La perla del emperador. Daniel Guebel

La perla del emperador - Daniel Guebel


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se disipan a la salida del sol, humo que la brisa lleva y trae. ¿Qué certeza podemos tener los humanos? Debemos limitarnos a no perturbar el Gran Orden Universal. La razón de mi visita es de una importancia tal que solo cede ante el Verdadero Libro del Tao. En pocas palabras, ¿te gustaría adueñarte de La Perla del Emperador?

      Un temblor incontenible se apoderó de mi cuerpo. “La Perla del Emperador...”, susurré. Ese oriental absurdo me estaba ofreciendo el blanco hijo del mar que enceguecía las mentes de los príncipes de la Tierra, y cuya posesión —aseguraban— era el símbolo que necesitaba cada poderoso para lanzarse a la conquista del mundo. Por supuesto, esto último era una puerilidad: en mi fuero interno yo me había acostumbrado a considerar esa perla como un producto de la imaginación asiática; aun así, no podía desconocer las voces que señalaban su secreto tránsito fugaz por diversas manos. ¡Y ahora...!

      —La Perla del Emperador —exclamé—. ¿Me tomas por idiota, Li Chi? ¿O has venido a burlarte de mí? ¿Tan despreciable te parezco que creíste necesario hacérmelo saber?

      El chino extendió sus manos.

      —¡Si esa fuese mi intención, que los dioses de la venganza me pierdan en los infiernos de un demonio con cara de mono! —dijo.

      Reflejos de luz se filtraban por entre la trama de hojas de palmera; una tenue danza de medallones de sol recorría el rostro de mi visitante. Bajo esa trama, Li Chi sonreía, y nada había en su sonrisa que revelase ironía o malignidad.

      —¿Qué certeza puedo tener de que hablas en serio? —dije.

      —No te pido, ¡oh hermosa extranjera!, que cierres tus ojos ante los fantasmas de la realidad y te entregues al dulce sueño de mis engañosas palabras. Por momentos, hasta el narrador más torpe sabe tejer un velo de maravillas que nos envuelve en un hervor de brumas... Luego, al silenciar su voz, sucede el despertar. Las cosas nos golpean con sus definidas formas. Eso entristece y rebela. ¿Será que amamos la mentira? Sin embargo, La Perla de Labuán puede protegerse —agregó, señalando el Ojo de la Diosa del Río—. ¿Acaso el brillo de la leyenda de La Perla del Emperador es capaz de empañar su pensamiento hasta el punto de llevarla a despreciar mi presente?

      —¿Quieres decir...? ¿Verdaderamente es La Perla del Emperador?

      —Verdaderamente es.

      —Li Chi... Te advierto que si intentas jugar conmigo corres el riesgo insensato de perder la cabeza.

      —Por ningún motivo la arriesgaría —reflexionó—. Modesta y todo, es la mía.

      —¿Cómo has llegado a dar con ella? Dímelo.

      El chino rió suavemente:

      —Interpreto que La Perla de Labuán se refiere al obsequio que el Emperador de la China hizo a su Emperatriz y que esta, en un inexplicable descuido, extravió. Sin duda, me veo obligado a satisfacer el pedido de La Perla de Labuán. Debo advertir, sin embargo, que los motivos de aquel trágico descuido exigen un largo relato. De otro modo, ¿cómo entendería La Perla de Labuán la emoción que me invade al contemplar noche tras noche, bajo la luz de la luna, ese resplandor que no tiene igual en sueño alguno? Lamento descender a la exhibición de mis sentimientos, pero ¿comprende La Perla de Labuán la enormidad de este hecho? Que, entre millones de hombres de mérito, haya sido Li Chi el elegido como custodio de ese don del cielo... eso sin duda es prueba del favor de los dioses, y de su locura.

      —Tengo tiempo para comprenderlo —dije—. Todo el tiempo está a mi disposición. Habla. Te escucho.

      —No oculto —dijo Li Chi— que los mendigos persas gustan de narrar toda suerte de fantásticas versiones sobre su origen al corro de crédulos que se reúnen en derredor de los fuegos encendidos en la entrada de los bazares. La verdad (que no invalida esas versiones) es que La Perla del Emperador fue hallada por un pobre pescador de perlas tartamudo: se llamaba Tepe Sarab. No sometería su nombre a tu elevada consideración, si no fuese porque el mero hecho de mencionar su lazo con los derroteros de La Perla del Emperador me ha llevado a reflexionar acerca de los modos en que se expresa la voluntad de los dioses. Para mí tengo que sus designios respecto del mundo son los de una aniquilación imperceptible, progresiva, incesante. La prueba más clara de esta degradación es que los héroes de la historia ya no son, como ayer, reyes, príncipes, miembros de la nobleza o, a lo sumo, altos dignatarios y sacerdotes, sino pequeños artesanos, viajeros, retratistas, marineros, jueces, militares, comerciantes. En cierta forma esto me alegra, pues demuestra que he nacido en una época que enaltece, entre tantas, mi actividad, y por ello es que puedo asegurar sin soberbia que represento a los hombres de mi tiempo (así como los hombres de mi tiempo me representan). Pero, medida en términos de eternidad, la perduración de tal coincidencia entre el destino del mundo y el tiempo que me ha tocado vivir es altamente improbable, y ya nada oculta el abismo que se ha abierto en la última centuria. Antaño un príncipe podía preciarse de no conocer las hambres y la enfermedad y la vejez y la muerte; ahora camina rozándose con la muchedumbre, sufriendo el pregón de los vendedores de milagros, recibiendo el polvo de las alfombras que las mujeres sacuden desde las ventanas, y los carreros los hacen violentamente a un lado cuando sus bestias de carga atraviesan las calles portando vasijas con esperma de ballena. Y si tan rápido han descendido en la apreciación de las gentes, ¡oh Perla de Labuán!, me pregunto qué destinos podemos esperar quienes no los igualamos en cuna, educación y fortuna. Imagino el día en que los héroes de las narraciones sean aquellos que hoy oprimimos bajo nuestra suela. ¿Gustaré del relato de la vida del remero que gime recibiendo el látigo en mis sampanes? ¿Qué enseñanza extraeré de las bestiales labores de los campesinos que en mis campos cosechan el arroz? ¿A qué ámbitos me asomaré desde los ojos de mis cocineras? Desconozco si en el futuro persistirá esa ilusión de inmortalidad de la que disfrutamos mientras dura el cuento, y tampoco alcanzo a adivinar qué nuevos acontecimientos transformarán la faz de la Tierra cuando hayan cambiado las historias y sus héroes, pero ruego a los dioses de la buena muerte que para entonces me tengan de su mano.

      Tepe Sarab es un ejemplo de lo dicho. Pertenece a una época de transición, en la cual se tejían relaciones que mezclaban a un gran Emperador (los persas lo llaman Shah) como Amir Abdullah Amini con un simple pescador de perlas. Y en esa trama Amir Abdullah Amini reclama el servicio de Tepe Sarab y el de cientos de pescadores de perlas para extraer del fondo del golfo los tres miles de mil riales, y otro tanto en joyas, oro, piedras preciosas e ídolos que iban en la bodega de un barco de su flota que torpemente atacaron y hundieron y no supieron abordar los piratas de Shiraz.

      Desde el nacimiento hasta la puesta del sol los pescadores de perlas ponían a prueba sus pulmones descendiendo hasta las entrañas del barco hundido. Tepe Sarab, que nunca había visto cinco riales juntos, ascendía con magníficos sellos elamitas de jade, cuencos de plata, piezas de marfil, hueveras de oro, sítulas exquisitamente labradas y un sinfín de objetos de extraordinaria calidad. Insensible a esas muestras de una civilización refinada, Tepe se preocupaba únicamente del aire que le restaba hasta volver a la superficie: la línea de superficie, para los pescadores de perlas, es una zona de reflejos cambiantes cuyo filo algún día no se alcanzará. Antes de sumergirse murmuran una plegaria: “Déjame atravesar, oh madre de las profundidades, la cara del vidrio que late. Hoy no es el día”. Víctima de su tartamudez, Tepe Sarab nunca estaba seguro de haberla pronunciado entera y por si acaso la repetía en el seno del casco podrido y florecido de anémonas. Y cargado de relieves de bronce o llevando puñados de monedas se elevaba como un largo pez moreno entre la enceguecedora dilución de los rayos del sol. Tepe conocía en ellos la sustancia de su vida. Sabía que cuando la luz se astillase hasta convertir el mar en una inmensidad de algas cristalinas, signo sería de que los dioses lo abandonaban: entonces él no alcanzaría el aire y quedaría flotando a merced de las corrientes, con los ojos abiertos como una medusa, y soltando, los pulmones rotos, la sangre que llama al tiburón.

      —Pero antes de seguir, oh Perla de Labuán —dijo Li Chi—, permíteme que te pregunte por tus criados. ¿No es hora de que regresen del templo?

      —Tal vez —dije—. Tal vez ya es la hora. Pero ¿quién lo sabe? Mi memoria es fugaz. Quizá fue esta la tarde que cedí para que atendiesen sus propios asuntos.

      —Admiro


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