Dios no va conmigo. Holly Ordway

Dios no va conmigo - Holly Ordway


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los cuales no tenía motivos para preocuparme.

      Si me hubiera informado, habría descubierto que la Biblia no era en absoluto lo que yo creía que era. Me habría encontrado con la afirmación clara y directa de san Pablo de que el cristianismo se basa en los sucesos históricos y atestiguados de la muerte y la resurrección de Cristo. Habría descubierto que la teología y la filosofía ofrecían respuestas serias y complejas a mis preguntas, y no apelaban de forma simplista a la fe ciega. Me habría dado cuenta de que el arte, la literatura y la música que más profundamente me conmovían tenían su base en una forma cristiana de entender el mundo. Me habría encontrado con que los dos milenios de historia de la Iglesia no cuadraban con mi imagen de la fe cristiana como una ficción interesada y políticamente útil.

      Pero yo creía saber exactamente lo que era la fe, así que no quise buscar más. O tal vez me daba miedo que la fe consistiese en algo más de lo que yo estaba dispuesta a reconocer, y no deseaba enfrentarme a ello. Era mucho más fácil leer solo libros de autores ateos que me decían lo que yo quería oír: que yo era más lista y que tenía una mayor honestidad intelectual que aquellos pobres y engañados cristianos.

      Me había construido una fortaleza de ateísmo, segura frente a cualquier ataque de fe irracional. Y en ella vivía. Sola.

      III

      Sola en la fortaleza del ateísmo

      [Tras el robo del sol y la luna] llegó la escarcha y acabó con las cosechas, y el ganado comenzó a morirse de hambre. Todas y cada una de las criaturas vivas comenzaron a sentirse indispuestas y se desmayaron en aquel mundo oscuro y lóbrego. Una de las doncellas de Kalevala sugirió entonces a Ilmarinen que hiciese una luna de oro y un sol de plata y los suspendiese en los cielos; así que Ilmarinen se puso manos a la obra. Mientras los forjaba, llegó Wainamoinen y le preguntó en qué estaba trabajando, e Ilmarinen le contó que iba a fabricar un nuevo sol y una nueva luna. Pero le dijo Wainamoinen: «Es una locura, pues el oro y la plata no brillarán como la luna y el sol». Aun así, Ilmarinen siguió trabajando, y pasado el tiempo logró forjar una luna de oro y un sol de plata, y los suspendió en su sitio en el cielo. Sin embargo, no daban luz, tal y como Wainamoinen había dicho.

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      La vida en el interior de la fortaleza del ateísmo era buena. Me creía capaz de hallarle sentido al mundo tanto como —o mucho mejor que— la gente que afirmaba tener fe. Yo no creía en Dios, pero tenía una cosmovisión que me parecía plenamente satisfactoria. No era un punto de vista especialmente jovial, pero prefería la verdad a sentirme reconfortada, sin dudarlo.

      ¿Qué creía yo, entonces?

      Pues sostenía que yo era producto de la obra del ciego azar a lo largo de millones de años, miembro de una especie que resultaba ser más inteligente que los demás mamíferos, pero no era única. Creía ser una criatura social porque así era como evolucionaban los seres humanos; el lenguaje con cuyo uso me deleitaba no era más que una herramienta que los seres humanos habían ido desarrollando por el camino.

      De haber sido coherente, habría abrazado las teorías de la crítica literaria que trataban los relatos y los poemas como juegos lingüísticos sin un sentido fuera del propio texto, o que declaraban que el propio lenguaje era en sí contradictorio y carente de sentido, pero no lo hice; uno de los motivos de que escribiese mi tesis doctoral sobre el minusvalorado género de la fantasía era que deseaba evitar aquel tipo de teoría literaria y quedarme con una interpretación de los libros más tradicional y basada en el sentido. Aunque al hacerlo contradijese los principios que apuntalaban mi ateísmo, traté el arte, la música y la literatura como su tuvieran un verdadero significado. Me guardé muy bien de pensar en los motivos por los que lo hacía.

      No creía que los seres humanos tuviesen un alma. Pensaba que cuando yo me muriese, mi conciencia se apagaría sin más y que la única inmortalidad que me aguardaba era la de el deterioro de mi cuerpo y el retorno de sus átomos constituyentes para que otros seres vivos se valiesen de ellos; a veces incluso pensaba que tal perspectiva era un consuelo y era bella. De manera vaga pensaba en la condición de persona en los términos en que la definen la conciencia del yo y la inteligencia, aunque sí me parecía que aquella postura planteaba cuestiones perturbadoras. Pensaba que el aborto era aceptable, pero ¿por qué era aquello tan distinto del infanticidio? Si lo que constituía una verdadera persona eran un cuerpo y una mente funcionales, ¿tenían algún sentido, siquiera, las vidas de las personas seriamente discapacitadas, física o mentalmente? Una vez desaparecida la actividad mental, ¿tenía una persona derecho a la vida? Un día me sorprendí a mí misma pensando de manera favorable sobre la eutanasia para las personas con mayor grado de discapacidad. Aunque me eché atrás inmediatamente al respecto de aquella idea, me hizo sentir inquietud el hecho de habérmela tomado en serio aunque solo fuera un momento. Era consciente de que había algo en el razonamiento que conducía a ideas como aquella que no me cuadraba en absoluto, pero prefería no pensar en el motivo.

      Todas mis opiniones articuladas de manera consciente venían respaldadas por la misma premisa: no hay un Dios, no hay un sentido último más allá de nosotros mismos.

      Si nuestra vida no tiene un verdadero sentido, ¿qué sentido tiene vivirla? Este problema ya lo había reconocido allá por la época del instituto. Recuerdo estar en clase de Latín en segundo año, leyendo a algunos de los poetas más filosóficamente desconsolados, y preguntarle al profesor que, si les parecía que la vida no tenía sentido, ¿por qué no se suicidaban sin más? «Muchos de ellos lo hicieron», me respondió el profesor.

      Aun así, creía que era posible y deseable ser una buena persona (dejemos a un lado la cuestión de la procedencia de mi criterio de bondad). Pensaba que merecía la pena vivir la vida aunque fuera difícil. ¿Cómo podía ser de ese modo y aun así carecer de sentido?

      El ateísmo conduce al autoengaño o a la desesperación cuando se vive de manera coherente. El sentido construido por uno mismo no es más que un recurso provisional: solo es real de la misma manera en que un decorado del castillo de Elsinore es un lugar real. Uno puede suspender la incredulidad mientras se está representando Hamlet, pero en algún momento habrá que salir del teatro. ¿Qué se hace cuando uno reconoce que ayudar a los demás, hacer buenas obras y amistades no constituye sino un decorado y unos trucos de luces?

      Era tentador convertir el ateísmo en una causa de mayor alcance en beneficio de la humanidad. Tal vez mereciese la pena dedicar la propia vida a la creación de un mundo sin religión, placenteramente libre de las cadenas de la superstición. Esa es la imagen que John Lennon capta en Imagine, y es hermosa… mientras te esfuerces en no pensar demasiado en serio sobre ella. Tal y como lo expone Francis Spufford:

      Pensemos en ese monumento al pomposo artificio estético que es Imagine: es sin duda el «pequeño poni» de las declaraciones filosóficas […]. Imagina que no hay un cielo. Imagina que no hay un infierno. Imagínate a todo el mundo viviendo la vida en… ¿Cómo? ¿Perdone? ¿Que quitemos la religión de la foto y todo el mundo se pondrá a vivir en paz de manera espontánea? No sé qué pensarás tú, pero en mi experiencia la paz no es el estado natural del ser humano a falta de otro.

      Me bastaba con mirarme y con echar un vistazo a la gente que me rodeaba para reconocer la ira, los celos, la inseguridad, la envidia, el desprecio, el egoísmo, el temor y la avaricia que hundían sus profundas raíces en la tierra de ser humano. Se me antojaba que una aceptación universal del ateísmo dejaría a la gente con los mismos problemas de antes, si no peores (no desconocía que el historial de derechos humanos de los países dogmáticamente ateos, digamos, dejaba mucho que desear). Conocía la diferencia entre la imaginación y hacerse ilusiones. El ateísmo podría ser cierto, pero fingir que era una causa humanitaria no ofrecía ninguna solución a mis problemas.

      ¿Qué hacer?

      Cuando la alternativa es sucumbir a la oscuridad, parece que merece la pena probarlo todo. En su poema La playa de Dover, Matthew Arnold se sitúa ante un mundo en el que la belleza y el sentido han resultado ser meros deseos y falsas esperanzas:

      El


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