de verdad creyese. Nunca reparé en que Chaucer le pedía al lector que diera gracias por todo lo valioso en el poema a «nuestro Señor Jesucristo […] de quien procede todo entendimiento y toda bondad».
Supongo que debí de tener compañeros de clase o profesores que fueran cristianos, pero, si los tuve, jamás conocí a ninguno. Nadie hablaba en el campus sobre la fe o sobre el cristianismo. Recuerdo una chica en particular en mi residencia universitaria, en el primer semestre del primer año, que (me doy cuenta al echar la vista atrás) probablemente fuese cristiana; puso objeciones a que el personal de la residencia repartiese condones gratis y organizase reuniones obligatorias en la residencia donde se nos instruía sobre cómo hacer de forma segura ciertas cosas que yo, por lo menos, jamás me había imaginado que hacía la gente en absoluto. Aquella chica de las objeciones era agradable, aunque yo tampoco entendía por qué montaba tanto jaleo con todo aquello; después se marchó a vivir fuera del campus, y me olvidé de ella.
Había visto a gente repartiendo panfletos y diciendo «¡Jesús te ama!» a los que pasaban, o mostrando en los partidos de fútbol carteles que decían «Juan 3, 16», lo cual me dejaba totalmente perpleja (creía que debía de ser algún tipo de código). Yo solo tenía conocimiento de la palabra predicador como una parte de telepredicador, lo cual yo tenía asociado a una mala imagen y a unos escándalos patéticos. No sabía nada sobre el cristianismo, ¿y por qué molestarme en aprenderlo?
Aun así, en la universidad me topé también con el poeta que influiría en el curso de mi vida más que cualquier otro autor, salvo Tolkien: el poeta y sacerdote católico Gerard Manley Hopkins.
Leí a Hopkins por primera vez en mi segundo año universitario, en la asignatura de Autores Británicos II, obligatoria para los alumnos especializados en literatura: sus poemas contenidos en el voluminoso y pesado Norton Anthology of English Literature, con sus hojas de papel semitransparente y sus exiguos márgenes. Me había mostrado un tanto voluble al respecto de aquella asignatura, porque mi contacto con la poesía hasta entonces se había reducido al aula, donde habíamos estudiado lo que significaban los poemas y lo que simbolizaba cada cosa, nada que ver con la inmersión natural en la historia que yo conocía y amaba como lectora de novelas en privado.
Entra en escena el profesor Keefe. Supongo que hablamos sobre el significado de la poesía que leíamos en su clase —Keats, Browning, Shelley, Hopkins, Blake—, pero lo que recuerdo es la manera en que nos leía los poemas en voz alta. Estaba hipnotizada. No me habían leído en voz alta desde que era pequeña, y oír los poemas recitados con tanto descaro, con su énfasis y sus cambios de tono y de ritmo fue una revelación (hasta hoy, cuando leo a Robert Browning, es la voz áspera de Keefe la que oigo: «Grrr… ¡Vamos allá, aversión de mi alma! ¡Riega ya las malditas macetas!»).
Y Keefe me hizo otro regalo, casi de un modo accidental. Recuerdo que dijo —y es muy posible que yo lo malinterpretase, pero, si lo hice, fue la equivocación perfecta—: «En realidad, nadie entiende de qué demonios habla Hopkins en El cernícalo, pero es muy bello».
Por un lado, esto no tiene ningún sentido. Sabemos lo que quería decir Hopkins en El cernícalo porque nos ofrece un subtítulo para aclarárnoslo: «A Cristo, nuestro Señor». Sus reflexiones sobre Cristo en la imagen del ave, esa bella rapaz, se expresa en una sintaxis compleja y un lenguaje difícil y muy comprimido, pero se trata sin duda de un poema inteligible.
Por otro lado, nada de eso importaba entonces. Lo que importaba es que había un poema que me alegraba el corazón. No lo entendía (menuda sorpresa: tenía apenas dieciocho años y no estaba habituada a la poesía), pero el profesor Keefe me dio permiso para que me encantase de todas formas. Leer y reaccionar ante la poesía sin sentirme obligada a descomponerla en unas unidades de temática y significado perfectas y ordenadas me abrió una puerta a un mundo nuevo.
Y Hopkins tenía mucho que enseñarme.
Al contrario que Ellison, Hopkins ofrecía una visión del mundo que tenía sentido aun cuando la vida parecía arbitraria y confusa; este mundo poseía elementos como la justicia y la misericordia aunque uno no los encontrase en su propia experiencia. El mundo de Hopkins era integral: contenía el dolor, la duda, la depresión y el temor, pero también el gozo, la belleza y el puro regocijo de haber sido encarnado.
Hopkins cierra uno de sus poemas más desgarradores con una súplica: «Oh tú, Señor de la vida, envía la lluvia a mis raíces». ¿Se acabará la sequía?, ¿o seguirá sufriendo? Hopkins no lo sabe. Solo puede preguntar. Su confianza es más profunda que su seguridad.
Tal vez fuese la integridad de su visión, su reconocimiento tanto de luz como de la oscuridad, lo que hizo que el eco de sus palabras resonara en mí por mucho que a esas alturas me hubiese convertido en una atea de manera consciente.
Allá descansa la anhelada frescura, en lo profundo;
y aunque las últimas luces se fueron por el negror de poniente
¡oh!, cómo eclosiona la mañana en el pardo horizonte de oriente…
Porque el Espíritu Santo sobre la curvatura del mundo
anida con cálido pecho y alas ¡ah! resplandecientes.
Aquellos eslóganes de afirmación cristiana propios de las pegatinas para el coche —«No soy perfecto, ¡he recibido el perdón!», «Dios es mi copiloto»— y las representaciones artísticas kitsch que veía —un Jesús de ojos azules vestido con una túnica con pliegues (¿de poliéster?) reconfortando a algún hipster arrepentido o abrazando a unos niños adorables hasta la exageración (ninguno llorando ni distraído)— me presentaban la fe como el ondear de una especie de bandera devocional. «¡Mira, soy cristiano! ¡Conozco a Jesús!». Vale, gracias; pero no, gracias. Aquel Jesús no me parecía capaz de encargarse de nada que fuese peor que una rodilla despellejada.
Por aquel entonces no sabía cómo decirlo, pero estaba buscando al Cristo cósmico, quien hizo todas las cosas, el Jesús resucitado y glorificado que se encuentra a la derecha del Padre.
Las alabanzas de Hopkins a Dios superaron mi